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En fuga continua de mi propia prisión.

miércoles, septiembre 16, 2009

Dos pasajes de Márai

"La tía Zsüli era la guardiana de muchos secretos familiares, la heroína de sus propios relatos, un miembro de la familia, pero al mismo tiempo una extraña... Vivía en un apartamento minúsculo de dos habitaciones, en el segundo piso de un edificio, en condiciones más bien humildes; y, sin embargo, todo parecía noble y elegante a su alrededor porque todo lo que tenía era muy personal, su casa, sus muebles, sus vestidos, sus guantes y sus sombreros, y su manía de mezclar, con fines didácticos, palabras en francés en sus discursos... Estaba siempre de viaje, siempre haciendo planes para el futuro, escribiendo relatos y novelas, participando en veladas, viajando a París. Para mí era un fenómeno brillante. Tenía algo incombustible, algo elemental y radiante, algo que ni siquiera el tiempo, las penurias, la soledad o los desengaños lograrían cambiar. La tía Zsüli era una mujer de verdad, una obra maestra del fin de siècle".

"En la vida no suelen ocurrir cosas importantes. Al volver la vista atrás, al buscar el instante en que ocurrió algo decisivo, algo definitivo e irremediable - la experiencia o el accidente que decidió nuestra vida posterior -, tan sólo encontramos algunas huellas sin importancia, a veces ni siquiera eso. En realidad no existe más experiencia que la familia, como tampoco existe más tragedia que el momento en que te ves obligado a decidir si permaneces en el seno de la familia y en sus variantes a escala más amplia, como la clase social, la ideología, la raza, o bien te marchas por tu propio camino, a sabiendas de que te quedas solo para siempre, de que eres libre, estás a merced de todo el mundo y sólo puedes contar contigo mismo... Yo tenía catorce años cuando me escapé de casa, y después ya sólo regresé de visita, en los días de fiesta, durante breves temporadas (...)".

Sándor Márai, Confesiones de un burgués

martes, septiembre 08, 2009

Ascesis

Con la excusa de comprar tabaco, te lanzas a la calle. Es esa hora en que las heridas suelen quemar como soles, las cinco de la tarde. Algunas persianas metálicas sueltan a lo lejos sus bostezos perezosos. Apenas hay nadie. En las bocacalles que dejas a tu paso, en los espacios abiertos y penosos que atraviesas como un fantasma, el Levante, ya más fresco, forma corrientes de una sensualidad casi líquida. Se te mete por las gafas de sol, por los perniles de tus bermudas, por entre los dedos de tus manos hinchados por el calor, por la planta de los pies cuando levantas el talón de la chancla. En tus auriculares, una medida profiláctica que pronto convertirás en armadura comprándote unos auténticos cascos, suena lo último de Grizzly Bear, un producto de acabado perfecto made in Brooklyn, es decir, en el epicentro del universo. Al cruzar el estanque de un parque, si se puede denominar a este despropósito urbanístico de aquella manera, las libélulas vuelan bajas y allá en lo alto del cielo un helicóptero desaparece de tu campo de visión. Tu mente está tan vacía como la ciudad que ahora recorres. En esta época del año, los rayos de sol ya no caen tan perpendiculares sobre el trópico de Cáncer. Acabas de cumplir años. Te inunda una extraña e injustificada felicidad. Se parece a la del campesino griego que encontró a la Afrodita de Milos, a la de los jarrones de flores frescas cuando se les cambia el agua, a la de dos respiraciones acompasadas durante la siesta. Te has tumbado sobre el césped y nada importa, ni siquiera tú, porque todo ha pasado, hic et nunc.