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En fuga continua de mi propia prisión.

jueves, noviembre 27, 2008

Maldito Kafka

"Puede que ya estuvieran allí cuando K. la había abierto; evitaban toda apariencia de estar observando a K.; charlaban en voz baja y seguían los movimientos de K. con la vista, pero con la mirada distraída que la gente suele dirigir a su alrededor durante una conversación. No obstante, a K. le pesaban aquellas miradas, y se apresuró a meterse en su cuarto deslizándose junto a la pared".

Franz Kafka, El proceso.

Nunca pensé que al empezar a leer El proceso, de Kafka, mi vida correría en paralelo a la del protagonista. La lectura de Kafka me la sugirió Vila-Matas, por ser el autor al que más cita en su último libro, Dietario voluble. Yo sólo había leído La metamorfosis, de adolescente, y entonces no entendí por qué era un escritor tan admirado (prefería la fantasía de Borges). Así que ante la incitación de Vila-Matas y mi propia mala conciencia como lector, fui a mi librería favorita de Jerez y compré una edición de bolsillo de la que es una de sus grandes obras, inconclusa para mayor goce de devotos. Ahora entiendo que, además de por su neurótica y desenfocada forma de tratar el deseo (un caso aparte en la literatura llamada canónica), su obra tiene un influjo particular...
Desde que abrí el libro mi vida se va complicando: mis dos sistemas informáticos se ralentizan hasta el punto de hacer imposible mi trabajo, se me acopla otra red inalámbrica en el canal de la mía, volviéndola inestable, pierdo la carpeta Elementos enviados de mi aplicación de correo (lo que me impide corroborar el envío de unas facturas), su rescate me sumerge en una búsqueda agotadora de software con licencia pirata, decido entonces comprarme un nuevo sobremesa y cuando ya lo tengo montado y me he deshecho de gran parte de su embalaje, descubro que su sistema operativo (Windows Vista) resulta incompatible con la mayoría de mis programas, hago el amago de sustituirlo por el XP Pro pero me entero que de seguir adelante me quedo sin derecho de garantía, gracias a una tenebrosa alianza de las grandes corporaciones informáticas (esas que nos tienen sin aliento en su infinita exigencia de actualización, creándonos una nueva enfermedad psíquica que podríamos bautizar como ultimatosis)... Por fin, El Corte Inglés (tu tienda del Opus, pero tu tienda amiga al fin y al cabo), aceptó ayer que devolviese mi compra, a pesar de que faltaba la mitad del embalaje...
Han sido días estúpidamente angustiosos, de mala comida y peor vida, de sueño entrecortado, de miradas atónitas de F. (ante mi obsesión), de impotencia ante la mafia empresarial, de indefensión como usuario, cliente, particular, consumidor o lo que quieran que sea para ellos...
Una mala pesadilla kafkiana, que me ha quitado trazos de humanidad.
Adentrándome en la biografía de Kafka, que apenas conocía, he descubierto su malogrado final en un sanatorio cercano a Viena (en sus últimos días, por una complicación de garganta, sólo podía ingerir líquidos) y la "suerte", tan suya, que ha corrido su obra: en parte desaparecida, en parte en manos de una familia israelí, la de Esther Hoffer (ex-secretaria de Max Brod, quien fue a su vez albacea de Kafka), que ha estado haciendo una gestión fragmentaria y pésima de sus escritos.

Maldito y pobre Kafka.

P.D. La buena noticia de la semana es que F. ha encontrado trabajo. Se va a África, a rodar con una tribu nómada de Namibia. Una experiencia peculiar, aunque de lo más envidiable.

