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En fuga continua de mi propia prisión.

domingo, diciembre 11, 2011

Lisztomania

So sentimental, not sentimental no
Romantic not disgusting yet
Darling, I'm down and lonely when with the fortunate only
I've been looking for something else
Do let, do let, do let, jugulate, do let, do let, do

Let's go slowly discouraged
Distant from other interests on your favorite weekend ending
This love's for gentlemen only that's with the fortunate only
No, I gotta be someone else
These days it comes, it comes, it comes, it comes, it comes and goes

Lisztomania
Think less but see it grow like a riot, like a riot, oh
I'm not easily offended
It's not hard to let it go from a mess to the masses

Lisztomania
Think less but see it grow like a riot, like a riot, oh
I'm not easily offended
It's not hard to let it go from a mess to the masses

Follow, misguide, stand still
Disgust, discourage on this precious weekend ending
This love's for gentlemen only, wealthiest gentlemen only
And now that you're lonely
Do let, do let, do let, jugulate, do let, do let, do

Let's go slowly discouraged, we'll burn the pictures instead
When it's all over we can barely discuss
For one minute only, not with the fortunate only
Thought it could have been something else
These days it comes, it comes, it comes, it comes, it comes and goes

Lisztomania
Think less but see it grow like a riot, like a riot, oh
I'm not easily offended
It's not hard to let it go from a mess to the masses

Lisztomania
Think less but see it grow like a riot, like a riot, oh
I'm not easily offended
It's not hard to let it go from a mess to the masses

This is show time, this is show time, this is show time
This is show time, this is show time, this is show time
Time, time is your love, time is your love, yes time is your
Time, time is your love, time is your love, yes time is your

From the mess to the masses

Lisztomania
Think less but see it grow like a ride, like a ride, oh
Discuss, discuss, discuss
Discuss, discuss, discouraged

Lisztomania, Wolfgang Amadeus Phoenix, Phoenix
(obra maestra de canción en obra maestra de disco)

martes, diciembre 06, 2011

Ni por asomo

La habitación donde cenaban, alrededor de la mesa camilla, estaba caldeada. Sus padres se habían quedado dormidos en el sofá, con el paño echado hasta los muslos y sus respectivas cabezas abandonadas en sentido opuesto. La tele murmuraba intrascendente frente a ellos. Él los miró mientras se olisqueaba los dedos, perfumados de mandarina, y se levantó brusca pero silenciosamente de la silla. Le gustaban aquellos movimientos certeros, como de espadachín. Atravesó el pasillo hasta su cuarto. Estaba helado. Aquel frío era el frío que separaba su ya lejana infancia de su vetusta juventud de ahora. Cerró la puerta y abrió el balcón; llevaba el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la rebeca. Las primeras caladas siempre las echaba con casi la totalidad de su cuerpo en el interior, a excepción del brazo derecho, que se apoyaba fuera sobre la barandilla, la mirada posada sobre sus libros. Desde que se había separado de su marido y había vuelto a casa de sus padres, se hacía con frecuencia las mismas preguntas: ¿hasta cuándo no estarían de nuevo aquellos libros en una casa que fuese suya... bueno, de alquiler? Y la que aún le inquietaba más: ¿qué sería de la librería comprada ex profeso en IKEA para su habitación de adolescente cuando algún día se fuese otra vez? ¿Quedaría mocha como un jardín abandonado?
Observó la plaza hacia la que se abría el balcón. El centro estaba ocupado por un antiguo casco de bodega rehabilitado que servía de sala de exposiciones y estaba rodeado de naranjos. La perspectiva quedaba cerrada por los bloques de pisos que, semejantes al suyo, ocupaban cada lado de la plaza. ¿Cuántos vecinos vivían allí? ¿Doscientos? Los pisos tenían ya sus años y pertenecían en su mayoría a personas de la edad de sus padres, a punto de jubilarse. ¿Habría aumentado su número en estos tiempos difíciles? Reagrupación familiar forzada. Una radio sonaba cerca. Era una voz, dos voces quizás, que con monotonía hablaban sobre un tema imperceptible. Un tema serio, eso sí, propio de aquellas horas de la noche. Su presencia hacía de la plaza un lugar más íntimo y minúsculo, incluso claustrofóbico. La mayor parte de los balcones tenían las persianas echadas o estaban a oscuras. Echo un vistazo rápido y advirtió que la mayoría de las luces que quedaban encendidas correspondían a cocinas. En una de ellas, una mujer de mediana edad, en bata, discutía con alguien que quedaba fuera de foco. Gesticulaba en sordina, llevándose las manos a la cabeza y apuntando hacia un punto finito de su casa con el índice. Sus movimientos se limitaban a un radio diminuto, extraña autoimposición.
Los árboles de enfrente, cargados de naranjas que destacaban sobre un verde cerrado apenas salpicado por la tenue luz de las farolas, parecían ujieres adormecidos. Sólo algunos pájaros desvelados rompían aquel secretismo. Aquella tarde, unos niños habían zarandeado los árboles por diversión, para ver cómo las colonias de pájaros volaban espantadas para luego volver a su sitio. Él, que estaba fumando en cuclillas agarrado a uno de los balaustres, se había echado hacia atrás, con pavor, temeroso de que algún pájaro de mal agüero se colase en la casa... entonces percibió cómo el pequeño naranjo que se había traído enfermo de su antiguo hogar y que descansaba sobre una maceta en un extremo del balcón, quizás por mímesis con los vigorosos naranjos de enfrente, había empezado a cuajarse de frutas. Su padre era quien se encargaba de echarle agua. Lo hacía como quien da de abrevar al ganado, con un gesto amplio y horizontal, de semejante a semejante. Pensó en la relación con su padre, ese ser tan misterioso e inteligente, tan desconocido, y en que quizás en un futuro la vida les ofrecería una oportunidad para entenderse mejor, para reconocerse mejor... pero prefirió apartar aquel pensamiento, por lo que pudiera comportar de luctuoso.
Se agachó para apagar el cigarrillo sobre el plástico frío del cenicero, que siempre estaba a la intemperie, y se reincorporó. Ahora apoyaba ambas manos sobre el pretil y asomaba medio cuerpo sobre la oquedad silenciosa que se destapaba a sus pies. Aspiró la humedad del invierno. ¿Por qué no se esclarecían sus ideas, por qué no lo entendía todo mejor, por qué no avistaba mínimamente su futuro? Miró hacia el infinito del cielo y vio que un planeta extraño resplandecía más allá de la luna. Al ver que se movía entendió que se trataba simplemente de un avión. Por una de esas ilusiones ópticas, la luna parecía estar más cerca de él que aquel artefacto humano. Trató de pensar en cómo durante las noches despejadas como esa, la ausencia del sol, nuestra fuente de vida, nos hace ampliar nuestros confines, y apreciar todo un universo misterioso y lejano que se despliega más allá de todo, cuando, de repente, abajo, un hombre cruzó la plaza tirando a grandes zancadas de su hijo de unos seis años. ¡Qué extraña pareja, a aquellas horas! El niño llevaba un abrigo largo, de corte clásico, y cuando lo vio adentrarse en el portal, de espaldas, tan callado, su mano encerrada en la de su padre, subiendo el escalón de acceso y flexionando la pierna al tiempo que el abrigo se movía desmañadamente con él, pensó en aquella pequeña monstruosidad y en todo lo que tenía que hacer al día siguiente, y bajó ruidosamente la persiana.

martes, noviembre 29, 2011

Sobre Francia

Creo que las identidades no son inmanentes. Creo que son contingentes, inestables. Lo que no quita que "crea" en ellas:

"El siglo más francés es el XVIII. Es el salón convertido en universo, es el siglo de la inteligencia con encajes, de la finura pura, de la artificialidad agradable y hermosa. Es también el siglo que más se aburrió, que dispuso de demasiado tiempo, que sólo trabajó para pasar el tiempo".

"Una agudeza vale tanto como una revelación. Una es profunda, pero no puede expresarse, la otra es superficial, pero lo expresa todo. ¿Acaso no es más interesante realizarse en la superficie que desarmarse con la profundidad?".

"¿Qué ha amado Francia? Los estilos, los placeres de la inteligencia, los salones, la razón, las pequeñas perfecciones. La expresión precede a la naturaleza".

"La divinidad de Francia: el gusto, el buen gusto, según el cual, el mundo -para existir- debe gustar, estar bien hecho, consolidarse estéticamente, tener límites, ser un encantamiento de lo aprehensible, un dulce florecimiento de la finitud".

"Un pueblo de buen gusto no puede amar lo sublime, que no es sino la preferencia del mal gusto elevado a la monumentalidad. Francia considera todo lo que supera la forma una patología del gusto. Su inteligencia tampoco admite lo trágico, cuya esencia se niega a ser explícita, como lo sublime. Por algo Alemania -das Land der Geschmacklosigkeit (el país del mal gusto)- ha cultivado los dos: categorías de los límites de la cultura y del alma".

"¿Francia? El rechazo del misterio".

"¿Existe un pueblo menos sentimental? El corazón del francés sólo se enternece con los cumplidos bien formulados".

"Los franceses, desde su nacimiento, han permanecido en su tierra, han tenido una patria física e íntima que han amado sin reservas y no han humillado mediante comparaciones; no han estado desarraigados en su país, no han vivido el tumulto de una nostalgia insaciable".

"Podría ser que, a fin de cuentas, la civilización no fuera otra cosa que el refinamiento de la trivialidad, el pulido de las cosas minúsculas y el mantenimiento de un poco de inteligencia en la accidentalidad cotidiana, es decir, volviendo la tontería natural tan soportable como posible, al envolverla en gracia y darle el lustre de la finura. Es indudable que entre los franceses es entre quienes encontramos a menos imbéciles profundos, irremediables, eternos".

"Ser superficial con estilo es más difícil que ser profundo. En el primer caso hace falta mucha cultura; en el segundo, un simple desequilibrio de las facultades".

"El refinamiento sexual es la muerte de la nación".

"Si Francia tiene aún una razón de ser, es la de realzar el escepticismo de que es capaz, el de darnos la clave de las incertidumbres o de moler nuestras certidumbres".

