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En fuga continua de mi propia prisión.

domingo, mayo 31, 2009

Nosotros/Ellos

A través de la conciencia plural del yo (reflejado en otro sinfín de yoes), se crean las identidades sociales. Vivimos en un mundo donde las fuerzas hegemónicas suelen nombrar, clasificar y cosificar aquello que no es ellos, esto es, lo otro. En esta operación de creación de sujetos subyugados, las fuerzas dominantes se guardan bastante de caer en una definición. Su identidad hegemónica existe pero queda al resguardo de conceptos poco susceptibles de crítica: dígase Naturaleza, Historia o Cultura. Las identidades son evidentemente ficciones y su "esencia" es por tanto difusa e inestable. Sin embargo, en un mundo hegemónico, las identidades débiles son un dispositivo altamente útil: crean conciencia política y acorralan las "esencias" de las identidades hegemónicas, nombrándolas, clasificándolas, cosificándolas. De ahí que sea sumamente necesario el uso político del nosotros/ellos. Sin este nosotros/ellos, no hubiesen existido las revoluciones burguesas, ni el feminismo, ni las revueltas antirrascistas, ni la lucha de clases, ni la liberación de las llamadas "minorías sexuales".
La reivindicación de la diferencia es absolutamente necesaria para luchar contra las fuerzas hegemónicas y crea microrrelaciones de poder enormemente liberadoras.
Me extraña que esos que ahora no quieren diferenciar el binomino gay/hetero entre el nosotros y el ellos, no tengan reparos en diferenciar el binomio hombre/mujer (nosotros/ellas), el binomio guapo/feo (yo/él), o el binomio moderno/cateto (nosotros/ellos).
Las identidades negra, lesbiana, mujer o gay se han creado desde los dispositivos de poder hegemónicos y han sido llenadas de identidad positiva por sujetos, que además de padecerlas, se ha visto muy influidos, en su formación como individuos sociales, por esa diferencia y alteridad creadas desde el discurso hegemónico.
¿Cómo negarles ahora su nosotros/ellos, si este binomio ha sido el pilar básico de su formación como sujetos, y posteriormente quizás, de su mirada política sobre el mundo?
Pues bien, ahora parece que utilizar esta herramienta te convierte en un pobre militante.
P.D.
1. Y que conste que cada día soporto menos a mis amigos gays, a los gays en general y a mí mismo. Será que me estoy volviendo un misántropo.
2. También detesto a los hombres (heteros o gays) cuya única finalidad en la vida es que les hagan una buena mamada. Que aprendan a COMER CULOS. La hegemonía se desestabiliza...

sábado, mayo 30, 2009

Un alma solitaria (anti-Ulises)

Era esa hora de la tarde entre perro y lobo. De un viernes.
Estaba en una terraza, frente a la gente, que parecía chocarse y evitarse a la vez. La ruptura no estaba siendo fácil, así que trataba de no pensar en ella. Cuando el ojo se entretiene, la mente descansa. Se sentía como si le acabasen de robar el bolso, con todos sus objetos de valor; pero ese sentimiento de pérdida (física, material) estaba localizado muy abajo de sus hombros, en los sótanos de la conciencia.
Mientras miraba aquí y allá, mientras escuchaba fragmentos de conversación de unos y otros, iba comiéndose una a una las aceitunas que le habían puesto sobre la mesa. Se las pasaba de un carrillo a otro, desgajando su carne tierna y sabrosa con fruición. Ahora pensaba en un pasaje de Brodsky, sobre esa época del invierno en que la nebbia cubre Venecia un día tras otro: "Es un buen momento para leer, para hacer gasto de electricidad todo el día, para fustigarse a uno mismo sin contemplaciones o abandonarse al café, para escuchar las noticias internacionales de la BBC o irse temprano a la cama. En resumen, una época para olvidarse de uno mismo, inducida por una ciudad que ha dejado de ser visible. Sin darte cuenta, sigues su ejemplo, en especial si, como ella, no tienes compañía".
Era difícil no verse como un submarino en mitad del océano.
El sol había desaparecido. Los tejados, los árboles, los desperdigados lienzos de cielo raso, se manchaban de rosas y malvas... esos colores tan venecianos que están en el origen y en el final de las cosas.
Observó el mundo, que se desplegaba frente a él con toda su vitalidad e indiferencia. Era como observar el reflejo desvaído atrapado en el azogue corrupto y oxidado de un viejo espejo.
La niebla había entrado en su alma. Se le había colado por todos sus resquicios, por todas sus grietas, pero ¿por cuánto tiempo?
Y como una arcada, procedente de la zona menos ventilada de su más profundo sótano, le vino esa otra frase de Nicholas Ray: "El drama contemporáneo es que no podemos volver a casa".