domingo, noviembre 16, 2008

Las horas del verano

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que releía mucho. Mis libros de cabecera eran todo Djuna Barnes (especialmente El bosque de la noche y El vertedero), El retrato de Dorian Gray y En busca del tiempo perdido ("Mucho tiempo he estado acostándome temprano"). Volvía a ellos una y otra vez porque siempre había algo que se me escapaba al cerrarlos, porque habían sido una brújula en los años desnortados de mi adolescencia, o porque, quizás de forma inconsciente, convocaban aquellas horas lentas, la persiana medio echada, en que tumbado sobre la cama de mi cuarto, en casa de mis padres, las vacaciones eran auténticamente eso, un tiempo vacío. El futuro era a la vez incierto y prometedor y asomarme a él, como tantas veces dije a mis amigos de entonces (los del instituto, los de la carrera), no me producía vértigo.
En aquel tiempo no muy lejano, las noches tenían un olor intenso, como de aventura en barco, y sus finales siempre estaban abiertos, al igual que mis libros de cabecera, siempre a mano, esperando una nueva relectura...
No existían los móviles, ni Internet, y el sistema operativo de los ordenadores era el MS-DOS, una interfaz que hacía a las máquinas muy máquinas, con lo que resultaba fácil separarse de ellas. Todavía conservo muchas cartas de aquella época, con sus remites y sus sellos, objetos susceptibles de deteriorarse, de arrumbarse, de perderse. Pero también de ser redescubiertos, releídos. Catalizadores de la memoria, de ese archivo casi infinito y casi inmaterial que obsesionaba a Borges. Intento acordarme de los teléfonos fijos a los que solía llamar en aquella época, teléfonos que me sabía de carrerilla. No lo consigo... Las nuevas tecnologías (¿cuándo dejarán de ser nuevas?) nos han hecho la vida más fácil, cierto, pero nos han recortado la memoria...
Mi psicóloga me quiere curar la autoestima a través de la memoria. Del cultivo de una memoria buena (positiva), que no es lo mismo que una buena memoria. No sé si lo va a conseguir: mi neurosis está relacionada con el futuro, con esa ansiedad que hace que ya no relea y me lleva a acumular libros cuya lectura tengo pendiente, convirtiéndome en un diógenes de la literatura. O del papel, sencillamente. Papier manqué. Falto de papeles, literato fallido, letraherido, traductor de productos informáticos, teletrabajador, tecnodependiente... Un psicoanalista, eso es lo que yo necesito. Un alma iluminada que ordene mi diccionario, mis lecturas perdidas, mi querencia por el papel, que es pasado, mi devoción por ese pasado, mi melancolía. Entre la ansiedad y la melancolía, ni un solo escalón en el que sentarme.
"El destino y la historia son desordenados" dice Djuna Barnes. "Nosotros tememos el desorden de ese recuerdo". De ahí la legalización de la memoria, esto es, la herencia. La herencia genética, que certifica a nuestros padres y a nuestras madres, y a los padres de nuestros padres y a las madres de nuestras madres... y la herencia material, la de los objetos tasables, a veces la única interfaz que nos comunica con esa otra vida que es el pasado, tan ajena que tiene que mediar entre ella y nosotros el derecho de propiedad. Pienso en la casa de mis abuelos, que ya no es nuestra... ¿se ha perdido para siempre su recuerdo, su valor sentimental? ¿dónde andará la campanilla de la entrada que cuando sonaba nos hacía correr, a mí y a mi hermano, como locos hasta la puerta? ¿cuántos metros medía aquel corredor? Me vienen a la mente los trozos de seta que empequeñecían y hacían crecer a Alicia en el País de las Maravillas...
Por no hablar del desorden de los museos... nada hay más descontextualizado, a excepción de las entradas de los diccionarios.
Hace tiempo que no releo aunque vuelvo a menudo a los mismos sitios; en algunos, como la casa de mis abuelos, ya no puedo entrar, y a ratos, el mundo se agranda o se empequeñece en función de la mano en que lleve el trozo de seta de Alicia. París no se acaba nunca...

P.D. Escribo esto a raíz de ver Las horas del verano, de Olivier Assayas, película hermosa donde las haya, de floración continua. Queda pendiente revisitarla.

jueves, noviembre 06, 2008

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miércoles, noviembre 05, 2008

Trigo y cizaña del sembrado ajeno

(Iniciado días atrás)

Tres han sido los personajes que, desde distinto formato, he ido o me han venido a visitar estos días de trabajo y frío. Personajes todos ellos reales que, presentados en piezas de desigual valía artística, han sacudido mi monótono ensimismamiento. La ciudad, lluviosa, parece un aislante. Ellos han sido casi la única materia conductora entre mi cuerpo y el mundo.

Mandronita Andreu: hija del señor que inventó las famosas pastillas del doctor Andreu, constructor a su vez del parque de atracciones del Tibidabo. Descubierta una noche de tele, a la hora del oráculo de Delfos, gracias al documental Un instante en la vida ajena, de José Luis López Linares. Mandronita, hija de la alta burguesía catalana, viajera incansable, asidua de las pistas de St. Moritz, aficionada a todos y cada uno de los bailes que jalonaron las décadas intermedias del siglo XX, seducida de igual forma por la feria de Sevilla y por los neones babilónicos de un Times Square en blanco y negro, no pasaría de ser una excéntrica y previsible niña rica si no hubiese registrado, de forma compulsiva, con una cámara de 16 mm, todo aquello que durante más de cinco décadas pasó por delante de sus ojos: su llegada a Nueva York en barco, tras la guerra; los viajes por una España hambrienta y polvorienta de posguerra, como cicerone de acaudalados amigos americanos; los veranos de juegos y risas en el jardín de casa, con su familia; la retransmisión televisada del funeral de Robert Kennedy tras los escaparates de las calles de Manhattan; los primeros guateques de sus hijas, un safari en África, Dalí en Cadaqués, Julio Iglesias en un chiringuito de la Costa Brava, los primeros biquinis, el rostro ya arrugado de su marido, una escapada caprichosa a Bombay... una historia bajo la Historia.