"Cuando Europa esté cubierta de sombras, Francia seguirá siendo su tumba más viva".

"Francia es Nuestra Señora de París reflejada en el Sena: una catedral que rechaza el cielo".

"Desde luego, Francia es un organismo, pero en su desarrollo ha alcanzado tan algo grado de perfección, que encuentra mejor sus símbolos en las figuras geométricas que en los accidentes del devenir biológico".

"Francia, país del medio, entre el Norte y el Sur, es un Mediterráneo con un suplemento de bruma".

"Aunque comprendo infinitamente mejor a los romanos del final, reblandecidos por el vicio, la incertidumbre y el lujo, que a los de la grandeza, ásperos, sanos y confiados en sus ídolos, conservo en alguna parte el respeto a los altares de la ilusión y los templos nunca debilitados por la ironía. Cuando Catón el Viejo decía que dos augures no podían mirarse a la cara honradamente sin romper a reír, lo creo, no sin añorar las vitales supersticiones. Una vez abolidos nuestros símbolos por la lucidez, la vida es un amargo deambular entre templos abandonados". (Tuve esa visión en mi cuento A los dioses huidos).

"Un país es grande no tanto por el alto grado de orgullo de sus ciudadanos cuanto por el entusiasmo que inspira a los extranjeros, por la fiebre que transforma en satélites dinámicos a personas nacidas bajo otros cielos. ¿Acaso hay en el mundo un país que haya tenido tantos patriotas procedentes de otra sangre y otras costumbres? ¿Acaso no hemos amado Francia con más ardor que sus hijos? (...) ¿qué otro país habría reunido homenajes y rechazos más halagadores?"

"Sea cual fuere la dirección, la meseta o el sendero por los que orientemos nuestros pasos, Francia no morirá sola, expiaremos juntos el gusto extrafalario de la fugacidad y, sea cual fuera la esperanza que abriguemos, la carga de esa herencia volverá a arrojarnos - eso es seguro- desde el corazón del porvenir hacia sus confines".

E. M. Cioran. Sobre Francia.

lunes, octubre 31, 2011

Sobre el amor a ciertos niños

"Una vez fui de visita un fin de semana a casa de Maggie Fowler, en los Hamptons. Su hijo, un chico de ocho o nueve años, estaba con ella. Era hijo de su primer matrimonio y, evidentemente, pasaba la mayor parte del tiempo con su padre o en el colegio. Parecía un poco incómodo con Maggie. Tenía ese extraordinario aire de intimidad de que gozan algunos niños. Quizás en su caso fuera el resultado de los rigores del divorcio, pero lo he visto en toda clase de niños. Me levanté pronto el sábado por la mañana y, como me lo encontré en el piso de abajo, fui con él andando a la playa, a nadar. Por el camino me cogió de la mano (una atención poco habitual en un niño de su edad) y supuse que se sentiría solo; pero si así se explicaba su conducta, entonces yo también debería sentirme solo, porque disfruté de su compañía. Puede que me recordara mi propia infancia. El eco de un afecto profundo, que en parte seguramente es recuerdo, fue lo que yo experimenté. Nos dimos un buen chapuzón, desayunamos juntos y después él me preguntó, muy tímidamente, si quería jugar a la pelota. Pasamos tal vez una hora en el jardín trasero, lanzando y atrapando una pelota. Después bajaron los demás y empezamos a beber bloody marys y hubo las actividades habituales de un fin de semana, la mayoría de las cuales excluían a un niño de su edad. Esa noche, cuando nos estábamos vistiendo para salir, Maggie llamó a mi puerta y me dijo que su hijo quería que fuera a darle las buenas noches. Lo hice. Cuando me levanté el domingo por la mañana, estaba sentado en una silla junto a la puerta de mi habitación, y una vez más fuimos andando a la playa. No lo vi mucho a lo largo del día, pero fui consciente de su persona: sus pasos, su voz, su presencia en la casa. Regresé a la ciudad el domingo por la tarde y nunca he vuelto a verlo ni a saber nada de él, pero indudablemente sentí por él algo parecido al amor durante las escasas horas que pasamos juntos".

John Cheever, Bullet Park

martes, octubre 18, 2011

Zeige deine Wunde (Enseña tus heridas)

"Hay que desarraigarse. Cortar el árbol, hacer una cruz y llevarla todos los días".
Simone Weil, La gravedad y la gracia

A punto como estoy de dejar el que ha sido mi hogar durante dos años me pregunto mientras despejo la cocina de cacharros interminables: ¿has sido feliz durante este tiempo? Y me digo: No tanto como hubiese deseado pero más de lo que habría esperado. Ahí se pierde mi esencia: entre la depresión y la manía, entre esos matices verbales del español que van del pluscuamperfecto del subjuntivo al condicional compuesto del indicativo. Hay un extraño gozo en ver todo el puzle destruido: cajas por aquí, cuadros descansando sobre el suelo por allá, un objeto en tránsito, unas tijeras sobre el sofá, ropa sobre las sillas, mi barba crecida, mis calcetines llevándoselo todo por delante. Esa manida pulsión de muerte, supongo. Observo los restos de la tragedia: al quitar un cuadrito de la pared, uno de los clavos está más bajo que el otro porque en su día se golpeó ex profeso para conseguir el efecto perfecto. Arqueología de las ilusiones fenecidas. Hoy he contabilizado con mi madre once mudanzas en lo que llevo de adulto. (He tenido más casas que novios). "Bueno, me voy porque quiero, mamá". Luego hemos estado hablando de las grandes migraciones forzadas causadas por la guerra o por las hambrunas. Me acordaba de esa carrera sin aliento, de esa desposesión que es Suite Francesa, de Nemirovsky. Aunque también hubiese podido pensar en Libia o en cualquier otra realidad presente. Sin embargo, desviándome hacia lo figurado que hay en toda realidad, cabría preguntarse: ¿cuál es la guerra que yo libro? ¿Cuál es mi hambruna? ¿A qué este continuo cansancio, esta eterna necesidad insatisfecha? El otro día le decía a una amiga que me siento como pez en el agua en estos tiempos de inestabilidad y crisis. Sí, como pez en el agua... o como corzo en bosque cerrado. Correr sin aliento, tratar de olvidar, partir con rapidez. Cubierto de cinismo y de amor, como la serpiente alada de los aztecas. Las mudanzas me sirven de análisis: en ellas descubro al ser fetichista que hay en mí, una especie de urraca que esconde en su nido los objetos que le resultan más brillantes, un coleccionista de dispositivos de almacenamiento donde archivar los recuerdos que su mala memoria ha borrado al vivir tan deprisa... qué triste está la casa sin libros... por suerte está la radio, y los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, que he dejado para embalar ya al final. Y las vistas, esas vistas de Jerez, que desde mi terraza parece una ciudad llena de promesas. Al fin y al cabo, en esta casa me he reconciliado con mi ciudad. Posiblemente para siempre. También he hecho buenos amigos, he escrito parte de una novela, he leído las mejores páginas de Sebald, he tenido noches donde he tocado el cielo con la yema de los dedos y, sobre todo, he vuelto a avivar el hogar. Uno sólo tiene que soplar y desvelar el espíritu. Al final todo prende.

lunes, septiembre 12, 2011

Punto omega

"A veces un viento llega antes que la lluvia y provoca que los pájaros pasen volando delante de la ventana, pájaros del espíritu que cabalgan la noche, más extraños que los sueños".

Don DeLillo, Punto omega.

Lectura concluida hoy, lunes, tras el desayuno, en La Cruz Blanca.

jueves, septiembre 08, 2011

La piel des(de ahí)habitada

Álvaro: Simón, ¿tú por aquí?

Simón: No te asustes. No he venido a reprocharte lo abandonado que me tienes. Es más, he corrido en tu ayuda. Intuía que te sería útil a la hora de aclarar tus ideas sobre La piel que habito. Nuestras ideas…

Á: Pues ahora que lo dices…

S: Nada mejor que tu alter ego…

Á: Sí, aunque debo decirte que el alter ego sólo aparece cuando el ego lo convoca…

S: En fin… dialécticas aparte, pasemos a hablar de la película. Ibas con demasiada información, ¿no?

Á: Sí, pero eso no debería ser un problema. Podría empalmar el visionado de Vértigo cien veces y no cansarme. En esa película hay un misterio inescrutable, que va más allá de la trama. El “misterio” de la última de Almodóvar descansa excesivamente en la trama, y en el modo de contarla. Me fascina el recurso de los flashbacks y esa estructura intrincada de las últimas películas de Pedro, pero aquí resbala… al menos en lo que se refiere al argumento principal, el de Vera.

S: Vera, la prisionera…

Á: Sí, habría sido fantástico que uno de los libros que Vera lee en su encierro, en lugar de los de Alice Munro o Cormac McCarthy, hubiese sido ese volumen de En busca del tiempo perdido de Proust. Precisamente porque ahí se describe de manera inigualable lo inexpugnable, pese a su proximidad, del objeto de deseo… y la corrupción del amor.

S: "Pues la posesión de lo que se ama es un goce más grande aún que el amor. Muy frecuentemente los que ocultan a todos esta posesión solo lo hacen por miedo a que les quiten el objeto amado. Y esta prudencia de callarse amengua su felicidad", como decía Proust.

Á: Claro, un aspecto que debería estar más desarrollado. Aunque eso – quizás– habría sido pedirle demasiado a Pedro… es curioso que, a medida que repaso la película en busca de cabos sueltos, encuentre que todo está cabalmente atado (me refiero sobre todo a la relación entre Vera y el Dr. Legard). De ahí que crea que en la película exista un problema de tempo, un ritmo excesivamente marcial del relato, derivado de querer explicar semejante historia compleja sin fisuras…

S: Pero decías que la narración de la historia opta por el camino más complicado… con flashbacks, vueltas al presente y los estilemas propios del último Almodóvar.

