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En fuga continua de mi propia prisión.

lunes, febrero 08, 2010

En recuerdo de unos versos de Keats

Llevas días "obsesionado" con unas piernas. Unas piernas sobre las que fijas tu mirada con fruición. Pertenecen a un chico del gimnasio al que vas. Es un chico alto, aunque no lo parece. Sólo cuando estás muy cerca de él descubres que es alto. Como la catedral de Notre Dame, que parece más pequeña de lo que es. Como usa unos calzones que le llegan hasta la rodilla, y calcetines, normalmente apenas si ves un trocito de sus piernas: las pantorrillas y su parte anterior. Son unas piernas bronceadas, aunque no demasiado, con el vello justo. Un vello suave y no hirsuto que, debido al color de la piel de la que nace, apenas resalta, lo que produce un hermoso aspecto esfumado. Esas piernas que exploras creyéndote a salvo desde alguna otra máquina o desde las cintas de cardio no son ni musculosas ni delgadas. Tienen el tono perfecto. Cuando el chico se tumba sobre el banco para hacer abdominales y levanta las piernas avistas parte de sus muslos, suaves y armoniosos. Lleva unas zapatillas Adidas, que combinan el rojo y el azul, de aspecto satinado, puntera redonda, nada agresivas. Hoy llevaba unos calcetines violeta.
El resto del conjunto no defrauda... aunque podría mejorar. En relación a las piernas, el tronco es un tanto enjuto: le falta anchura de espaldas y de hombros. Lleva barba de grosor medio y su pelo es castaño, un tanto ondulado. Tiene esa mirada limpia y severa de los santos de Zurbarán o Ribera... eso sí, le sobra un piercing (de argolla considerable) que hace que de bello santurrón del barroco español pase a convertirse en perroflautero antiglobalización de tres al cuarto...
Entre tu mirada y sus piernas no media ningún tipo de sentimiento erótico. Quizás esté soterrado, pero no es evidente. O es un sentimiento erótico vaciado de la ansiedad que solemos asociar a la pulsión sexual. Como al protagonista de La rodilla de Clara, de Rohmer, te sobreviene un deseo casi beatífico de tocar esa parte de su cuerpo y recibir de él, con enorme gozo, una leve sonrisa...
¿Qué tienen esas piernas para absorberte el pensamiento? ¿Qué hay en ellas para que su contemplación te produzca esta paz tan activa, tan desencadenante, esta devoción del corazón? Entonces recuerdas aquellos versos anticuados de Keats, de su Oda sobre una urna griega: "la belleza es verdad, la verdad belleza... esto es lo único que sabéis en la tierra y todo lo que necesitáis saber".