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En fuga continua de mi propia prisión.

jueves, junio 23, 2011

París

Hoy he soñado con una ciudad llamada París que sólo a ratos se correspondía con la real. Esto lo sé ahora; en mi sueño, estaba convencido de estar en la de verdad. Si algo caracterizaba a la ciudad de mi sueño es que estaba rodeada de montañas. De alguna forma se hacía costoso respirar: parecía estar a muchísimos metros de altitud, como el poblado peruano de La Rinconada. Tenía dos puertas de entrada, que yo visitaba, y que se situaban en mitad de las cumbres y no sé si ambas, pero al menos una de ellas, daba a una especie de monasterio incrustado en las rocas, a la manera de Petra. Me acuerdo que en el sueño yo hacía un gran esfuerzo por recordar estos límites físicos de la ciudad, como si luego se me fuesen a olvidar o se me hubiesen ya olvidado de visitas anteriores.
A pesar del calor de esta pasada noche, calor que unido a que estoy dejando de fumar, ha hecho que me levantase hasta en dos ocasiones de la cama, en mi sueño reinaba el invierno y yo, en un determinado momento, buscaba refugio en en un gran café. Todo en él eran murmullos. Sólo se oía nítidamente a una mujer que, apostada en la barra, hablaba en español al impasible auditorio, como si se tratase de una actriz que ensayase un monólogo en un teatro vacío. Escuchar aquella voz en mi lengua me producía un sentimiento de familiaridad, y me llevaba a meditar sobre la rica tradición de la cultura española en aquel lugar. Entonces buscaba una mesa en el meollo de la sala, allí donde el efluvio humano parecía estar más altamente concentrado y, adormecido por el tintinar de las cucharas en constante tropiezo con las tazas y por el lejano ruido de un vaporizador para espumar la leche, entraba en un estado semiinscosciente de satisfacción del cuerpo con su entorno parecido al que sentimos al reposar en nuestra cama tras un largo día de trabajo y fatiga.

Campo Santo

Estos son algunos de los pasajes - desgarradoramente bellos - del segundo capítulo del libro de Sebald que leo en estos momentos, y que da título a todo el volumen. Una edición post-mortem. Una publicación póstuma sobre los muertos que confirma a Sebald como uno de mis escritores favoritos. Me duele que Sebald esté muerto. Me duele que su obra esté cerrada para siempre.

"Mi primer paseo el día después de llegar a Piana me llevó fuera del pueblo por la carretera que, con curvas, vueltas y serpentinas aterradoras, desciende de pronto abruptamente, por precipicios casi verticales, densamente poblados de matorrales verdes, y baja hasta el fondo de una garganta que se abre, a varios centenares de metros de profundidad, a la bahía de Ficajola".

"...y aquella tarde, para mí llena de un sentimiento de liberación y que me parecía extenderse sin límites en todas direcciones, nadé una sola vez, internándome en el mar, con enorme ligereza, muy lejos, tan lejos que pensé que podría simplemente dejarme llevar, hacia el atardecer y la noche. Sin embargo, en cuanto, obedeciendo a ese extraño instinto que nos une a la vida, di la vuelva y volví a dirigirme hacia la tierra que, en la distancia, me parecía un continente extraño, nadar me costó más esfuerzo a cada brazada, y no como si luchara contra la corriente que hasta entonces me había llevado, no, creí que se trataba más bien, si es que puede decirse eso de una superficie de agua, de que nadaba sin cesar cuesta arriba. La vista que tenía ante los ojos parecía haberse volcado desde su marco, e inclinaba hacia mí unos grados su borde superior, parpadeando y temblando, y su borde inferior se alejaba en igual medida. Y a veces me parecía como si aquello que se alzaba tan amenazadoramente ante mí no fuera un fragmento de mundo real, sino la reproducción, vuelva hacia fuera e inyectada de trazos negros y azules, de alguna debilidad interior mía que se había vuelto insuperable".