Á: En efecto, y algunos de ellos son muy curiosos, como el flashback en forma de sueño-que-no-lo-es de cada uno de los protagonistas principales. Sin embargo a mí me faltó un "anoche soñé con Manderlay" como el que sirve de punto de partida a Rebeca de Hitchcock, un asidero psicológico con el que el espectador identifique el horror en el que se desenvuelve Vera y que nos ayude a seguir su historia, CON ella… hasta la aparición del Hombre Tigre, y más exactamente hasta el monólogo de Marilia, no hay forma de hacer pie en la historia.

S: ¡El monólogo de Marilia! Ahí es cuando la película empieza a respirar…

Á: Sí, y lo hace de forma ex abrupta, imperiosa, loca, trepidante. Como cuando uno lleva mucho tiempo sumergido bajo el mar, un medio hostil, y sale a la superficie en busca de aire. Quizá sea lo mejor de la película. La sucesión de planos es de un barroquismo increíble, culebronesco, con excesos como la imagen del niño Tigrinho bajando por las favelas, pero aquí es cuando la historia te arrastra, empieza a (con)moverte… Esta parte es vibrante, y sin necesidad de "dilatadores"…

S: Siempre con los ojos de Marilia como asidero, esos ojos centelleantes donde se refleja la fogata frente a la que están en el presente y el fuego destructor del pasado…

Á: Sí, todo un hallazgo. La historia de la mujer quemada, de su reflejo en la ventana, el tema cantado de la niña, el propio coche ardiendo, tan godardiano, etc. Sin embargo, luego vuelve el Dr. Legard y removido por la historia que se repite, en la que Tigrinho ha actuado como catalizador, empieza a dar rienda suelta a sus deseos escondidos y se acuesta con Vera… este giro psicológico, esta bajada de defensas, es algo que entiendo pero que no termino de “sentir” en la película…

S: Bueno, Vera es la única forma en que poder reparar el pasado, su única vía de escapar de entre los muertos, su Judy Barton-Madelaine personal…

Á: Sí, pero eso lo ves, apenas lo sientes… aunque están las escenas de la enorme pantalla ampliada a través de la que Robert se extasia con Vera. El creador "recreándose" en su obra con la pulsión de muerte con la que el traumado "recrea" sus traumas...

S: Y entonces empiezan de nuevo los flashbacks

Á: Sí, pero el tempo ha vuelto a romperse. Almodóvar está obsesionado por encajar las piezas del puzle que él mismo ha descompuesto y a veces lo hace a puñetazos limpios.

S: Y puede que sea esa ansiedad narrativa que desprende el propio director la que te impida disfrutar de lecturas más profundas y psíquicas en un primer visionado…

Á: Pero eso es un fallo. Una película debe dejarnos poso. Si vamos a chocar, choquemos; no nos quedemos sólo con el susto. La película carece de atmósfera. Parece de plástico…

S: Un plástico nunca visto, como la piel de Vera. Te ocurre a menudo con cada nueva película de Pedro... el extrañamiento propio de lo que nos es muy familiar pero no lo reconocemos a la primera. Como esos utensilios que sabemos para lo que sirven pero que tardamos un tiempo en saber utilizar: un sacacorchos, por ejemplo. Por cierto, me acabo de acordar de la frase que le dice el Dr. Legard a Vera tras operarle (¿por segunda vez?) los pechos: "Ahora no parecen neumáticos sino como dos gotas de lluvia resbalando por el cristal".

Á: Una frase bellísima y absolutamente fuera del eje. Aunque eso me gusta. Es casi como una autorreflexión, un pensamiento en voz alta sobre la imperfección del cuerpo y de la obra de arte. Somos modernos, viene a decir. Ya no habitamos en la Arcadia (ni tampoco en el Hollywood clásico).

S: Pero la película es tremendamente ingenua en muchas ocasiones. Esos títulos tan burdos que nos remiten al lugar, y al pasado, o de vuelta al presente. O el hecho de hacer que la dependienta de la que está enamorado Vicente sea lesbiana, como previendo el "terrible" devenir de este personaje… qué obsesión de "perfección", de querer encajarlo todo… de alguna forma es una actitud premoderna. Haneke o Godard nunca lo harían…

Á: Sí, pero en eso radica parte de la fascinación y el encanto del cine de Almodóvar. En esa reverencia al pasado, que acaba por dislocarse hasta resultar ridícula. El camp es una extraña forma de melancolía…

S: En la película, la profesora de yoga que aparece en televisión, hace una reflexión interesante a propósito de las posturas de esta disciplina…

Á: Algo sobre que no es lo mismo la perfección de las posturas que la profundidad espiritual que puedan albergar… aunque no lo recuerdo con exactitud. Lo dejaremos para un segundo visionado…

S: Y luego está ese final tan comentado: "Soy Vicente".

Á: En general, me gustan mucho los epílogos de Almodóvar. Esa forma de diluir el final con algo imprevisto, o tonto, o cotidiano… es algo moderno, una forma de inacabar el relato, de suspenderlo… sin embargo, aquí roza la estupidez… ahora que lo pienso es como lo contrario de "anoche soñé con Manderlay" La antimateria del poder de evocación y la promesa narrativa que tiene esta frase de Rebeca…

S: La cita viene a cuento, porque ¿qué queda de Manderlay/El Cigarral, ese castillo del horror, fantasmagórico e irreal, cuando acaba la película?

Á: Nada. Es como si la película que hemos visto, su "horror" y su absoluta demencia, se diluyese en ese "Soy Vicente", presente radicalmente afirmativo del ser...

S: Hubiese bastado con que fuese la madre la que, entre interrogantes, pronunciase el nombre del hijo pródigo: "Vicente?" Una película, por muy moderna que sea, debe acabar con músculo… hablando de músculo, ¿no crees que a veces todo esté demasiado subrayado? La banda sonora, por ejemplo…

Á: Bueno, es sin duda el mejor trabajo de Alberto Iglesias para Pedro. Como objeto independiente. Pero es cierto que contribuye en exceso a esa saturación descompensada que padece la película… a veces se escuchan dos temas distintos en secuencias que están pegadas… es el caso de Between the bars (que se escucha en la escena que transcurre en la tienda de ropa vintage antes de que Vicente desaparezca) y el tema electrónico que se escucha durante la persecución de la furgoneta a la moto… o el exceso de canciones de Buika… volvemos a la cuestión del tempo.

S: Yo creo que no es ni tan fría ni tan diferente en su trayectoria.

Á: Yo tampoco lo creo. El problema es el tono. A veces da la impresión de que es un primer o un segundo ensayo… y no lo digo por los actores, que en general están bien…

S: Antonio sigue teniendo gestos de Átame o de La ley del deseo.

Á: Sigue haciendo de enajenado, en eso nada ha cambiado.

S: El trasfondo psicosexual es muy reaccionario, eso sí…

Á: Un absoluto despropósito. Aun aceptando que Pedro no haya querido hacer una película de tesis y revertir lo convencional, optando por estancar a su personaje en el Imperio del género y la sexualidad, tampoco insiste mucho en lo psicológico. La venganza es un sentimiento que requiere acción, narrativa, y en eso es escasamente complejo. La cita a Bourgeois, en este aspecto, es absolutamente frívola… en Bourgeois hay otra forma de procesar la venganza, otra forma de ajustar cuentas con el pasado…

S: Habría que revisar Doble cuerpo, de De Palma.

Á: Sin duda. De todas formas, la película no es descaradamente cinéfila. En eso sí que ha habido mucha contención… ni siquiera Los ojos sin rostro es una presencia abrumadora. Salvo el autohomenaje no por azar a Kika, su película más kamikaze, el resto es velado, comedido.

S: ¿Te ha gustado entonces?

Á: Como decía Lord Henry Wotton en El retrato de Dorian Gray, refiriéndose al À rebours de Huysmann (sin hacer mención a su título), “me ha fascinado, que no es lo mismo que gustar”. Supongo que, a diferencia de otras como Los abrazos rotos o gran parte de Volver y de La mala educación, acabará gustándome.

S: ¿Se nos olvida algo?

Á: Las reproducciones de La Venus de Urbino y de La Música de Tiziano…

S: Siempre nos quedará Hable con ella, de su última etapa.

Á: Yo creo que ni él mismo era consciente de la maravilla que estaba creando. Es una película milagro, como la propia historia que cuenta. En esa línea está también La flor de mi secreto, la que quizás sea su obra más "transgénero" y más "autobiográfica"…

S: ¿Qué tal llevas tu novela, por cierto?

Á: Me hace gracia que tú me lo preguntes…

S: Bueno, deduzco que mal, porque hacía tiempo que no nos "veíamos"…

Á: Sí, y mucho me temo que no volveremos a vernos, al menos por un tiempo. Esa historia tan pegada a la realidad de hace unos años no quiero contarla ahora. O no me sale contarla. O la tengo superada… Ahora me ronda una historia sobre el mal en sus versiones más cotidianas y estúpidas, la gran ciudad, la mezquindad de la vida contemporánea, los trabajos y los días, la precariedad, la inmadurez, la fascinación fetichista por las mercancías… el reto estará en cómo dar profundidad poética a semejante entramado de horror y vulgaridad. En fin, igual me estoy adelantando…

S: Vaya, un otoño de novela…

Á: Estoy cansado de mí mismo, pero soy lo único que tengo…

S: ¡Uy, qué frase tan "almodovariana"!

Á: Si quieres te doy un beso, como Vera hace con la foto de Vicente…

S: Esa cursilada podríamos ahorrárnosla... Suerte en tus nuevos propósitos.

