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En fuga continua de mi propia prisión.

sábado, febrero 27, 2010

Un día ventoso

"El viento sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va". Así habló Jesús a un fariseo llamado Nicodemo, según nos dice el Evangelio de San Juan. Supongo que se refería a la revelación del Espíritu, ajena a toda lógica humana, manifestación pura del enigma de la fe... Hoy, desde bien temprano, el viento ha querido dejarnos su tarjeta de visita. Su silbido no es monótono: adopta distintos timbres, según la fuerza con que sacude y los elementos contra los que fricciona. El viento distrae la trayectoria de las aves y a mí me infunde cierta inquietud, muy emparentada con el prestigio de su misterio poético. En días como el de hoy, el mundo parece un lugar menos solitario, menos desolado de lo que suele parecernos. La presencia del viento es similar a la de esos grupos de paseantes borrachos que, ya de noche y entre risotadas, inundan momentáneamente de vida ciertas calles oscuras e intransitadas del casco histórico de algunas ciudades.
Después de dar un paseo y de realizar algunas gestiones (recoger un paquete de discos en Correos y pasar por la librería para retirar un encargo de libros) me paso la mañana trabajando frente al ordenador. Me acompañan algunas piezas de cámara, brevísimas, de Anton Webern y Alban Berg. El ruidito que hace el viento al golpear la ventana (sin persiana) de la habitación donde trabajo, un ruidito parecido al de esos martillos de goma para niños que cuando se sacuden contra algo producen un chiflido que inevitablemente nos arranca una sonrisa, hace que me sienta como si viajase en coche y hubiésemos cogido (yo siempre soy el copiloto, no sé conducir) una carretera minada de baches.
Después de comer con mis padres me echo al llegar a casa un rato sobre la cama, con dos libros: Las palabras y las cosas, de Foucault, y los Diarios de Cheever. Forman parte del encargo que he recogido esta mañana en la librería. Dejo el de Foucault para un momento de menos sopor y me concentro en el prólogo de los Diarios: está escrito por el hijo de Cheever, que cuenta la desgarradora historia de su publicación, póstuma. Dice Benjamin Cheever que, conociendo el deseo de su padre de que aquellos cuadernos viesen la luz tras su muerte, la familia decidió dárselos al editor, a pesar de saber a ciencia cierta que aquello los incomodaría, sobre todo después de haber leído algunos trozos en vida aún de su padre. El escritor prevaleció sobre el pariente. Y también cuenta Ben (como lo llamaba Cheever) que, más allá de las confesiones de homosexualidad disimulada o de alcoholismo de su padre, una de las punzadas más dolorosas de la lectura de los diarios fue descubrir lo poco que aparecía él en ellos, en especial después de haber creído percibir durante toda su existencia el amor y el cariño de su padre. ¿Era aquella percepción errada? Posiblemente no, aunque existe una parte íntima en nosotros, una cara oculta como la de la luna, una estancia solitaria por cuya puerta cerrada sólo se cuela algún resto de nuestra sombra, que es profundamente indolente frente a los otros, de un egoísmo turbador. Saltando de una obra a otra, imagino que el hermano de Proust debió sentirse igual que el hijo de Cheever al descubrir que desaparecía de ese ciclo de auto-ficción que es À la recherche, que cualquier personaje del "gran mundo" cobraba mayor importancia en la imaginación de su hermano que la que ocupaba él. Esta semana reflexionaba sobre eso al tomar algunos apuntes para mi novela y descubrir mi apasionamiento ante ciertos personajes y mi desdén o absoluta ignorancia frente a otros: ¿a qué se debe que ciertas presencias pacíficas apenas silben sobre nuestra imaginación atormentada? ¿por qué solemos ser tan insensibles al sol templado excepto cuando desaparece una larga temporada, como ahora que no para de llover? ¿por qué tienen el dolor, el ruido y la furia tanta autoridad en nuestro método cognitivo? ¿qué nos lleva a desdeñar la quietud, a considerar aburrido lo que nos es grato de una manera franca y sencilla? ¿por qué casi siempre investimos de poder únicamente aquello que de algún modo nos altera?
Me despierto de la siesta con el convencimiento de que A., un amigo de mi hermano, publica libros y cosecha un gran éxito como escritor. "No sabía que escribía" le digo yo a mi hermano... Aunque fuera el viento sigue sumido en su rapto brutal, no tardo en darme cuenta de que sólo es un mal sueño.