viernes, mayo 22, 2009

Telegrama

Saliendo del cine. De ver La belle personne, de Christophe Honoré. Inspirada en La pricesa de Clèves, de Mme. Lafayette. Y, añado yo, en Candy, Candy, la serie japonesa de nuestra infancia. En las calles de Madrid hace calor. Aún no es de noche. Nada que ver con los grises parisinos de la película. Se escuchan los vencejos. Observo las copas de los árboles. Me fijo en la cruz de la iglesia de Nuestra Sra. de los Dolores. Estampada sobre el cielo. En las esquinas, grupos de adolescentes. Se empujan levemente los unos a los otros. Se agarran de los bolsillos. Tampoco se parecen a los de la película. Esos estaban mejor vestidos, mejor peinados. Como los de Candy, Candy. Mensaje de F. À la recherche du temps perdu. Una frase. De la película. "Si somos personas como las demás, nuestro amor será normal. Nos amaremos durante un tiempo. Pero, ¿por cuánto tiempo? No hay amor eterno. Ni siquiera en los libros. No habrá milagro para nosotros. No somos más fuertes que los demás". Una vez cazado, el amor nos lo comemos. Luego toca defecarlo. El amor es un peligro.

Adagietto

El día había empezado y terminaba con muertes.
Por la mañana, al entrar en el estanco, había oído cómo el dueño respondía con consternación a un cliente: "Ha muerto. Esta noche. De pronto". Antes de decir esa frase, había pronunciado el nombre de una mujer, que ahora no podía recordar. Reconstruyó el diálogo mentalmente:
Cliente: "¿Qué tal...?
Dueño: "... ha muerto. Esta noche. De pronto".
Hacía días que no veía a la chica que normalmente le atendía. No sabía su nombre. Ella tampoco el suyo. Él pedía sus Gauloises y ella solía preguntarle: "¿uno o dos paquetes?".
La chica, en realidad, ya no lo era tanto. Estaba delgada y parecía sufrir mucho con la meteorología. Exageraba el gesto al hablar de estas cosas. Él suponía que simplemente se trataba de una forma de interactuar con el cliente, casi de entretenerse tras el mostrador.
Cuando le despacharon, permaneció un segundo frente al dueño y junto al otro cliente. Estuvo a punto de preguntar por ella pero no le pareció oportuno. Se fue de ahí con la duda, que lo acompañó todo el día. "Qué alegría me da verte", pensó que le diría la próxima vez que se encontrase con ella tras el mostrador. Ella no lo entendería del todo y haría algún comentario ampuloso sobre el tiempo...
Hacía calor. La gente caminaba más despacio que de costumbre y el asfalto había cobrado el aspecto gelatinoso de un reptil prehistórico.
Después de hacer unas compras en el mercado y de recoger unas chaquetas de la tintorería, pasó el día encerrado en casa. De alguna forma, estaba triste e impaciente. Asaltó varias veces el frigorífico e interrumpió compulsiva y repetidamente la marcha de su trabajo. Estuvo navegando por Internet sin tón ni són. Cambió varias veces su estado en FaceBook. Ponía discos que, apenas llegados a la mitad, cambiaba por otros. Fumó mucho.
Se tumbó sobre la cama para echar una siesta. No pudo. Las sábanas olían levemente a sudor y a saliva seca y un pensamiento denso le cubría el espíritu, aunque no acertaba a determinar cuál era. Los primeros días de calor son terribles: peor que un jetlag transatlántico.
La tarde pasó, como siempre. Ahora ya era de noche y seguía allí, frente al ordenador, contemplando un vídeo del 62 en que Céleste Albaret, el ama de llaves de Proust, narraba los últimos momentos de vida de "monsieur". Hablaba con emoción, sobre jeringuillas y médicos, sin haber perdido ese acento de montesa llegada a París antes de la Gran Guerra, con una dulzura anticuada, extraña. Se puso a hacer cuentas: "Si Proust murió en el 22, ¿qué edad tenía Céleste entonces para no resultar tan mayor en este vídeo?". Las imágenes de Proust recién difunto le impresionaron. Una barba espesa pero esmerada le cubría la mitad del rostro. Los párpados de los ojos, macizos, le recordaron esos de plástico de las muñecas antiguas, que se cerraban al ponerlas en horizontal. Con el ratón, deslizó rápidamente el control de reproducción hacia adelante y sintió como si un insecto con muchas patas cruzase a toda velocidad por su espalda. Pensó en la mujer del estanco.
Una espesa oscuridad se apoderó intensamente de la casa. Inevitable como el olor a gasolina. Bajo el balcón del dormitorio se escuchaban las voces de los grupos de chavales que se reunían allí antes o después de entrar en los bares de la zona. Sintió ganas de ponerle rostro a cada voz, pero estaba acostado, con los ojos apretados y los dedos de los pies bien abiertos. Desde el balcón llegaban las primeras brisas de aquella larga jornada y, con ellas, la promesa de cierta paz, de cierto reposo.