Á: Gracias querido.

viernes, agosto 26, 2011

Un pequeño retorno

Maravillosa sensación al abrir la pequeña hoja de la ventana del baño mientras estás sentado sobre la taza del WC. Del lado del hemisferio izquierdo, la casa, en esa apacible hora de mitad de la tarde. En la radio, los compases de La Valse de Ravel. Del lado del hemisferio derecho, el viento caudaloso que entra por la ventana, tan "frufruoso", cargado de un algo invisible pero enorme, oceánico. A un lado el tiempo domesticado, el tiempo de la música; al otro, el tiempo de la naturaleza. Una franja de luz recorre la repisa del baño, poniendo de relieve el color de los frascos de perfume, de las toallas, de las muestras de geles, de los obsequios recogidos en hoteles, revelando el polvo que se ciñe sobre los tapones, sobre los listones de madera. Es una luz blanca y limpia, impropia de esta hora de la tarde en que todo se torna anaranjado o amarillo. Te sobreviene la impresión de estar en un hotel... hay algo en el ambiente, en la luz, que te recuerda a mañanas o tardes distraídas en alguna habitación de préstamo, las sábanas lisas y frescas, el mármol del baño rutilante, la televisión sin apenas voz, el desahogo propio de los intermedios. Siempre te han gustado los hoteles, con esa mezcla de familiaridad y foraneidad, de semejanzas y diferencias, el espacio ideal para hacer que la vida resulte menos aburrida, una escenografía perfecta para los inicios, para los finales, para el surgimiento de una idea, para un propósito de enmienda. Y vuelves a notar el viento, tan inasible como el tiempo, que está pero no está, que te golpea con suavidad el pelo de la nuca y de la frente, y el alma: siempre convocando un piccolo ritornare.

domingo, agosto 21, 2011

Pues no tenemos en la tierra hogar permanente (Hebreos, 11-12)

Una racha de aire fresco penetró en la habitación por el balcón abierto. Miró desde la cama el cielo cubierto de golpe, apuntando tormenta. Se dió la vuelta hacia la pared pero un algo incómodo se había instalado a su lado. Aunque trataba de cerrar los ojos para recuperar el abandono propio del sueño, no podía: el verano había tocado a su fin y ahora tenía que incorporarse. Había que moverse de nuevo, abandonar aquella ciudad e intentar imaginar un futuro en algún otro sitio, más grande, con mayores oportunidades. Oportunidades laborales, oportunidades sentimentales. Había tomado la decisión de volver a casa de sus padres por unos meses, unos meses de "sacrificio" en los que ahorrar algo de dinero para iniciar tal aventura. Pero, ¿era una aventura o más bien una maldición? Hacía años que no paraba de moverse: cuando parecía encontrarse bien en un lugar, una racha de aire fresco, un repeluco, le movía a marcharse en busca de abrigo a otro lugar. El último de los cambios no se debió a un caprichoso golpe de fresco: esta vez la tormenta le pilló en plena intemperie; llegó a casa empapado, con el corazón encogido, tirando a duras penas de las maletas, rodeado de pasado. Uno se imponía unos objetivos, se figuraba un futuro continuo, pero al final, las malas hierbas lo invadían todo: una variedad perfectamente reconocible, tan nuestra como el sudor, como el olor de una cama en la que hemos pasado una semana con fiebre. A veces, cuando uno se aburre de sí mismo, sólo le queda tratar de divertir a los demás. Toda colilla moribunda encierra la posibilidad de encender nuevos cigarrillos...
Como quien pasa el dedo por un piano desafinado, en escala descendente, recorrió con la mirada los lomos de los libros que había sobre la estantería: estaba a punto de pensar en algo complejo, algo que le costaría un esfuerzo casi muscular, como limpiar un gran jardín abandonado lleno de hojarasca huérfana. Sonó el teléfono y no lo cogió. Una sed que parecía no tener fin lo condujo lentamente, a tientas, hasta la cocina. La casa se había anegado de sombras.

lunes, agosto 01, 2011

Fata Morgana

La tarde se deshace en mi terraza. En la línea del horizonte, tras los edificios de la ciudad, tras las chimeneas de la fábrica de botellas, inmediatamente después del frontón bajo el que se esconde la caja escénica del teatro, una cordillera de nubes densas. Se apoyan sobre un zócalo gris, semejante a un incendio pintado, pero se van volviendo de un blanco purísimo al elevar la vista, como cumbres eternamente nevadas. Corre una brisa fresca, melancólica, alpina...

jueves, julio 28, 2011

Detalle

Observo algunas manos de santos en éxtasis.
Pertenecen a esculturas, a pinturas antiguas.
Sus manos abriéndose como capullos en plena floración.

lunes, julio 11, 2011

Malas hierbas II (El origen de las especies)

Esta es la verdadera historia de las malas hierbas: el origen de las especies
Una historia del cultivo, de la explotación, de la civilización
Florecen en terreno baldío, inadvertidas, extraoficiales, accidentales
Se hizo un esqueje pero las malas hierbas no prosperan en condiciones de invernadero y se marchitan cuando compiten con variedades más exóticas
Una ingenuidad encantadora, una época de floración muy corta;
Apenas sale la primera flor se declara su descomposición
Traiga su cámara, haga una foto de la vida en los márgenes
Ofrezca dinero a cambio de sexo y luego coja un taxi para volver a casa
La historia siempre ha sido la misma
Fuente de asombro por su capacidad para crecer en tierras de poca calidad pobres en nutrientes
Tomando "nutribén"
Las malas hierbas deben mantenerse bajo un estricto control o todo lo destruirán a su paso
Crecen silvestres, se recogen en flor para luego repartirse en cenas
¿Le apetece un poco de mala hierba?
Tan natural, tan salvaje, en absoluto refinada... un día de estos, alguien hará fortuna
Bastará con comercializarlas correctamente
Vamos: eche su baile
Vamos, su bailecito gracioso
Germinación, plantación, explotación, civilización
Un zumbido sensacional: zzzzzz
Rotación de cultivos, modificación genética, creación de expectativas, frustración definitiva
Esta es la historia de las malas hierbas: el origen de las especies

Traducción de "Weeds II (Origin of Species)"; Pulp, We love life
© 2011 Álvaro Llamas

jueves, junio 23, 2011

París

Hoy he soñado con una ciudad llamada París que sólo a ratos se correspondía con la real. Esto lo sé ahora; en mi sueño, estaba convencido de estar en la de verdad. Si algo caracterizaba a la ciudad de mi sueño es que estaba rodeada de montañas. De alguna forma se hacía costoso respirar: parecía estar a muchísimos metros de altitud, como el poblado peruano de La Rinconada. Tenía dos puertas de entrada, que yo visitaba, y que se situaban en mitad de las cumbres y no sé si ambas, pero al menos una de ellas, daba a una especie de monasterio incrustado en las rocas, a la manera de Petra. Me acuerdo que en el sueño yo hacía un gran esfuerzo por recordar estos límites físicos de la ciudad, como si luego se me fuesen a olvidar o se me hubiesen ya olvidado de visitas anteriores.
A pesar del calor de esta pasada noche, calor que unido a que estoy dejando de fumar, ha hecho que me levantase hasta en dos ocasiones de la cama, en mi sueño reinaba el invierno y yo, en un determinado momento, buscaba refugio en en un gran café. Todo en él eran murmullos. Sólo se oía nítidamente a una mujer que, apostada en la barra, hablaba en español al impasible auditorio, como si se tratase de una actriz que ensayase un monólogo en un teatro vacío. Escuchar aquella voz en mi lengua me producía un sentimiento de familiaridad, y me llevaba a meditar sobre la rica tradición de la cultura española en aquel lugar. Entonces buscaba una mesa en el meollo de la sala, allí donde el efluvio humano parecía estar más altamente concentrado y, adormecido por el tintinar de las cucharas en constante tropiezo con las tazas y por el lejano ruido de un vaporizador para espumar la leche, entraba en un estado semiinscosciente de satisfacción del cuerpo con su entorno parecido al que sentimos al reposar en nuestra cama tras un largo día de trabajo y fatiga.

Campo Santo

Estos son algunos de los pasajes - desgarradoramente bellos - del segundo capítulo del libro de Sebald que leo en estos momentos, y que da título a todo el volumen. Una edición post-mortem. Una publicación póstuma sobre los muertos que confirma a Sebald como uno de mis escritores favoritos. Me duele que Sebald esté muerto. Me duele que su obra esté cerrada para siempre.

"Mi primer paseo el día después de llegar a Piana me llevó fuera del pueblo por la carretera que, con curvas, vueltas y serpentinas aterradoras, desciende de pronto abruptamente, por precipicios casi verticales, densamente poblados de matorrales verdes, y baja hasta el fondo de una garganta que se abre, a varios centenares de metros de profundidad, a la bahía de Ficajola".

"...y aquella tarde, para mí llena de un sentimiento de liberación y que me parecía extenderse sin límites en todas direcciones, nadé una sola vez, internándome en el mar, con enorme ligereza, muy lejos, tan lejos que pensé que podría simplemente dejarme llevar, hacia el atardecer y la noche. Sin embargo, en cuanto, obedeciendo a ese extraño instinto que nos une a la vida, di la vuelva y volví a dirigirme hacia la tierra que, en la distancia, me parecía un continente extraño, nadar me costó más esfuerzo a cada brazada, y no como si luchara contra la corriente que hasta entonces me había llevado, no, creí que se trataba más bien, si es que puede decirse eso de una superficie de agua, de que nadaba sin cesar cuesta arriba. La vista que tenía ante los ojos parecía haberse volcado desde su marco, e inclinaba hacia mí unos grados su borde superior, parpadeando y temblando, y su borde inferior se alejaba en igual medida. Y a veces me parecía como si aquello que se alzaba tan amenazadoramente ante mí no fuera un fragmento de mundo real, sino la reproducción, vuelva hacia fuera e inyectada de trazos negros y azules, de alguna debilidad interior mía que se había vuelto insuperable".

"Me llevó una buena hora y media llegar otra vez arriba, a la altura de Piana y, como alguien que domina el arte de la levitación, pude, por decirlo así, de forma ingrávida avanzar entre las casas y jardines más exteriores y a lo largo del muro tras el que está la parcela donde los habitantes del lugar entierran a sus muertos. Era, como pude ver cuando franqueé la puerta de hierro que chirriaba en sus bisagras, un lugar bastante abandonado, del tipo no raro en Francia en que se tiene la impresión de que no se trata de una antesala de la vida eterna sino de una zona administrada por el municipio, destinada a los desechos seglares de la sociedad humana".