domingo, febrero 21, 2010

Fuencarral con Carranza

Los viernes solían ser días ufanos. Robaba algunas horas a mi trabajo y, periódico en mano, desayunaba en la calle. Me viene a la memoria una ciudad en sostenida primavera... Solo o en compañía de F. buscaba un rincón soleado de alguna placita de Malasaña o de la cercana plaza de Olavide (que tan asociada tengo también a L., amiga de toda la vida, reencuentro feliz de mis últimos tiempos en Madrid). En mitad de esa mezcla, tan de allí, de sol y rachas de aire fresco agitando las hojas del periódico, leía la OnMadrid, esa guía del ocio que salía los viernes, repasaba las críticas de los estrenos, veía la cartelera de cine, repasaba someramente las noticias, apuntaba mentalmente aquellos restaurantes, cafés o coctelerías que quería visitar, me sentía parte activa de una ciudad que iniciaba con vitalidad (y cierta bulimia) el fin de semana. Muchas veces iba al mercado de la calle Barceló, donde compraba frutas, verduras y carne o pescado, para dar alguna cena en casa o hacer alguna receta de fin de semana: huevos benedictinos con salsa holandesa, ragú con patatas, carrillada ibérica...
Otras veces daba largos paseos con F, a lo largo de los cuales visitábamos tiendas o exposiciones, paseos que se prolongaban hasta la hora del almuerzo, momento en que buscábamos algún sitio de menú agradable.
Muchos de esos viernes exultantes me concedía pequeños caprichos y entonces entraba en la tienda de Harmonia Mundi, justo al lado de casa, y me compraba algún disco: las partitas para violín de Johahn Sebastian Bach, una misa de Francisco Guerrero, el libro de las canciones grises de Reynaldo Hahn o el primer volumen de la integral de cantatas de Haendel, algún cuarteto de César Frank, de Debussy o de Ravel. Qué agradable llegar a casa y partir con impaciencia el plástico de esos cedés, antes de colocar en la despensa la compra del mercado...
Cuando me pillaba por las zonas más nobles de la ciudad, alzaba la vista hacia las cornisas de los edificios, o hacia las ventanas más altas de algunas casas, que dejaban ver las lámparas o las molduras de interiores de meridiano aire burgués, una forma de ensoñación, otra forma de autoengaño.
Esta semana, escuchando un par de canciones de Madonna, Heartbeat y Dance 2night, canciones banales como nuestro tiempo que han actuado sobre mi memoria de forma similar a la célebre baldosa del patio de los Guermantes, he recordado algunos paseos solitarios y mohínos por la ciudad en la que vivía hace ya algunos meses, que me han llevado, cual hilo de Ariadna, a esos viernes ufanos y primaverales.
Entonces me ha subido por el alma un punto de la ciudad que, quizás por ser aquel por el que más veces he pasado, me ha "cosido" (como el instante de luz que "cose" un ser con un espacio en una fotografía) a ese todo informe, difícilmente aprehensible, que es Madrid, aquella época y yo: el doble paso de cebra que tenía que cruzar para ir de una acera de Fuencarral a otra acera de la calle Carranza. Y es que a veces, un dolor insignificante y minúsculo pero perfectamente localizado, dígase el que nos produce un padrastro o un pequeño corte en el dedo producido por un descuido, nos hace tomar conciencia de todo el cuerpo desde el que sentimos, desde el que participamos en el mundo...