"Me llevó una buena hora y media llegar otra vez arriba, a la altura de Piana y, como alguien que domina el arte de la levitación, pude, por decirlo así, de forma ingrávida avanzar entre las casas y jardines más exteriores y a lo largo del muro tras el que está la parcela donde los habitantes del lugar entierran a sus muertos. Era, como pude ver cuando franqueé la puerta de hierro que chirriaba en sus bisagras, un lugar bastante abandonado, del tipo no raro en Francia en que se tiene la impresión de que no se trata de una antesala de la vida eterna sino de una zona administrada por el municipio, destinada a los desechos seglares de la sociedad humana".

"Inseguro y con esa timidez que incluso hoy se siente al acercarse demasiado a los muertos, me encaramé a zócalos y bordes reventados, lápidas desplazadas, mampostería derruida, un crucifijo caído de su base, una urna de plomo, una mano de ángel..., fragmentos mudos de una ciudad abandonada hacía años, sin un arbusto o árbol que arrojara sombra en ninguna parte, y sin tuyas ni cipreses como los que se plantan con frecuencia en los cementerios meridionales, sea como consuelo, sea como luto. A primera vista creí realmente que no había en el cementerio de Piana, como recuerdo de la naturaleza que, como siempre hemos esperado, se prolongará mucho más allá de nuestro propio fin, nada más que flores violetas, malvas y rosas, evidentemente ofrecidas sobre todo por las empresas de pompas fúnebres francesas a sus clientes, de seda o de chifón de nailon, de porcelana esmaltada de colores o de alambre y lata, que parecen menos un signo de afecto duradero que una prueba finalmente reveladora de que, a pesar de todas nuestras afirmaciones en contrario, no ofrecemos a nuestros muertos más que el sustitutivo más barato de la múltiple belleza de la vida".

"Sin embargo, en el camposanto de Piana, entre los delgados tallos de las flores, paja y espigas, aquí o allá, alguno de los queridos difuntos miraba desde uno de aquellos retratos sepias ovales y de delgado marco dorado que solían ponerse en los países románicos hasta los años sesenta: un húsar rubio con guerrera de cuello alto, una muchacha muerta al cumplir los diecinueve años, con el rostro casi borrado por la luz y la lluvia, un hombre de cuello corto con una corbata de grueso nudo, que había sido funcionario colonial en Orán hasta 1958, o un soldadito, con el gorro torcido, que volvió a casa gravemente herido de la inútil defensa de la fortaleza de la jungla de Dien Bien Fu".

"Regrets éternels... como casi todas las fórmulas con las que expresamos nuestra compasión por los fallecidos antes que nosotros, tampoco ésta carece de ambigüedad, porque no sólo se reduce el anunciado desconsuelo eterno de los deudos a un mínimo absoluto, sino que, si bien se piensa, suena casi como una confesión de culpabilidad hecha al difunto, como un ruego desganado de indulgencia hecho a aquellos a los que se ha enterrado antes de tiempo. Sólo me parecieron libres de toda ambigüedad y claros los nombres de los difuntos mismos, de los que algunos eran tan perfectos, tanto de significado como de sonido, como si los que los llevaron hubieran sido santos durante toda su vida, o hubieran sido enviados sólo a una breve visita desde un mundo lejano, imaginado por nuestra más grande nostalgia".

"Y desde hace algún tiempo sé también que cuanto más tiene uno que soportar, por la razón que sea, de la carga de sufrimiento que seguramente no sin razón se impone a la especie humana, con tanta mayor frecuencia se le aparecen espectros. En el Graben de Viena, en el metro de Londres, en una recepción dada por el embajador de México, en una cabaña de un guardián de esclusas del canal Ludwig en Bamberg, unas veces aquí y otras allá, se encuentra, sin que uno lo espere, a alguno de esos seres tan borrosos como desplazados, en los que siempre me llama la atención que son un poco demasiado pequeños y cortos de vista, tienen algo especialmente expectante y acechante, y en el rostro la expresión de una raza que nos guarda rencor".