"Inseguro y con esa timidez que incluso hoy se siente al acercarse demasiado a los muertos, me encaramé a zócalos y bordes reventados, lápidas desplazadas, mampostería derruida, un crucifijo caído de su base, una urna de plomo, una mano de ángel..., fragmentos mudos de una ciudad abandonada hacía años, sin un arbusto o árbol que arrojara sombra en ninguna parte, y sin tuyas ni cipreses como los que se plantan con frecuencia en los cementerios meridionales, sea como consuelo, sea como luto. A primera vista creí realmente que no había en el cementerio de Piana, como recuerdo de la naturaleza que, como siempre hemos esperado, se prolongará mucho más allá de nuestro propio fin, nada más que flores violetas, malvas y rosas, evidentemente ofrecidas sobre todo por las empresas de pompas fúnebres francesas a sus clientes, de seda o de chifón de nailon, de porcelana esmaltada de colores o de alambre y lata, que parecen menos un signo de afecto duradero que una prueba finalmente reveladora de que, a pesar de todas nuestras afirmaciones en contrario, no ofrecemos a nuestros muertos más que el sustitutivo más barato de la múltiple belleza de la vida".

"Sin embargo, en el camposanto de Piana, entre los delgados tallos de las flores, paja y espigas, aquí o allá, alguno de los queridos difuntos miraba desde uno de aquellos retratos sepias ovales y de delgado marco dorado que solían ponerse en los países románicos hasta los años sesenta: un húsar rubio con guerrera de cuello alto, una muchacha muerta al cumplir los diecinueve años, con el rostro casi borrado por la luz y la lluvia, un hombre de cuello corto con una corbata de grueso nudo, que había sido funcionario colonial en Orán hasta 1958, o un soldadito, con el gorro torcido, que volvió a casa gravemente herido de la inútil defensa de la fortaleza de la jungla de Dien Bien Fu".

"Regrets éternels... como casi todas las fórmulas con las que expresamos nuestra compasión por los fallecidos antes que nosotros, tampoco ésta carece de ambigüedad, porque no sólo se reduce el anunciado desconsuelo eterno de los deudos a un mínimo absoluto, sino que, si bien se piensa, suena casi como una confesión de culpabilidad hecha al difunto, como un ruego desganado de indulgencia hecho a aquellos a los que se ha enterrado antes de tiempo. Sólo me parecieron libres de toda ambigüedad y claros los nombres de los difuntos mismos, de los que algunos eran tan perfectos, tanto de significado como de sonido, como si los que los llevaron hubieran sido santos durante toda su vida, o hubieran sido enviados sólo a una breve visita desde un mundo lejano, imaginado por nuestra más grande nostalgia".

"Y desde hace algún tiempo sé también que cuanto más tiene uno que soportar, por la razón que sea, de la carga de sufrimiento que seguramente no sin razón se impone a la especie humana, con tanta mayor frecuencia se le aparecen espectros. En el Graben de Viena, en el metro de Londres, en una recepción dada por el embajador de México, en una cabaña de un guardián de esclusas del canal Ludwig en Bamberg, unas veces aquí y otras allá, se encuentra, sin que uno lo espere, a alguno de esos seres tan borrosos como desplazados, en los que siempre me llama la atención que son un poco demasiado pequeños y cortos de vista, tienen algo especialmente expectante y acechante, y en el rostro la expresión de una raza que nos guarda rencor".

"Durante algún tiempo existirá el sitio recientemente introducido en Internet "Momorial Grove", en el que se puede inhumar y visitar electrónicamente a los que nos son especialmente próximos. Sin embargo, luego también ese virtual cimetery se disolverá en el éter, y el pasado entero se disipará en una masa informe, indistinta y muda. Y al dejar un presente sin memoria y ante un futuro que no podrá concebir ya la razón de nadie, abandonaremos la vida por fin sin sentir la necesidad de permanecer al menos algún tiempo o de poder volver de visita ocasionalmente".

jueves, junio 16, 2011

Doppelgänger

De vuelta tras días de una extraña laxitud. Días de trabajo intermitente, de visitas y visitaciones, de lecturas desordenadas, de adioses a la primavera, de acatamiento y paciencia ante la inminencia del verano. Sensación de que pasan las horas, pero de que mañana volverán a pasar, en un bucle de perfecta reiteración. Durante estos primeros días de calor se me irrita la piel, la cara se me abotarga y todo ello me produce el efecto de los síntomas inaugurales de la embriaguez: una embriaguez que me empuja a la demora, a rezagar las actividades y su propia elucubración; desaparición temporal de la ansiedad. En el gimnasio, sobre la monotonía de la cinta, no paro de secarme el sudor de la frente, verónica yo mismo de mi particular via crucis, y entonces pienso en ese océano de calor e indolencia que se adivina será el verano, un verano a escasos kilómetros de la playa: todo en mi vida parece destinado a la escasez, al roce, al "cuasi", al "apenas".

A ratos leo la Vida de Benvenuto Cellini, que parece apócrifa; a ratos, a un palmo de su comprensión y disfrute totales, In Patagonia, de Chatwin, en inglés. De nuevo el "cuasi"... También leo a Sebald y sus frases impecables: "era fácil imaginarla en un escenario de ópera mientras, agotada por el drama de su vida, cantaba lasciatemi morir o alguna de esas arias finales". Pero la obra de Sebald es finita y por tanto mi felicidad también lo es. Entonces vuelvo a la cinta, y observo cómo se estampan sobre ellas las gotas de mi sudor, que caen como cae la lluvia sobre el mundo, y veo cómo desaparecen milagrosamente cuando vuelve a surgir el mismo tramo de la cinta, y pienso en los enamoramientos... qué mejor forma que esa de guerrear contra el insondable aburrimiento de la vida. El resto es la revolución, la revolución permanente. También creo que pasó de largo, el quince del pasado mayo por última vez. Me fijo en el hermoso rostro de César, uno de los encargados de mi gimnasio, tan despistado, tan michelangelesco, y me parece mentira que alguien tan guapo lo sea de manera tan accidental, o mejor dicho, que no haya hecho de su accidente su virtud. Entonces me acuerdo de algo que leí hace poco en un blog sobre Paul Bowles y me pongo pesimista, porque es posible que ya no queden hombres como él, hombres que saben perfectamente lo que les sienta bien sin necesidad de estar al tanto de las tendencias o de la moda. Y sí, claro que coqueteo con la idea de que S. entretenga mi verano, pero con S. no se puede contar, porque los fantasmas aparecen y desaparecen, es inútil invocarlos. No, yo no soy la Sra. Muir. En general, no conviene fantasear con el más allá. Mejor quedarse por acá.

Pero no por aquí. El otro día me decía un amigo que qué será de mí si al tiempo de estar en París me canso. Me quedará el nuevo mundo, le dije. ¿Cómo hubiese sido la vida de Lorca o de Machado si se hubiesen embarcado hacia el nuevo mundo en lugar de quedarse por aquí? Mejor, sin duda. Soy de una tierra que siempre miró con esperanza allende el Atlántico. ¿Cuántos de por aquí zarparon hacia la gran aventura de las Indias Occidentales durante la era de los descubrimientos?

La licuada textura del horizonte marino en los mediodías de excesivo calor.
El espejismo de una vida mejor.
Las fatamorganas.
Los espectros.
Sus visitas.
La vida como escenario vacío.
¿Dónde fueron a parar los personajes?
Mientras ellos buscan como zombis a un autor, el autor busca como un vampiro nuevos escenarios.
Yo sólo espero no encontrarme con mi doppelgänger.
Y enamorarme, levemente, este verano.

miércoles, mayo 18, 2011

Carta a un músico entre dos siglos

Querido Gustav,

Ante todo, perdóneme por el abuso de confianza. Sé que es usted un hombre de otra época. Sin embargo, he pasado tanto tiempo en compañía de su música (ahora podemos escuchar su música a solas en casa) que no puedo por menos que dirigirme a usted con el exceso propio de la contigüidad. Me he acordado especialmente de usted porque hoy hace justamente 100 años que se lo tragó literalmente la tierra, en su Viena querida, una mañana de primavera. Dicen, algunos de los que acudieron a su multitudinario entierro, quizás fuera Bruno Walter (que tanto dio a conocer su arte al gran público), que durante todo el cortejo fúnebre que lo acompañó hasta el cementerio de Grinzig no paró de llover, y que sólo cuando estaban a punto de sellar su tumba para siempre, un inmenso rayo de sol quiso colarse entre los nubarrones, resbalarse por su lápida, quizás para dejarle un último recuerdo luminoso de este mundo en continua evanescencia...
Hoy he leído que los melancólicos son aquellos que no ven el sentido a los rituales de la vida, que ven el envoltorio pero que debajo no ven sino vacío. Pero su música es todo menos vacío. Y pocos dioses como usted han sabido dar al vacío una solidez tan perdurable.
El siglo que empezaba y que lo vio morir trajo cosas terribles que usted se ahorró ver. Entre otras, que uno de sus discípulos más brillantes, Arnold Shoenberg, muriese en Los Ángeles, esa ciudad desolada de allende el desierto. Quizás le hubiera gustado ver La muerte en Venecia de Visconti, aunque no estoy del todo seguro. El actor protagonista tenía un parecido razonable con usted, aunque el verdadero protagonista era el adagietto de su Quinta, ese íntimo y hermoso juramento de la existencia...
En lo esencial el mundo ha cambiado poco. El paraíso que todos hemos creído percibir algún día acaba siempre por desvanecerse. Sin embargo, a esa hora de la tarde en que el viento agita los árboles y nos anuncia tormenta, una emoción compleja se sigue apoderando de nosotros. Quizás no esté todo perdido...
Gracias de verdad, querido Mahler, por haber hecho de este punto ínfimo del universo un lugar más bello y mejor.

lunes, mayo 16, 2011

Vedrò con mio diletto...

"Poco importa que Gévaudan e Irlanda sean los escenarios donde se representan estos dramas breves. Lo que importa es que con el mundo se hagan países y lenguas; con el caos, sentido; con las praderas, campos de batalla; con nuestros actos, leyendas y esa forma sofisticada de la leyenda que es la historia; con los nombres comunes, nombre propio. Que las cosas del verano, el amor, la fe y el ardor se hielen para terminar en el invierno impecable de los libros. Y que sin embargo en este hielo un poco de vida permanezca congelada, fresca, garante de nuestra existencia y nuestra libertad. Ese poco de verdad mortal que arde en el corazón frío del escrito, la belleza parca del uno y el esplendor impasible del otro, esto es lo que me esforcé por decir aquí".