miércoles, febrero 10, 2010

Nuevas de Nueva York

A esa hora "meridiana" en que mi mente, tan encerrada en la rutina prosaica de los días, se suelta y divaga: la hora de la siesta. Como la tarde estaba lluviosa y la luz era la justa, como en estos días mojados y grises del invierno me gusta tanto observar el cielo desde la cama, había descorrido las cortinas del balconcito de la izquierda y levantado las persianas de la ventana de enfrente. En esa posición acostada (sólo los dos almohadones bajo mi nuca rompían la horizontalidad perfecta de mi cuerpo) podía avistar el cielo y poco más: algunos lienzos del muro exterior de mi casa y del de la casa contigua. Ni campanarios ni copas de los árboles. Si no hubiese hecho tanto frío, habría abierto las ventanas, para sentir los olores de la lluvia. En invierno las casas se aislan y esa falta de ventilación hace que tiendan a conservar un olor muy nuestro. Es como si estuviésemos dentro de una pecera: todo lo de fuera nos llega amortiguado, inodoro, silenciado. Aún andaba conmocionado por las últimas frases que había leído en Albertine desaparecida, "mememto mori" sobre la fugacidad de las cosas: "«No me gusta, está restaurada, pero mañana iremos a Saint-Martin-le-Vêtu, pasado mañana a...» Mañana, pasado mañana, era un futuro de vida en común, quizá para siempre, mi corazón se abalanzaba hacia él, pero se ha esfumado. Albertine ha muerto"...
Ahora observaba, bocabajo, la cabeza vuelta de lado, las pequeñísimas gotas de lluvia que se habían estampado sobre el cristal del balcón, como una filigrana. Algunas gotas se habían quedado quietas, pero otras, las de más arriba, corrían hacia abajo como espermatozoides, como culebras hambrientas.
Acto seguido estaba en Nueva York, en un interior de Nueva York, y oía cómo la voz de mi hermano, que era quien estaba conmigo, celebraba mi nueva situación, estar allí con él, en América. Yo estaba contento de estar allí, sobre todo porque sabía que para estar allí, en ese interior de Nueva York, había tenido que hacer un largo viaje, del que no me acordaba: es decir, estaba allí y el largo viaje que me había llevado hasta ese interior no me había dejado secuelas. Sólo segundos después, el tiempo que tarda una gota de lluvia en deshacerse sobre el marco de un cristal después de haberse llevado consigo otras gotas de lluvia, entendí que se trataba de un sueño.
Me quedé mirando el colchón, con los codos apoyados en él, la mirada casi enterrada en la franja de sábana que había bajo mi pecho. Es una postura que, a pesar de lo cansina que resulta, me encanta adoptar mientras converso con alguien en la playa, sobre una toalla. Mientras reconstruía el sueño, sentía ese placer que siente uno al estirar los músculos después de estar durante mucho tiempo inactivo...
Pero los sueños, como ciertos brotes de inspiración imaginativa en que todo cuadra a primera vista, son delicados como plantas que cambian de entorno. Al tratar de plantarlos en terrenos más reales se mustian. La tierra de que está hecha la realidad (la escritura también) es de amasado más difícil; un algo complicado, resistente, quizás el tiempo, sin más, media entre ella y nosotros...
Esta entrada es lo que queda de ese trasplante.

lunes, febrero 08, 2010

En recuerdo de unos versos de Keats

Llevas días "obsesionado" con unas piernas. Unas piernas sobre las que fijas tu mirada con fruición. Pertenecen a un chico del gimnasio al que vas. Es un chico alto, aunque no lo parece. Sólo cuando estás muy cerca de él descubres que es alto. Como la catedral de Notre Dame, que parece más pequeña de lo que es. Como usa unos calzones que le llegan hasta la rodilla, y calcetines, normalmente apenas si ves un trocito de sus piernas: las pantorrillas y su parte anterior. Son unas piernas bronceadas, aunque no demasiado, con el vello justo. Un vello suave y no hirsuto que, debido al color de la piel de la que nace, apenas resalta, lo que produce un hermoso aspecto esfumado. Esas piernas que exploras creyéndote a salvo desde alguna otra máquina o desde las cintas de cardio no son ni musculosas ni delgadas. Tienen el tono perfecto. Cuando el chico se tumba sobre el banco para hacer abdominales y levanta las piernas avistas parte de sus muslos, suaves y armoniosos. Lleva unas zapatillas Adidas, que combinan el rojo y el azul, de aspecto satinado, puntera redonda, nada agresivas. Hoy llevaba unos calcetines violeta.
El resto del conjunto no defrauda... aunque podría mejorar. En relación a las piernas, el tronco es un tanto enjuto: le falta anchura de espaldas y de hombros. Lleva barba de grosor medio y su pelo es castaño, un tanto ondulado. Tiene esa mirada limpia y severa de los santos de Zurbarán o Ribera... eso sí, le sobra un piercing (de argolla considerable) que hace que de bello santurrón del barroco español pase a convertirse en perroflautero antiglobalización de tres al cuarto...
Entre tu mirada y sus piernas no media ningún tipo de sentimiento erótico. Quizás esté soterrado, pero no es evidente. O es un sentimiento erótico vaciado de la ansiedad que solemos asociar a la pulsión sexual. Como al protagonista de La rodilla de Clara, de Rohmer, te sobreviene un deseo casi beatífico de tocar esa parte de su cuerpo y recibir de él, con enorme gozo, una leve sonrisa...
¿Qué tienen esas piernas para absorberte el pensamiento? ¿Qué hay en ellas para que su contemplación te produzca esta paz tan activa, tan desencadenante, esta devoción del corazón? Entonces recuerdas aquellos versos anticuados de Keats, de su Oda sobre una urna griega: "la belleza es verdad, la verdad belleza... esto es lo único que sabéis en la tierra y todo lo que necesitáis saber".