lunes, mayo 18, 2009

La loca de L'avare

(Un homenaje al cuarto capítulo de El bosque de la noche y, en general, a toda la literatura iracunda)

Vivía sola, en la parte más aireada y ventilada de la ciudad, pero sobre las ruinas de un infierno. Hacía años había escrito y publicado un par de novelas cortas ("nouvelles" las llamaba ella), aunque llevaba tiempo acabada. Su único modo de vida consistía en recibir migajas económicas de una parte de su familia. Este "mecenazgo" no se debía a que creyesen en ella; era simplemente por pura lástima.
Aquellos defectos que durante su juventud pudieron darle cierto encanto y humanidad se habían convertido en rasgos inamovibles de su carácter, eran como el pegamento de una personalidad insegura y resquebrajable: ahora era tacaña, indolente, histérica y obsesiva. En su pequeño mundo sólo entraba ella, y apretando el culo para no tirar los pocos principios que (sólo ella) creía que le quedaban.
Se había obsesionado con los números: se pasaba el día haciendo cuentas, contabilizando amigos, descargándose archivos, ahorrando espacio y economizando sus tareas domésticas; sumando y restando, con la boca torcida. Sufría una auténtica bulimia moral. Su producción literaria había crecido enormemente, sin duda, pero en detrimento de su calidad. Sus amigas, que eran cada vez menos, bajaban la cabeza cuando escuchaban sus relatos y pasaban a otra cosa: preferían alabarle el último arreglo de una vieja chaqueta o decirle lo bonitas que estaban sus plantas. Su apego a la frivolidad (ya sólo cultivaba relaciones frívolas) ponía de manifiesto un enorme poso de amargura.
A los extraños les resultaba divertida, pero no por sus ocurrencias sino porque toda ella era un disparate. El descubrimiento de las redes sociales virtuales hicieron que se deslizase peligrosamente a la "ascética" de los hikikomori. A su edad...
Su casa, donde ella creía que reinaba el buen gusto, producía una extraña sensación de miseria. Era como estar frente a la jaula vacía y sucia de un animal salvaje moribundo. Le gustaban los hombres feos y delgados. Había perdido el norte de la belleza.
Era imposible confiar en ella, porque no sabía guardar un secreto.
Vivía obsesionada con el tiempo y era profundamente insegura. Su frase más recurrente era "un momento, un momento", como si viviese amenazada por el resplandor de un flash que le impidiese salir bien "en la foto". A veces se creía víctima de las conspiraciones más absurdas y cuando estaba fuera de casa, parecía desnortada: como si le hubiesen hecho dar vueltas y vueltas y acabasen de soltarla a empujones en el juego de la gallinita ciega. Dada su inseguridad, le encantaba la compañía de la gente anodina, aunque tenía clavada la espinita del beau monde. Le encantaba ir a los saraos para besar a todo el mundo y espetarles un exagerado "hoooooola".
Era especialista en crear conflictos... la tercera en discordia. Nadie se acordaría del jueves si no estuviera en medio de la semana.
Su estrecho universo personal bebía a medias del dogmatismo pequeñoburgués y de la baratura New Age. Había recogido lo peor de cada mundo: del primero su obsesión por las formas más ridículas (cómo se debe comer, cómo se debe hablar); del segundo su obsesión por un contenido pseudotranscendente (qué se debe comer, sobre qué se debe hablar). Evidentemente, ambos ejes eran completamente ajenos al arte verdadero.
El amor la consumía, literalmente. Dado el reducido espacio de su mundo, enamorarse era para ella como tirar tabiques y abrir ventanas. Pero le podía la codicia... al final se sentía como un mendigo en un palacio. Sus posibles parejas huían de ella como de la peste bubónica.
Esquivaba los problemas, excusándose en su infancia. Pero era tal su grado de indolencia, de desimplicación, que esto empezaba a convertirse en un asunto mayor. Creía estar en posesión de la verdad y del saber estar, así que se pasaba el día corrigiendo a los demás, interviniendo sin solicitud previa. Podría estar reventando bajo su propia viga que su último suspiro se le iría en quitar pequeñas pajas de los ojos ajenos.
Era, en resumen, una mala persona. Pero no en la acepción moral del término. Era mala en su género, como una de sus malas novelas.