Pierre Michon, Mitologías de invierno. El emperador de Occidente.

jueves, abril 28, 2011

Corydon

Leyendo el Corydon de André Gide estos días, obra capital sobre la homosexualidad, posiblemente la primera en que se "piensa" la homosexualidad fuera del ámbito clínico (conviene recordar que se empezó a escribir en la década de los diez del siglo pasado), alegato en defensa de su "naturalización" y compendio de toda la literatura relacionada con el tema hasta la fecha, concebido en forma de diálogo en que la parte reacia acaba convencida, me pregunto: ¿quién lo lee ahora, aparte de unos cuantos académicos? Corydon debería formar parte de ese índice de libros (entre los cuales El contrato social, El capital o Cándido) que han hecho evolucionar las libertades del ser humano y desembocado en conquistas sociales.

martes, abril 12, 2011

La venganza de los bárbaros

La venganza de los bárbaros I
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La misma visión recurrente: la sexualidad humana como narrativa; fantasmática, codificada, perversa (en el sentido que le da el psicoanálisis).
Incluso aquellos que la creen natural, la viven mediatizados por el propio concepto, altamente elaborado, de "natural". Al otro lado, el existir mudo e inmediato de los animales...

La venganza de los bárbaros II
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Tres horas de travesía por Wikipedia dan para mucho:

Niño Jesús de Praga, Ducado de Nájera, Antonio Ponce de León, Ducado de Arcos, Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Beaufort Spontin, Ducado de Osuna, Osuna, Universidad de Osuna, Casa de Medina-Sidonia, Ciudad-convento de Sanlúcar de Barrameda, Iglesia de Nuestra Señora de la Merced, Cartuja de Santa María de la Defensión, Zurbarán, Títulos nobiliarios de España, Títulos nobiliarios de Francia, Principado de Lamballe, Principado de Orange, Casa de Orange-Nassau, Luis Bonaparte, Napoleón Bonaparte, Josefina de Beauharnais, Palacio de las Tullerías, Square Georges-Cain, 4rue du Faubourg-Montmartre, Palacio de Charlottenburg, Catalina de Medicis, Hôtel de Soissons, Jean Bullant, Hôtel de Soissons, Colonne Médicis, Napoleón III, Eugenia de Montijo, Napoleón II, María Luisa de Habsburgo-Lorena, Maximiliano I de México, Augustinerkirche, Viena, Antonio Canova, Paulina Borghese, Saint-Denis, Los Inválidos, Étienne-Louis Boullée, Cenotafio para Isaac Newton, Hôtel Alexandre, 16 rue Ville l'Évêque, Inmaculada de Soult, mariscal de Soult, Murillo, El nacimiento de la Virgen, Alcázar de Sevilla, Puerta de Marchena, Niños comiendo melón y uvas, Alte Pinakothek, Munich, Velázquez, La Tela Real, Sommerset House, Royal Academy of Arts, Burlington House, palladianismo, Palladio, Vicenza, piano nobile, Kedleston Hall, Carlos de Beistegui, palazzo Labia, Château de Groussay, Emilio Terry, Aga Khan III, India, Vieja Goa, San Francisco Xavier, Bombay, Alexis von Rosenberg, Baron de Redé, Hôtel Lambert, Arturo Lopez-Willshaw, Le Corbusier, Marie-Hélène de Rothschild, Elsa Maxwell, Musée du Louvre, Franz Xaver Messerschmidt, bustos de carácter, Cripta de los Reyes, San Lorenzo de El Escorial, La Granjilla de La Fresneda, La túnica de José.

martes, abril 05, 2011

In grateful memory of Benjamin Britten

Y no sabía yo que al final del segundo CD, ocupando las pistas que van de la 12 a la 26, estaba The Young Person's Guide to the Orchestra, justo después de los cuatro interludios marinos, de atmósfera tan parecida a Peter Grimes, con esa luz dominicalmente resbaladiza, sobre todo en las estaciones intermedias, de los pueblos costeros del sur de Inglaterra, y entonces ha llegado el final, la fuga en la que se retoma el tema de Purcell que ha servido de motivo a la serie de variaciones, y ha sido como si se abriese el cielo, hoy encapotado y gris, de un gris supurante y enfermo, marciano porque es martes, y he vuelto a recordar cuando nos pusieron esta pieza en la clase de música del instituto y la emoción que yo sentí entonces, y ahora pienso que es posible que todos estemos continuamente tratando de reinventarnos, siempre de forma peor, después de esa primera invención luminosa de no se sabe cuándo, porque los días son más cortos y las nubes han cobrado el color de los algodones mojados en manzanilla con que se curan los orzuelos, un poco sucias, como habitaciones de estancias arrasadas por la tierra que ha ido levantando el viento, y todo sigue siendo tan inútil... pero ahí está el arte de la fuga, la emoción que deja en nosotros la coda final, el tema resucitado de Purcell, y miras al horizonte y todo es de un gris amarillento, como si nos hubiesen dado el alta y nos topásemos de nuevo con el mundo a la salida del hospital, recordando, doblados por el viento, protegiéndonos los ojos de la tierra, que la guerra, esta guerra, se perderá algún día, aunque quizás no todavía.

sábado, marzo 12, 2011

En la BnF, sede Mitterrand

"Muchas veces ha ocurrido también, dijo Austerlitz, que los pájaros se extravíen en el bosque de la biblioteca, vuelen hacia los árboles reflejados en los cristales de la sala de lectura y, tras un golpe sordo, caigan sin vida al suelo. Desde mi lugar en la sala de lectura he pensado mucho en la relación que tienen esos accidentes, no previstos por nadie, es decir, la muerte súbita de un ser desviado de su rumbo natural, lo mismo que los fenómenos de paralización del sistema electrónico de datos, que se producen una y otra vez, con el cartesiano plan general de la Biblioteca Nacional, y he llegado a la conclusión de que, en todo proyecto diseñado y desarrollado por nosotros, el dimensionamiento de las magnitudes y el grado de complejidad del sistema de información y dirección son los factores decisivos y, en consecuencia, la perfección omnicomprensiva y absoluta del concepto puede coincidir muy bien en la práctica, incluso, en fin de cuentas, tiene que coincidir con una disfunción crónica y una inestabilidad constitucional".

W.G. Sebald, Austerlitz

miércoles, marzo 09, 2011

Fuentes

Ayer era la fuente en mitad del inadvertido patio, verde veronés invitando al reposo.

Hoy era la campana herrumbrosa de la linterna del ayuntamiento, verde cadmio abdicando bajo la lluvia.

(Esta tarde, al buscar un hueco donde apuntar algo en un viejo cuaderno, tu caligrafía me ha estremecido como una aparición).

Los graffiti que dejó la soldadesca del emperador en las paredes de Villa Farnesina durante el saqueo de Roma.