Jacques Vergès: protagonista de L'avocat de la terreur, de Barbet Schroeder, en los Golem. Personaje fascinante donde los haya. Abogado de los casos difíciles, por no decir imposibles. Hijo de la Francia colonial, de madre vietnamita y padre de La Reunión. Ojos rasgados, como sin terminar, a la manera de un ideograma chino trazado con un pincel trémulo (que diría Barthes). Comenzó comprometiéndose con la causa argelina y defendió a Djamila Bouhired, que acabaría siendo su mujer. Luego vendrían: Carlos el Chacal, Magdalena Kopp, de la banda Baader-Meinhof, el nazi Klaus Barbi (conocido como el carnicero de Lyon), Milosevic, y terroristas de todo pelaje y condición, de Palestina a Camboya. Bon vivant, cínico, anticolonialista, el eslabón perdido entre los nazis y los yihadistas. Enemigo acérrimo de Israel. Un hombre de acción que "ama demasiado la vida" para perderla en un sótano sin luz. Un funambulista de la legalidad. Su principal estrategia defensiva es el llamado "proceso de ruptura", que consiste básicamente en establecer un diálogo de besugos con la acusación (del tipo: "usted es francés", "no, soy argelino"; "usted es un terrorista", "no, soy un liberador", etc.). Durante un período de casi siete años anduvo desaparecido, aunque con esporádicos retornos a París. Una vez se cruzó con alguien (una mujer) por la calle y para evitar que le fuese con el cuento a todos sus conocidos, le dijo: "Salut, ça va ma grosse?", una expresión tan vulgar y tan impropia de él que cuando la persona en cuestión relatase el encuentro quedaría en entredicho y nadie la creería. En suma, la táctica de la ruptura.

Charlotte von Mahlsdorf: heroína de Yo soy mi propia mujer, de Doug Wright, representada por Julio Chávez, magnífico actor argentino, en el Círculo de Bellas Artes, dentro del marco del Festival de Otoño. Charlotte, nacida Lothar Berfelder, fue una de las travestis más famosas de Alemania. Además de "eso", fue delincuente juvenil, anticuaria (coleccionista del gran kitsch alemán), miembro de las juventudes hitlerianas, prisionera luego de los nazis, espia de la Stasi, y propietaria del más famoso (y casi único) afterhours gay de Berlín oriental (sito en su propia casa). Una mujer cortada en dos, como su ciudad, como su país, por el muro del género ("yo soy mi propia mujer", respondió a su madre entre lágrimas cuando ésta le preguntó, ya muy viejita, que todo eso de travestirse estaba muy bien pero que cuándo iba a casarse) y del miedo al aparato del Estado ("¿sabes lo que es el miedo? ¿cómo me iba a negar a colaborar con la Stasi?). Dicen que entre su colección de muebles, convertida luego en museo Gründerzeit (de los objetos cotidianos), había muchos objetos rapiñados a los judíos deportados que fueron obligados a abandonar sus casas... Y el recuerdo de una foto en blanco y negro al final de la obra: la de la propia Charlotte, de niño, "cazada" en el zoo de Berlín (en el Tiergarten) junto a dos cachorros de tigre.

(Tengo dos libros en la mesilla de noche, Crónicas marcianas de Ray Bradbury y Bouvard y Pécuchet de Flaubert; los dos aguardan, pacientemente, su devolución a la librería de casa; son como un manojo de perejil seco... ¿cómo devolverles su dignidad? ¿cómo restituirles su frescura, su promesa? ¿cómo conjurar su rayo verde?).