domingo, mayo 17, 2009

Asalto

...Era una noche fría y ventosa: el viento acariciaba los altos edificios de La Castellana con torpeza, originando un chirrido similar al que produce un principiante cuando pasa el arco por el vientre de un violín. Acompañados de mis padres, con las manos en los bolsillos de nuestros abrigos, F. y yo buscábamos el restaurante Sacha, escondido bajo los soportales atoldados de una zona residencial ajardinada. Estas zonas residenciales siempre me recuerdan a Jerez, a una parte de Jerez: a la zona de Manuel de la Quintana, un complejo de pisos de lujo construido en los sesenta, amplios, con su clasista distribución de puertas para el servicio y mostrador a la entrada para el portero. En uno de sus parquecitos, sentados en un banco, ya de madrugaba, nos dimos un beso S. y yo. Fue mi primer beso. Sólo se oía el ruído de los aspersores girando sobre el césped.
Aquella noche en Madrid las calles estaban prácticamente vacías, y los coches llenos de almas solitarias que escuchaban la radio. La noche de un día invernal. De un año, al final de una década.
Siempre que ejerces de guía en una ciudad, la sientes más tuya. Así fue aquella noche.
Llevo días despidiéndome de Madrid, de la forma enfermiza en que tiendo a despedirme de las cosas, con la mirada vaga, con esa asfixiante sensación de apego material.
La melancolía es una enfermedad emparentada con la penuria y la carencia. A falta de tesoros, a falta de ilusiones, bulimia de recuerdos y déjà-vus, reelaborados hasta la extenuación.
Miedo a cambiar, a abandonarme, a perderme en la traducción.
Pero la vida está en otra parte. Y la resurrección, el resurgimiento, exige que hayamos muerto. Noli me tangere.

viernes, mayo 15, 2009

Pantallas

Además de las pantallas domésticas de la televisión, el ordenador, el móvil o la BlackBerry, una más: la del propio Madrid, ciudad por la que me he paseado de forma muy virtual durante los últimos dos años. Apenas sensación de contacto real, los pies a dos palmos del suelo, los dedos de las manos tocando algo parecido a un periférico, a una interfaz... la textura gelatinosa de los sueños.
Y, al otro lado de la pantalla, el frufrú de las copas de los castaños de Indias en primavera.

martes, mayo 12, 2009

Dos estados de ánimo relacionados con el tiempo

"Todo esto, combinado con el agobiante calor de la ciudad en verano, me había dejado reducido a un estado de inercia nerviosa".