martes, febrero 02, 2010

"Aquí comienza Albertine desaparecida, continuación de la novela anterior La prisionera"

Últimamente han ido a parar a mis manos tres libros relacionados con Marcel Proust. Dos escritos en francés, Marcel Proust sous l'emprise de la photographie, de Brassaï, que estudia la influencia de un arte relativamente nuevo como la fotografía sobre la vida y la obra del escritor francés, y Le Paris retrouvé de Marcel Proust, un recorrido por la ciudad, a medias real y a medias recreada, que sirve de escenario principal a En busca del tiempo perdido, así como por las personas reales que, a veces en racimos depurados de dos, tres o cinco, conforman cada uno de los personajes principales de la archiconocida y poco leída obra de Proust. El otro es la traducción española del manuscrito definitivo del penúltimo tomo de "À la recherche", publicado tras la muerte de Proust como La fugitiva y rebautizado ahora, según el último deseo del autor, como Albertine desaparecida, de carácter más breve y denso que la primera versión. La obra capital de Proust, tan fascinante en su prolongada densidad (una galaxia completa, podríamos decir) tiene, a pesar de beber de distintas influencias, mucho de fenómeno aislado. Es como esas montañas que, aunque hechas del material geológico confinante, surgen en mitad de un páramo. Una rareza monumental, que difícilmente puede crear escuela, y que en el caso del aprendiz de escritor, más conviene sortear (una vez estudiada, una vez aprehendida) que tratar de prolongar o variar...
Sin embargo, esto no quita que de su lectura (en mi caso, uno de los mayores placeres de los que puedo gozar en este mundo) podamos sacar importantes conclusiones. Lo que sigue es una especie de reclamo, personal, como no podría ser de otra forma, de por qué (me) resulta tan grato leer En busca del tiempo perdido:

1. Leer la novela de Proust pone de manifiesto una idea absolutamente radical: toda vida, hasta la más insignificante, hasta la más aburrida, puede ser novelable. A través de nuestros recuerdos, muchos de ellos involuntarios, podemos recrear artísticamente todo un universo.

2. Este universo convertido en obra de arte se puede estirar "ad aeternum". La vida de una persona tiene fecha de caducidad y está limitada, pero la obra cuya materia es esa vida finita puede reinterpretarse, recrearse hasta la eternidad.

3. En este mismo orden de cosas, cuando la vida deje de parecernos interesante o empiece a parecernos aburrida, siempre podremos recrearla, invocarla desde la escritura, recobrar el tiempo perdido (tanto en su acepción de "acabado" como en su acepción de "malgastado"). Hubo un día, tras la muerte de sus padres, en que Proust decidió dejar de perder el tiempo (ese tiempo de dilettante de salón) y se empeñó en recobrarlo. Y digo "decidió" porque no creo que fuese la enfermedad la que llevó a Proust a encerrarse en su habitación con la pluma en la mano sino más bien todo lo contrario: Proust enfermó y murió por exceso de trabajo. Fue la escritura y no el asma la que lo "recluyó" en su famosa habitación acolchada.

4. Proust no sólo es uno de los mejores diseccionadores del alma humana, es también uno de los mayores pormenorizadores de la materia. El estudio de la luz y de las sombras (tanto de las reales como de las figuradas) resulta capital en una obra que, como afirma Brassaï, está enormemente influida por la fotografía, por sus técnicas, por lo microscópico (lo introspectivo) y lo telescópico (piénsese en que se trata de un libro de "recuerdos", en el tiempo que media entre el narrador y los hechos que nos está contando), por el voyeurismo, por el revelado (revelación), por lo que tiene la técnica fotográfica de objetiva y ahumana y lo que tiene de instantánea y relativa.