(Concluido ahora)

lunes, noviembre 03, 2008

La muerte helada

De todas las imágenes extraordinarias que nos ofrece Herzog en su último documental sobre la Antártida (Encuentros en el fin del mundo), descolla una especialmente terrible: la del pingüino desorientado que, alejado del grupo, se dirige hacia la inmensidad feroz del continente, en dirección opuesta a donde está el alimento... ahí lo vemos un buen rato, tierra adentro, pequeño y solitario, caminando con la alegre inocencia de un charlot del reino animal, tropezando y volviéndose a levantar, ridículo ante el ejército de montañas blancas que taponan el horizonte, resbalando de forma inevitable hacia la muerte. Por más que alguien piadoso lo hubiese reinsertado en el grupo, se hubiese vuelto a extraviar, hasta caer desfallecido sobre la nieve. ¿Cómo cae un pingüino sobre la nieve? ¿Boca arriba? ¿Boca abajo? (Robert Walser cayó boca arriba, a escasos metros del hospital psiquiátrico de Herisau donde pasó, pequeño y solitario, los últimos años de su vida. Una caminata matutina, huellas de bota sobre la nieve y, plaff, un sepulcro eterno, hecho a medida del cuerpo. Los niños que lo encontraron aquella mañana, día de Navidad, nunca olvidarían sus ojos abiertos, como tratando de arrancar del cielo la respuesta a la pregunta inescrutable)... Lo más sobrecogedor del pingüino de Herzog es su alegría, su inconsciencia, su locura. Esa forma incorregible, torpe y desbocada (como los primeros pasos de un bebé) de dar sentido a lo inevitable.

sábado, noviembre 01, 2008

El imperio del directo

(...) La televisión de hoy fomenta todas las transformaciones posibles. Por eso he calificado la postelevisión, jugando con las palabras, de transformista. Transformista en el sentido cabaretero del término: el gusto por el disfraz, la parodia, los dobles, el juego con el rol (incluso el sexual). Transformista, también, por esa capacidad que tiene el medio de deformar la realidad hasta llegar a lo grotesco y llevarla hacia los límites de lo fantástico.
¿Es ésta una nueva versión de "lo real maravilloso", una visión que, partiendo de la realidad, la amplifica, manipula, transforma en su doble? Con ello se diluyen las fronteras entre lo informativo y lo ficcional. Más que nunca, la televisión está dividida entre la necesidad de informar y el deseo de espectáculo fomentado por la cultura de masas.
Si todo es posible, nada es real. Todo es posible en televisión -en cuanto construcción de la realidad- porque, en el fondo, nada es real, porque lo que ahí se representa no deja huella, no tiene pregnancia. El imperialismo del directo funda una realidad que se legitima por su propia enunciación.
Sin huella no hay ética de la responsabilidad, porque si la acción no trae consecuencia, invalida cualquier idea de compromiso de cara al futuro. Lo que hago en televisión es del orden de la exhibición: sólo vale en el marco del medio, se sitúa al margen del mercado social del valor. Entonces ya no operan los valores sociales. No compromete, me exime de responsabilidad y me saca de toda lógica de la acción. No imperan los valores al uso y ya no choca el escándalo (lo que es de cariz accidental): ya no hay ni valores estéticos (bello versus feo, desbancados por lo freak) ni éticos (bueno versus malo, suplantados por lo performativo, la capacidad de crearse una imagen por los medios que sea), ni siquiera morales (dignidad, recato, honor, integridad se borran y dejan paso a códigos de sustitución: la competencia práctica, el valor de uso del medio, la capacidad de desenvolverse en él), ni tampoco valores simbólicos (en cuanto al estatus de veracidad de la realidad), lo que rompe con el pacto de verosimilitud que une espectador y realidad representada.
El simulacro impera y también lo que podríamos llamar lo increíble. ¿La televisión como nueva expresión de lo virtual? La televisión, en todo caso, como huida hacia adelante, que a menudo deja la realidad atrás...
La televisión ha llegado a ser un mundo de relaciones "líquidas" (Bauman) donde se diluyen las categorías, en particular las que fundan la representación moderna -realidad versus ficción- con inquietantes derivas hacia lo grotesco. De ahí la moda de lo friki como estética de la deformación, atracción hacia lo cutre, lo estrafalario, fascinación por lo monstruoso (freak en inglés).
¿Habrá que concluir que se ha salido de la realidad? Y que, frente a la carencia de lo real, a su dilución, fabrica su propio antídoto, una realidad ex profeso, que se complace en lo especular y lo hiperrreal y procede mediante una licuefacción de las identidades.
"Bienvenido al desierto de lo real", decía Morfeo en Matrix, frase premonitoria que podríamos adaptar así a la postelevisión: Bienvenido al desierto de lo hiperreal...

Extracto del artículo Bienvenidos al desierto de lo hiperreal, de Gérard Imbert, publicado en El País del Día de Todos los Santos de 2008