"Durante algún tiempo existirá el sitio recientemente introducido en Internet "Momorial Grove", en el que se puede inhumar y visitar electrónicamente a los que nos son especialmente próximos. Sin embargo, luego también ese virtual cimetery se disolverá en el éter, y el pasado entero se disipará en una masa informe, indistinta y muda. Y al dejar un presente sin memoria y ante un futuro que no podrá concebir ya la razón de nadie, abandonaremos la vida por fin sin sentir la necesidad de permanecer al menos algún tiempo o de poder volver de visita ocasionalmente".

jueves, junio 16, 2011

Doppelgänger

De vuelta tras días de una extraña laxitud. Días de trabajo intermitente, de visitas y visitaciones, de lecturas desordenadas, de adioses a la primavera, de acatamiento y paciencia ante la inminencia del verano. Sensación de que pasan las horas, pero de que mañana volverán a pasar, en un bucle de perfecta reiteración. Durante estos primeros días de calor se me irrita la piel, la cara se me abotarga y todo ello me produce el efecto de los síntomas inaugurales de la embriaguez: una embriaguez que me empuja a la demora, a rezagar las actividades y su propia elucubración; desaparición temporal de la ansiedad. En el gimnasio, sobre la monotonía de la cinta, no paro de secarme el sudor de la frente, verónica yo mismo de mi particular via crucis, y entonces pienso en ese océano de calor e indolencia que se adivina será el verano, un verano a escasos kilómetros de la playa: todo en mi vida parece destinado a la escasez, al roce, al "cuasi", al "apenas".

A ratos leo la Vida de Benvenuto Cellini, que parece apócrifa; a ratos, a un palmo de su comprensión y disfrute totales, In Patagonia, de Chatwin, en inglés. De nuevo el "cuasi"... También leo a Sebald y sus frases impecables: "era fácil imaginarla en un escenario de ópera mientras, agotada por el drama de su vida, cantaba lasciatemi morir o alguna de esas arias finales". Pero la obra de Sebald es finita y por tanto mi felicidad también lo es. Entonces vuelvo a la cinta, y observo cómo se estampan sobre ellas las gotas de mi sudor, que caen como cae la lluvia sobre el mundo, y veo cómo desaparecen milagrosamente cuando vuelve a surgir el mismo tramo de la cinta, y pienso en los enamoramientos... qué mejor forma que esa de guerrear contra el insondable aburrimiento de la vida. El resto es la revolución, la revolución permanente. También creo que pasó de largo, el quince del pasado mayo por última vez. Me fijo en el hermoso rostro de César, uno de los encargados de mi gimnasio, tan despistado, tan michelangelesco, y me parece mentira que alguien tan guapo lo sea de manera tan accidental, o mejor dicho, que no haya hecho de su accidente su virtud. Entonces me acuerdo de algo que leí hace poco en un blog sobre Paul Bowles y me pongo pesimista, porque es posible que ya no queden hombres como él, hombres que saben perfectamente lo que les sienta bien sin necesidad de estar al tanto de las tendencias o de la moda. Y sí, claro que coqueteo con la idea de que S. entretenga mi verano, pero con S. no se puede contar, porque los fantasmas aparecen y desaparecen, es inútil invocarlos. No, yo no soy la Sra. Muir. En general, no conviene fantasear con el más allá. Mejor quedarse por acá.

Pero no por aquí. El otro día me decía un amigo que qué será de mí si al tiempo de estar en París me canso. Me quedará el nuevo mundo, le dije. ¿Cómo hubiese sido la vida de Lorca o de Machado si se hubiesen embarcado hacia el nuevo mundo en lugar de quedarse por aquí? Mejor, sin duda. Soy de una tierra que siempre miró con esperanza allende el Atlántico. ¿Cuántos de por aquí zarparon hacia la gran aventura de las Indias Occidentales durante la era de los descubrimientos?

La licuada textura del horizonte marino en los mediodías de excesivo calor.
El espejismo de una vida mejor.
Las fatamorganas.
Los espectros.
Sus visitas.
La vida como escenario vacío.
¿Dónde fueron a parar los personajes?
Mientras ellos buscan como zombis a un autor, el autor busca como un vampiro nuevos escenarios.
Yo sólo espero no encontrarme con mi doppelgänger.
Y enamorarme, levemente, este verano.