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En fuga continua de mi propia prisión.

martes, septiembre 08, 2009

Ascesis

Con la excusa de comprar tabaco, te lanzas a la calle. Es esa hora en que las heridas suelen quemar como soles, las cinco de la tarde. Algunas persianas metálicas sueltan a lo lejos sus bostezos perezosos. Apenas hay nadie. En las bocacalles que dejas a tu paso, en los espacios abiertos y penosos que atraviesas como un fantasma, el Levante, ya más fresco, forma corrientes de una sensualidad casi líquida. Se te mete por las gafas de sol, por los perniles de tus bermudas, por entre los dedos de tus manos hinchados por el calor, por la planta de los pies cuando levantas el talón de la chancla. En tus auriculares, una medida profiláctica que pronto convertirás en armadura comprándote unos auténticos cascos, suena lo último de Grizzly Bear, un producto de acabado perfecto made in Brooklyn, es decir, en el epicentro del universo. Al cruzar el estanque de un parque, si se puede denominar a este despropósito urbanístico de aquella manera, las libélulas vuelan bajas y allá en lo alto del cielo un helicóptero desaparece de tu campo de visión. Tu mente está tan vacía como la ciudad que ahora recorres. En esta época del año, los rayos de sol ya no caen tan perpendiculares sobre el trópico de Cáncer. Acabas de cumplir años. Te inunda una extraña e injustificada felicidad. Se parece a la del campesino griego que encontró a la Afrodita de Milos, a la de los jarrones de flores frescas cuando se les cambia el agua, a la de dos respiraciones acompasadas durante la siesta. Te has tumbado sobre el césped y nada importa, ni siquiera tú, porque todo ha pasado, hic et nunc.