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En fuga continua de mi propia prisión.

lunes, noviembre 03, 2008

La muerte helada

De todas las imágenes extraordinarias que nos ofrece Herzog en su último documental sobre la Antártida (Encuentros en el fin del mundo), descolla una especialmente terrible: la del pingüino desorientado que, alejado del grupo, se dirige hacia la inmensidad feroz del continente, en dirección opuesta a donde está el alimento... ahí lo vemos un buen rato, tierra adentro, pequeño y solitario, caminando con la alegre inocencia de un charlot del reino animal, tropezando y volviéndose a levantar, ridículo ante el ejército de montañas blancas que taponan el horizonte, resbalando de forma inevitable hacia la muerte. Por más que alguien piadoso lo hubiese reinsertado en el grupo, se hubiese vuelto a extraviar, hasta caer desfallecido sobre la nieve. ¿Cómo cae un pingüino sobre la nieve? ¿Boca arriba? ¿Boca abajo? (Robert Walser cayó boca arriba, a escasos metros del hospital psiquiátrico de Herisau donde pasó, pequeño y solitario, los últimos años de su vida. Una caminata matutina, huellas de bota sobre la nieve y, plaff, un sepulcro eterno, hecho a medida del cuerpo. Los niños que lo encontraron aquella mañana, día de Navidad, nunca olvidarían sus ojos abiertos, como tratando de arrancar del cielo la respuesta a la pregunta inescrutable)... Lo más sobrecogedor del pingüino de Herzog es su alegría, su inconsciencia, su locura. Esa forma incorregible, torpe y desbocada (como los primeros pasos de un bebé) de dar sentido a lo inevitable.