"Se quedó encorvado y silencioso, como si estuviera escuchando la canción de aquel antiguo verano. Llevé la cuenta de los dos a la caja. Mientras yo pagaba, se me acercó. Salimos juntos y nos fuimos andando hacia Park Avenue. Era una noche fría, ventosa; la brisa agitaba sonoramente los fláccidos toldos".

Truman Capote, Desayuno en Tiffany's

martes, mayo 05, 2009

Not ready to love

Ha sido esta mañana, al subir la persiana para que entrara la luz.
La calle, a veces, cuando es temprano, está así... sólo se escucha el piar de algún pájaro entre los árboles.
La potente luz del sol me ha hecho girar la cara hacia el pasado, que es el único lugar desde donde obtengo una visión panorámica de la felicidad... y he recordado mi casa de Sevilla, y esa cotidianidad con F., tan idealizada.
Y durante toda la mañana no he podido dejar de pensar en esa canción de Rufus Wainwright, que luego ha saltado sola en el iPod:

I'm not ready to love, I'm not ready for peace
I'm givin' up the dove to the beast
I'm not ready to surrender to another glove murderer

I'm not ready to love, I'm not ready to fly
I'm givin' up? in the sky
So you can take my sin in up above on high, say goodbye

I'm not ready to love, I'm not ready to love
I'm not ready to love until I'm ready to love you the way you should be loved
Until I'm ready to hold you the way you should be held
You should be held, but I'm not ready to...

viernes, mayo 01, 2009

El vuelo del globo rojo

De aquella iniciativa fallida que tuvo el Musée d'Orsay de encargar a varios cineastas de prestigio una serie de cortometrajes en los que apareciese el museo para luego darles forma de película conjunta, surgieron finalmente dos felices largos: L'heure d'été, ya comentada en otro post, y El vuelo del globo rojo, de Hsiao-hsien Hou. Ambas películas excepcionales.
El vuelo del globo rojo, utilizando la excusa del paseo caprichoso de un globo rojo y su cuerda blanca por los cielos, tejados y puentes de París (globo que, luego veremos, está sacado de una de las pinturas impresionistas del Musée d'Orsay), nos introduce en la cotidianidad más radical de una familia cualquiera: Suzanne (Juliette Binoche), una madre separada, que trabaja como narradora en un espectáculo de marionetas, su hijo Simon (quizás el niño más encantador que hemos visto en el cine en los últimos años) y la cuidadora de éste (Song, una estudiante taiwanesa de cine que está tratando de hacer una película con el mismo motivo de la que nosotros estamos viendo). De todos los personajes, el único que parece ver el globo, una y otra vez, es el niño... Rodada en largos planos secuencia y con una magia (durante las apariciones del globo) parecida a la del Pickpocket de Bresson, El vuelo del globo rojo es una fábula sobre la aparición de lo extraordinario en lo cotidano: ya sea la contemplación por un grupo de niños de un cuadro antiguo en un museo, una espera en la que nos ponemos a hacer crêpes por primera vez con ayuda de desconocidos, el afinamiento de un piano, su traslado de una planta a otra de una casa desaliñada, la improvisada conversación posterior que tenemos con los obreros que lo mudan, la contemplación de una extraña escultura sobre marionetas en un parque mientras un niño nos cuenta quiénes son los integrantes de su familia, el regalo de una vieja postal china comprada en Londres a un maestro marionetista durante un soleado viaje en tren, etc.
Juliette Binoche nos ofrece una lección magistral sobre su oficio. Pocas actrices tan capacitadas como ella para acercarnos a una verdad tan difícil como la de su personaje: que la vida de los adultos "es complicada", complicada en sus filigranas diarias, en la superación de sus pequeñas trampas cotidianas, en la futilidad de sus gestos, de sus alegrías, de sus disgustos...
Uno se reconcilia con el mundo ante piezas tan delicadas como ésta, aunque sólo sea momentáneamente.