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En fuga continua de mi propia prisión.

viernes, agosto 26, 2011

Un pequeño retorno

Maravillosa sensación al abrir la pequeña hoja de la ventana del baño mientras estás sentado sobre la taza del WC. Del lado del hemisferio izquierdo, la casa, en esa apacible hora de mitad de la tarde. En la radio, los compases de La Valse de Ravel. Del lado del hemisferio derecho, el viento caudaloso que entra por la ventana, tan "frufruoso", cargado de un algo invisible pero enorme, oceánico. A un lado el tiempo domesticado, el tiempo de la música; al otro, el tiempo de la naturaleza. Una franja de luz recorre la repisa del baño, poniendo de relieve el color de los frascos de perfume, de las toallas, de las muestras de geles, de los obsequios recogidos en hoteles, revelando el polvo que se ciñe sobre los tapones, sobre los listones de madera. Es una luz blanca y limpia, impropia de esta hora de la tarde en que todo se torna anaranjado o amarillo. Te sobreviene la impresión de estar en un hotel... hay algo en el ambiente, en la luz, que te recuerda a mañanas o tardes distraídas en alguna habitación de préstamo, las sábanas lisas y frescas, el mármol del baño rutilante, la televisión sin apenas voz, el desahogo propio de los intermedios. Siempre te han gustado los hoteles, con esa mezcla de familiaridad y foraneidad, de semejanzas y diferencias, el espacio ideal para hacer que la vida resulte menos aburrida, una escenografía perfecta para los inicios, para los finales, para el surgimiento de una idea, para un propósito de enmienda. Y vuelves a notar el viento, tan inasible como el tiempo, que está pero no está, que te golpea con suavidad el pelo de la nuca y de la frente, y el alma: siempre convocando un piccolo ritornare.

domingo, agosto 21, 2011

Pues no tenemos en la tierra hogar permanente (Hebreos, 11-12)

Una racha de aire fresco penetró en la habitación por el balcón abierto. Miró desde la cama el cielo cubierto de golpe, apuntando tormenta. Se dió la vuelta hacia la pared pero un algo incómodo se había instalado a su lado. Aunque trataba de cerrar los ojos para recuperar el abandono propio del sueño, no podía: el verano había tocado a su fin y ahora tenía que incorporarse. Había que moverse de nuevo, abandonar aquella ciudad e intentar imaginar un futuro en algún otro sitio, más grande, con mayores oportunidades. Oportunidades laborales, oportunidades sentimentales. Había tomado la decisión de volver a casa de sus padres por unos meses, unos meses de "sacrificio" en los que ahorrar algo de dinero para iniciar tal aventura. Pero, ¿era una aventura o más bien una maldición? Hacía años que no paraba de moverse: cuando parecía encontrarse bien en un lugar, una racha de aire fresco, un repeluco, le movía a marcharse en busca de abrigo a otro lugar. El último de los cambios no se debió a un caprichoso golpe de fresco: esta vez la tormenta le pilló en plena intemperie; llegó a casa empapado, con el corazón encogido, tirando a duras penas de las maletas, rodeado de pasado. Uno se imponía unos objetivos, se figuraba un futuro continuo, pero al final, las malas hierbas lo invadían todo: una variedad perfectamente reconocible, tan nuestra como el sudor, como el olor de una cama en la que hemos pasado una semana con fiebre. A veces, cuando uno se aburre de sí mismo, sólo le queda tratar de divertir a los demás. Toda colilla moribunda encierra la posibilidad de encender nuevos cigarrillos...
Como quien pasa el dedo por un piano desafinado, en escala descendente, recorrió con la mirada los lomos de los libros que había sobre la estantería: estaba a punto de pensar en algo complejo, algo que le costaría un esfuerzo casi muscular, como limpiar un gran jardín abandonado lleno de hojarasca huérfana. Sonó el teléfono y no lo cogió. Una sed que parecía no tener fin lo condujo lentamente, a tientas, hasta la cocina. La casa se había anegado de sombras.

lunes, agosto 01, 2011

Fata Morgana

La tarde se deshace en mi terraza. En la línea del horizonte, tras los edificios de la ciudad, tras las chimeneas de la fábrica de botellas, inmediatamente después del frontón bajo el que se esconde la caja escénica del teatro, una cordillera de nubes densas. Se apoyan sobre un zócalo gris, semejante a un incendio pintado, pero se van volviendo de un blanco purísimo al elevar la vista, como cumbres eternamente nevadas. Corre una brisa fresca, melancólica, alpina...