5. El narrador de la obra media entre ella y nosotros y eso, unido al resto de personajes vivientes en la misma, hace de ella una masa cambiante, mutante, en absoluto rígida como mucha gente cree. El narrador se empeña en proyectar una ficción coherente y compacta de sí mismo a lo largo del tiempo que dura la lectura (el tempo) de la obra, pero somos tan conscientes de su presencia, de sus fallas, de sus fisuras, de su palabrería a veces, de sus miedos y obsesiones, de sus equivocaciones, que empezamos a quitarle credibilidad y el relativismo estalla, volviendo todo aquello subjetivo, cambiante, mil veces interpretable. Este fantástico punto de vista hace de la obra un universo muy rico en matices.

6. Dentro de esta lógica, el mundo de "À la recherche..." es un mundo de apariencias. Hombres que parecen mujeres, mujeres que parecen hombres, heterosexuales que parecen homosexuales, homosexuales que parecen heterosexuales, dreyfusistas que parecen no serlo, esnobs que no lo son tanto, duquesas que parecen pájaros, bellezas que dejan de serlo, etc. En el mundo de Proust no existe una única verdad. Todo hecho, toda impresión esconde una segunda o tercera causa. Es un mundo de equivalencias. La obsesión por la metáfora en Proust hace del mundo un lugar enormemente rico y ampliable. En este tropo de pasar el sentido recto de las cosas a un sentido torcido, figurado, hay un no sé qué harto moderno. Las personas, los objetos, las relaciones, los deseos, el tiempo, los espacios, forman parte de un magma heterogéneo y amorfo, de difícil solidificación, enormemente líquido, como alguien aludió al mundo de nuestros días.

7. Los salones, las duquesas, el esnobismo, y otras "reglas" sociales que atraviesan la obra de Proust (y que al estar encerradas en un contexto decimonónico hacen del libro una lectura tan poco apetecible para muchos) no son más que el punto de partida de un mundo, en apariencia rígido, que el tiempo y la Historia desintegran. "À la recherche" es una obra sobre las excepciones a la regla, o mejor, sobre la regla como excepción, siendo la principal de ellas la del recuerdo frente al olvido.

8. La habladuría, el "babardage", la equivalencia metafórica, la prolijidad de voces y el miniaturismo e introspección de En busca del tiempo perdido son, como dice Benjamin, la lucha de un asmático por respirar, quizás no tanto para "descargarse de la pesadilla del recuerdo" como para huir del olvido, que es ese punto muerto en que el cuerpo deja de respirar. No por casualidad el último volumen de "À la recherche...", se llama "Le temps retrouvé", el tiempo reencontrado, recobrado, recuperado. Cuando uno cierra su última página siente un terror tan parecido al del asmático que tiende a abrir de nuevo la primera de "Du côté de chez Swann" (Por el camino de Swann)...

9. A pesar de lo mal que nos pueden caer muchos de los personajes de "À la recherche", incluido el propio narrador, pocos libros establecen con sus lectores tal grado de intimidad. Es tal el "abuso textual" que resulta difícil no descubrir algo íntimo sobre nosotros mismos o sobre nuestra percepción (del mundo, de las horas del día) al leer a Proust. A veces te sorprende mucho, en especial porque los renglones que has estado leyendo hasta entonces han pasado de manera distraída por tu cabeza, como el día de lluvia que sigue a otros cinco días de lluvia anteriores.

10. Y sí, no hay mayor bendición en Proust que el haber hecho del aburrimiento una forma de entretenimiento. Lo que lo hace tan elitista, tan exquisito, es el exigir tanta desocupación a sus lectores. Quizás el estado óptimo para leer a Proust sea una larga enfermedad leve, todo un verano de dolce far niente con el cielo nublado o las mil y una noches que siguen a una crisis o a una ruptura.

Observo los ojos de Proust en una fotografía. Esos ojos gigantes y quietos como un insecto sobre una hoja. Esos ojos como de camaleón. Esos ojos que en su afán de asimilarlo todo se convierten en ese todo. Ampliemos la instantánea... los ojos de Proust, esos ojos enormes que lo vacían todo, que te vacían, los ojos de Proust.
Sus ojos.