jueves, febrero 24, 2011

Ida y vuelta

Así que allí estaba yo, bajo el refugio de los andenes de la estación, un destacable ejemplo de la arquitectura regionalista de principios del siglo pasado, la luz de este radiante día de sol colándose a borbotones por la hendidura central de la estructura metálica, observando a un chico que llevaba bajo el brazo el último número de la edición americana del Vogue, conjeturando a qué profesión se dedicaría; un personaje curioso en mitad de todo aquel desorden de estudiantes, con la chaqueta primorosamente sujeta junto a la revista y el pelo con la largura perfecta para manoseárselo con desenfado mientras hablaba por el móvil - la revista y la chaqueta ahora sujetas bajo la entrepierna a fuerza de apretar los muslos - un gesto, el de tocarse el flequillo, inconsciente y a la vez elegante, con apariencia de muy estudiado, por eso de que se lo hemos visto hacer a una decena o más de actores, de ahora y de siempre. Entonces llegó el tren y me dirigí al último de sus vagones, porque era allí donde tenía asignado mi asiento, junto al pasillo, un espacio relativamente exiguo, o al menos así lo veo yo ahora, que apenas me separaba de dos veinteañeros, vestidos con sendas camisetas blancas de manga corta, que hablaban entre ellos sin apartar la vista de sus respectivos gadgets. Yo iba con mi libro de Sebald, Austerlitz, ligeramente abultado por el lápiz que, junto con una postal de una exposición sobre laberintos que había visto meses atrás en Barcelona, postal que representaba un dibujo antiguo parecido sin embargo a un ornamento chino y cuya leyenda rezaba "Lelio Pittoni, Gli artificiosi, varii et intricati quatro libri di laberinti, Mantua 1611", hacía las veces de separador. El chico que estaba en la otra orilla del pasillo desprendía un delicioso olor a suavizante, elección indudablemente de su madre, y quizás embriagado por esa ternura, quizás sencillamente distraído por su belleza, comencé a apartar los ojos del libro, resguardado tras las lentes parduscas de mis gafas de sol, y a fijarme en cómo el vello le nacía (o le moría, según se mire; lo cierto es que ahí se acortaba respecto al resto del antebrazo) a la altura de la muñeca, que, por simpatía con la mano y su dedo gordo - elemento éste que, al modo de las alas de los insectos, parecía cercano y lejano, ajeno y propio - no paraba de moverse con excitación. Mientras, pensaba cómo era posible que una generación con tantas ocupaciones sedentarias como la de aquel chico, hubiese desarrollado, en un porcentaje tan elevado, esos cuerpos espigados, de músculos alargados y fuertes... y a mi mente acudían las partes "gen", "genet", "net", ya de por sí nombres independientes, en lenguas diferentes, como puedo apreciar ahora que las escribo, sin atreverme a configurar con su totalidad la palabra "genética". Entonces, a modo de disciplina para no abandonar la lectura con tales pensamientos infructuosos, eché mano del lápiz, un prisma hexagonal fácilmente semejable a otros artefactos que sirven para dar la pauta, caso de la batuta o el látigo, y empecé a colocarlo debajo de cada línea que debía leer, sin necesidad de levantarlo de la página a medida que terminaba la línea, puesto que podía arrastrarlo cómodamente, sin pasarme lo más mínimo, gracias a sus seis lados y a la estabilidad que encontraban estos con el plano de la página. Sin embargo, a pesar de tropezar con magníficos fragmentos del tipo "al extinguirse cada vida, cómo el mundo, por decirlo así, se (salto de línea) vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innmumera (guión; salto de línea) bles lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, (etc.)", mis pensamientos, animados quizás por el traqueteo del tren, viajaban de un lugar a otro, y lo mismo la inscripción grabada sobre el lápiz, Institut d'Estudis Nord-americans, me llevaba al delicioso croissant que desayuné en una pastelería cercana a la plaça Molina de Barcelona, uno de los mejores que he probado en mi vida, momentos antes de hacer el TOEFL, que lo mismo otra mirada furtiva a la barba escasa y rala de mi compañero de vagón, con su boca pequeña y fresca y sus pestañas como de camello, me hacía detenerme (veloz, como cuando nos cierran un museo y queremos ver aún un par de salas) en la época de S., mi primer amor, cuyo perfil y suavizante, ahora lo descubría, estaban tan emparentados con los que tenía delante, casi veinte años más tarde. Antes de apearme en la estación de San Bernardo, en parte excitado, en parte aturdido, mientras hacía la cola que se había formado ante una de las puertas de salida y miraba a mi alrededor, pensé en esa película, de título perfectamente gerundio y que aún no he visto: Juventud en marcha, de Pedro Costa; ya en la calle, hacía un tiempo espléndido y las nubes estaban altas, blancas como picos nevados, y acaso llevado por ese movimiento de la mirada, el movimiento que uno tiende a ejecutar cuando está "au beau milieu" de un valle rodeado de montañas, recordé un día de invierno, inmediatamente anterior o posterior al día de navidad, en que paseé con F., su hermana y su sobrino por Zurich, una ciudad que en aquel día gélido pero resplandeciente parecía estar emplazada en mitad de una mesa de gala, con su cubertería y su vajilla y su cristalería, tocadas por el centelleante haz de reflejos de una gigantesca lámpara de araña, todo en orden pero vulnerable como un serpentín de piezas de dominó. Y luego, cuando me encontré con C., mi director de tesina, para almorzar, estuvimos hablando de Ginebra, porque él se desplaza ahora allí una vez por quincena para dar unos cursos en su universidad; una ciudad de la que sólo recuerdo la recepción del hotel en que pernoctamos F. y yo, también la disposición de la habitación, y me viene el fuerte olor a amoníaco del producto con que limpiaban la moqueta, y veo las hojas lanceoladas de los árboles perennes que ligeramente vibran al otro lado de las ventanas, cerradas a cal y canto para que no se escape el aire acondicionado, porque esta vez en Suiza hace calor. También recuerdo el largo paseo, melancólico, tan propio de los finales de verano (y ahora me viene tontamente a la mente Borges) que, ya por la tarde, hicimos hasta llegar a un restaurante carísimo y, desde el punto de vista gastronómico, olvidable, regentado por una reinona, en una edad más que madura, que parecía haberse quedado atrapado en algún año de los que van de 1975 a 1980, la ropa muy pegada al cuerpo, que estableció con nosotros una complicidad exacerbada, como si hubiésemos elegido su local para pedirnos matrimonio o para celebrar algún acontecimiento importante. Y vuelvo al almuerzo de hoy, que me ha llenado de esperanza, porque me encantan las buenas conversaciones, la comida rica, los sitios desenfadados, la gente guapa y pensar que ayer era como hoy y hoy será como mañana: en definitiva, el trasiego de un jueves luminoso, la cara caldeada por el vino, en un restaurante situado en una calle apartada de una ciudad verdadera, con su acontecer, el de la ciudad, digo, formado a partes iguales de designios y de azares, como la compra que he hecho momentos antes en la FNAC, Visions de l'amen, de Olivier Messiaen, un disco que en absoluto barajaba, pero que me bastó ver, solitario, con su portada naranja, el título discretamente colocado en la esquina superior izquierda, para saber que quería llevármelo conmigo a casa. Y mientras estaba en otra casa, la de J., que me ha ofrecido un café, he pensado si alguna vez me sabré desenvolver por la mía con tanta soltura, sin ese nerviosismo controlado que me caracteriza cuando tengo visita, y he decidido, una idea que no llevaré a cabo por el momento, pero impregnada por la determinación de las decisiones, qué duda cabe, que necesito un buen sofá que actúe como verdadero punto de fuga de todas mis ansiedades, porque un sofá es el centro de una casa, la auténtica piedra angular de un hogar confortable. Y luego he hecho algunas compras en El Corte Inglés (tabaco y perfume) y he cogido un taxi y he llegado corriendo, más por dentro que por fuera, a la estación de Santa Justa y he confirmado de nuevo lo triste que resulta una estación cuando uno está en proceso de vuelta, que es como una resaca, un mal menor, sí, pero mal al fin y al cabo. Y dentro del tren me he agarrado al libro como a un clavo ardiendo, pero esta vez no era yo el que estaba distraído sino que eran los demás los que me distraían, con sus tonos mayores y sus conversaciones "privadas" radiadas a todo el vagón a través del móvil, y he sentido el arrebato de leer algunas frases de Sebald en voz alta, para que toda esa vulgaridad circundante saltase por los aires, esperando a lo mejor un pasmo entre el gentío como el que causó la contemplación del retrato de Inocencio X al ser mostrado por Velázquez en los aposentos papales, troppo vero, pero al final desistí y me puse a examinar las fotografías del libro y caí en una que hay casi al final, la estación de Austerlitz en París, y ya en Jerez, en el camino de vuelta a casa, recordé que allí, con dieciocho años recién cumplidos, en compañía de un amigo de entonces, ya desaparecido de mi mundo, perdí un tren, una noche espléndida de verano con las terrazas del boulevard Saint Germain en plena efervescencia, y que en el tiempo que transcurrió entre la visión desconsolada de aquella máquina que se alejaba inexorablemente en dirección sur y el gesto dichoso de empuñar el nuevo billete que nos llevaría a España al día siguiente, todavía ahogado por la carrera y confuso porque ahora no sabía decir si la dicha residía, más bien, en ver cómo el tren se separaba de nosotros y el desconsuelo, por el contrario, en el billete recién impreso que sujetaba en la mano, sentí de lleno, aunque sea hoy cuando por fin lo elaboro, el vértigo que discurre parejo a nuestra extraña existencia.

martes, febrero 22, 2011

La hermosa habitación está vacía

"Muchas veces tengo la impresión de que estuviéramos en una habitación con dos puertas opuestas y que cada uno tuviera aferrado el pomo de una de las puertas, y que apenas uno parpadea ya está el otro detrás de su puerta, y ahora basta que el primero diga una sola palabra para que el otro cierre su puerta detrás de sí y desaparezca. Volverá a abrir la puerta, por supuesto, ya que tal vez es una habitación que no puede abandonarse. Si por lo menos el primero no se pareciera tan exactamente al segundo, si se quedara quieto, si por lo menos aparentara no mirar al segundo, si se dedicara a poner lentamente en orden la habitación, como si fuera una habitación como todas las demás; pero en cambio hace exactamente lo mismo que el otro junto a su puerta, a veces incluso los dos están detrás de su respectiva puerta y la hermosa habitación está vacía".

Franz Kafka, en una carta a Milena Jesenská

viernes, febrero 18, 2011

Un panel X del atlas Y

El olor de las lociones de afeitar, caras y baratas.
El caminar con ambas manos metidas en los bolsillos.
Un soplo hacia el flequillo.
Las chanclas, las deportivas, las botas gastadas.
Un cruce de piernas, la chaqueta puesta, el cigarrillo elevado.
El aliento a tabaco mezclado con cerveza.
Vislumbrar a través de la manga corta de una camiseta la sombra vellosa que se esconde bajo la axila.
Los pezones en flor.
La V de los oblicuos del abdomen cortada por un buen vaquero sin cinturón.
Colocar la oreja sobre el pecho izquierdo, oír los latidos del corazón al abrigo del calor corporal y del olor de algún desodorante.
Los ojos caídos, las pestañas largas, la mirada como de "venado cuando les apunta el cuerno".
El oasis de unos labios tiernos encontrados en el electrizante abandono de una barba de dos o tres días.
Los calcetines de hilo con liga, las corbatas, los pañuelos, los gemelos, los sombreros.
Las risas tonantes. El llanto encogido.
Las rodillas hincadas en la arena, los muslos bien dibujados en esta postura.
Un reloj en la muñeca, una única mano al volante.
El nacimiento del vello a escasos milímetros de la nuez.
Los jerseys de pico bajo una nariz enseña.
Las manos que se detienen, que reposan, que entran en un tiempo lento, que reconocen.
Un perfume con cierto toque de pimienta.
El gesto, en verano, de rascarse el omóplato, por lo que tiene de striptease parcial.
Los ojos que miran al cielo, como en los mártires de la escuela española del XVII.
Los rizos de color castaño.
Las uñas bien cuidadas. Las lúnulas visibles.
Los desperezamientos. El crujir de unas manos unidas frontalmente que se estiran.
El vello púbico que corona la goma ancha y blanca de unos slips de algodón en color verde mar o azul celeste.
El riel de pelusa que llega hasta el ombligo.
Los cuerpos tumbados sobre el césped, las cabezas juntas, como marcando las 12 o las 6.
Los galos moribundos. Las curvas praxitelianas. Los espinarios.
Unos dedos gordos de los pies infantiles. Un arco pronunciado.
El acto de calzarse. El acto de descalzarse.
Las cabezas llenas de espuma de champú. Las caras llenas de espuma de afeitar.
Las toallas estrechas anudadas a la altura del inicio de la ingle, el muslo que se sale al caminar.
El acto de abrocharse la bragueta, sin disimulo.
Acomodarse el pantalón tirando de la parte posterior de la cintura.
Un aire despistado.
Unas manos bonitas que sostienen un libro fascinante...

Algunas cosas que me gustan de algunos hombres.

lunes, febrero 14, 2011

Napoleón

Se dice que Napoleón era daltónico...
Y para él...
Tan verde la sangre como la yerba.

miércoles, febrero 02, 2011

Del capítulo 3, Los límites del mundo, de Y yo en la Arcadia, mi novela en progreso

O eso creía yo. Cuando aquella tarde de agosto coloqué mis bultos en el hueco más expedito de la habitación, tuve la impresión de que el espacio que lo circundaba se encogía, como en Alicia. Todo tenía el aspecto desmochado de los sitios de paso: los libros de la estantería, libros desatendidos o menospreciados, se amontonaban sin criterio, como los trastos de una chamarilería; entre trofeos, recuerdos y otras figuritas marcadamente kitsch, se escondía un antiguo tocadiscos inservible; en la parte posterior de la puerta, parte que tendría que ver siempre que me encerrase, había pegatinas de skate a medio arrancar (alguien había tratado de devolver a la madera su aspecto original, inútilmente); faltaba el tirador de uno de los cajones del armario blanco colocado sobre el testero, cuyos paneles desvencijados se abrazaban como borrachos; la correa de la persiana del balcón estaba tan pasada que algún día caería cual guillotina, zambullendo de golpe la habitación en una oscuridad más negra que la muerte.

domingo, enero 09, 2011

Una página arrancada...

Llegué a casa borracho y cansado, con las botas mojadas y el pañuelo del cuello sobre la cabeza. La lluvia golpeaba en las persianas y mi propia soledad resonaba como un piano con el pedal pisado. ¿Sería así por los siglos de los siglos? Entonces me hubiera gustado coger algún libro de la biblioteca, uno de Stendhal o del vizconde de Chateaubriand, de esos en que los protagonistas participan en la guerra como si se tratase de una pieza de teatro, de esos en que se atraviesan los Alpes a caballo o en carroza, de esos en que se espera la aparición de alguien amado delante de un tapiz o con el tacón clavado en la alfombra, durante la sonería de un reloj de tema mitológico, con dos cuerpos desnudos apostados a cada lado de la esfera. Pero estaba cansado y me eché sobre la cama, a oscuras, escuchando la lluvia que afiligranaba el cristal de mi dormitorio, detrás de la gruesa cortina opaca. Yo notaba que mi cuerpo obtenía su merecido, que no era otro que esa horizontalidad siempre tan buscada, el edredón ocultándome como si fuera una segunda piel, una concha con sus fractales naturales, despedida de algún contexto. Estaba cansado pero pensaba en todo ese lastre de la vida pasada y en aquel de la que estaba por venir, aún más pesado, ahí fuera, en esa otra parte que es el mundo, con sus criaturas y sus objetos, todos relacionados por analogía. Y entonces me puse a pensar en la torre Eiffel, en su infinidad de piezas de hierro grisáceo, y en las patas arrugadas y secas de los elefantes, y en la escasa distancia que mediaba entre una y las otras. En el imperativo de mi cansancio, todo podía colocarse en fila india: el perfil boca arriba de Claudio y los dulces ronquidos de S., de una intimidad renovada, como el nacimiento de un río que luego se pierde bajo las rocas. A lo largo de la noche me desperté en varias ocasiones: miraba el reloj y veía algunos mensajes comerciales que llegaban a mi teléfono. Me fijaba en la hora: los intervalos eran perfectos, como la noche y el día de los períodos equinocciales. Trataba de recordar todo lo que me venía a la mente, recreándolo con fruición, doblándolo con esa fuerza al final minúscula que se ejerce sobre los materiales volátiles, como cuando fijamos sin alfileres, sólo con el dedo índice y el pulgar bien apretados, la marca de un dobladillo. Veía también como si hubiese enfilado un largo pasillo solitario, que quedaba mucho para salir de él, que saldría por mi propio pie, quizás a un paraje de cosas exánimes, de un verde ennegrecido como el de los pinos del retrato de Ginevra de Benci, de Leonardo, y la felicidad, conocida, un recuerdo nada más, habría quedado lejos, al otro lado, y ya sólo habría lugar para una suerte de extrañamiento, indoloro, como de otro planeta. Así veía yo ahora mis vidas pasadas, desperdigadas por algún sitio como ropas abandonadas ante un estado de inminencia, de deseo arrebatador, de auxilio a orillas del mar, quizás. Y entonces volvió a aparecer el último de los fantasmas, al que nunca había visto sonreír, o eso creía yo, con sus torpes manos y sus pies aún más torpes, y yo notaba que algo me impulsaba hacia él, hacía sus rodillas que yo intentaba bloquear con un abrazo, pero él se deshacía como un cubito de hielo cuando se lo manosea, y fue en ese momento cuando pensé que sí, que me gustaría asistir al apocalipsis, y vi cómo crecían las aguas de los ríos, cómo rompían en estruendo los grandes ventanales del Louvre, del Kunsthistorisches, de la biblioteca Medicea Laurenziana, de las iglesias de Amsterdam y de Londres, y observé atónito cómo se desgajaba la isla de la Cité, yendo a parar a un bajío del mar de los Sargazos, con la aguja de la Sainte Chapelle medio enterrada y torcida, y cómo el bastidor partido del Entierro en Ornans, de Courbet, otrora en la antigua estación de Orsay, quedaba encallado en la desembocadura de un río de Brasil, quizás un ramal desdoblado del Amazonas, todo lleno de copas de árboles decapitados, con un sinfín de astillas, de ramas revolcadas y atascadas, como el nido vacío de un ave de bestiario gigante y monstruosa.

martes, enero 04, 2011

Ancha

Mi hermano y yo estábamos en un coche, aparcado en la calle Ancha, justo delante de la casa en que vivían mis abuelos. Hablábamos de aldabas. Yo le explicaba que mi favorita era la del palacio de Dávila, que no era otra que la que había en el portón de mis abuelos: una especie de serpiente cuyo cuerpo iba engordando a medida que la mano se deslizaba hacia la base del tirador. En la lógica aplastante de los sueños estábamos casi a ras del suelo, sentados con normalidad en los asientos delanteros del coche, pero teníamos la perspectiva que se tendría desde la segunda planta de un Routemaster. Porque, de hecho, a nuestra izquierda no paraban de pasar autobuses de dos pisos y veíamos perfectamente la cabina de arriba, a la que se tenía acceso directo. Se ve que estábamos en paralelo a una parada de bus. Mi hermano comentaba que él se subía (normalmente) en uno parecido. Al rato (¿cuánto tiempo?) la amenaza se hace realidad y mi hermano entra precipitadamente en uno de los autobuses, dejándome solo en el coche. Casi ni se despide. La llave del coche está en el interruptor de contacto pero yo sé que no puedo cerrar el coche (ni los cristales) y que tengo que llevarlo al garaje de mis padres. Así que tengo que conducir. No tengo ni idea pero como si estuviese en un coche de juguete giro la llave y piso el acelerador. La calle Ancha no es la calle despojada que es ahora; está llena de árboles enormes y frondosos que la siembran de sombras y filigranas de luz. El acelerador es a la vez el freno y al detenerme en un semáforo casi arrollo al motorista de delante. Al alcanzar el islote que hay en mitad del arco de Santiago, una mujer que hay sentada en un banco se da cuenta de mi temeridad y veo cómo se aleja hacia una pared, arranca un papelito (tipo los que están previamente cortados como púas de un peine bajo anuncios particulares que van desde habitaciones para compartir a clases de chino) y llama a la policía. El teléfono de la policía se consigue en estos papelitos. Pero yo, en el estado de arrojo que me produce estar haciendo algo que pensaba que no sabía hacer, confío en que llegaré a mi destino (la casa de mis padres) antes de que aparezca un policía. Doy la vuelta al islote, con sus farolas como mástiles de barco a cada lado, y entro de nuevo en la calle Ancha. Pero las señales de tráfico habituales han cambiado. Sé que las leyes de tráfico son duras, lo que acerca el tiempo del sueño a la actualidad, pero el ambiente rozagante de la calle es como el de un verano de los años ochenta. Al llegar a mitad de la calle observo un cilindro de plástico con una flecha verde (como las de las autovías cuando están en obra) que señala un desvío obligatorio a la derecha pero yo sigo hacia delante. Cuando llego a la altura del antiguo cine Ribas me doy cuenta de que debo dar la vuelta. Pero ahí se acaba el sueño.

Salgo de él con una extraña sensación de ampliación de mí mismo. Me sorprende que sin haber recibido jamás una lección de tráfico, tenga interiorizado el significado de las señales. Y me sorprenden mis dudas, mis retos en el sueño: las trampas que yo mismo me voy poniendo. Mis sentidos, mis recuerdos, mi inconsciente configuran un magma confuso que me excede. Y siento una felicidad repentina, como si los puntos de sutura se hubiesen roto y el límite del horizonte hubiese creado una alucinante fata morgana. Y pienso que quizás el sueño esté relacionado con el manual sobre tractores Case que estaba traduciendo anoche, o mejor aún, con este hermoso pasaje final de Los anillos de Saturno, de Sebald, que ayer terminé. Y subrayo en negrita lo que para mí tiene más relevancia ahora, algo posiblemente que él habría "pasado por alto", ese espejismo de las cosas hechas y aprendidas, luego quizás desaprendidas y olvidadas, y devueltas de nuevo, esa brecha no suturada que produce la vastedad de los años y de las cosas sobre nuestros ojos y oídos minúsculos y perdularios: "Y Thomas Browne, quien, como hijo de un comerciante de seda, debía de entender especialmente de esta cuestión, apunta en algún lugar de su escrito Pseudodoxia Epidemica, que me ha sido imposible encontrar, que en la Holanda de su tiempo era costumbre que en la casa de un difunto se tapasen con crespón de seda de luto todos los espejos y todos los cuadros en los que se contemplaban paisajes, seres humanos o los frutos de los campos, para que el alma que está abandonando el cuerpo no se distraiga en su último viaje, ni por la mirada a su propio ser, ni por la mirada a la tierra que está abandonando para siempre".