Datos personales

Mi foto
En fuga continua de mi propia prisión.

sábado, enero 31, 2009

La bruja

Al final estaban allí, frente a la casa de la bruja, tocando al timbre. Ante tanta desgracia incomprensible, Claudia se había visto abocada a la más racional de las explicaciones, que era a su vez la más irracional: el mal de ojo. Máximo había accedido a acompañarla al chalé de El Viso donde vivía la bruja, entre malhumorado e incrédulo. Se sentía cómplice involuntario de la locura de su mujer.
Tras identificarse y empujar la cancela observaron, mientras atravesaban el jardín, cómo una señora de mediana edad, el pelo recogido en un moño perfecto que no dejaba ni un cabo suelto, abría la puerta de entrada a la vivienda y los esperaba ahí quieta, sin soltar el pomo exterior de la puerta, la boca dibujando una media sonrisa. Claudia sintió un pequeño escalofrío de resignación. Estaba contrariada, como cuando uno sabe que debe ir al médico pero siente un enorme terror.
Les dio la mano a ambos y les pidió que la acompañasen. Sin maquillaje, como recién lavada, con las arrugas propias de una persona que ha sido feliz, su cara rezumaba elegancia, lo que produjo en ambos una buena impresión... un salto cualitativo hacia la confianza.
Máximo percibió que a pesar de la penumbra reinante (caía la tarde y apenas había luces encendidas), la decoración denotaba un enorme buen gusto, que al ponerse de manifiesto también en las ropas de la señora, hacía deducir que se debía a la misma persona: la propia bruja.
Cuando llegaron a una salita, en la que sí había un par de lámparas de mesa encendidas, les rogó que tomasen asiento en el sofá y les ofreció una taza de té. "Estaba preparándolo", dijo. Ambos aceptaron y se quedaron esperando sin mediar palabra. Claudia observó los cuadros (en su mayoría paisajes, aunque de diversos estilos y escuelas). Máximo hizo un repaso a los lomos de los libros que había en un enorme mueble-librería, a su izquierda; parecían buenos, nada que ver con el tipo de libros baratos que se venden en las tiendas de esoterismo.
Marta, que así se llamaba la señora, volvió con el servicio de té en una preciosa bandeja y fue entonces cuando a Claudia le extrañó que una mujer de su posición económica no tuviese una asistenta que la ayudase. El típico pensamiento rápido que no llega a cuajar.
Una vez sentados intercambiaron algunas frases de cortesía, probaron el té y Marta, tras quedarse durante un minúsculo lapso de tiempo observándoles con una mirada entre profunda y risueña, se llevó ambas manos unidas a las rodillas y, como valiéndose de ese gesto para levantarse, les espetó a ambos (a pesar de utilizar gramaticalmente el singular): "¿estás preparada?".
Sin esperar respuesta, que no la hubo, le pidió a Claudia que intercambiase con Máximo el sitio que ocupaban respectivamente en el sofá (para así estar junto al que ocuparía aquella) y volvió de una esquina de la habitación con una hermosa tabla de madera tafileteada. En la otra mano, como por arte de magia, había aparecido una baraja del tarot de Marsella... ¿la llevaría en el bolsillo de la falda?
Primero pidió a Claudia que barajase las cartas. Claudia le preguntó si tenía que pensar en algo, a lo que respondió que no... "eso es cosa de brujas inexpertas", añadió entre risas. Luego se colocó la tabla sobre el regazo y procedió a colocar sobre ella, una a una, el montón de cartas que le acababa de pasar Claudia, en un orden incomprensible, boca abajo. El conjunto formaba un círculo con una línea atravesada en diagonal, como una señal de prohibido aparcar.
Comenzó a darle la vuelta a las cartas. Claudia posaba su mirada sobre ellas como si sus ojos fuesen una mosca moribunda con apenas fuerza para alzar el vuelo...
Marta estuvo como media hora hablando. Claudia apenas la interrumpió. Máximo estaba perplejo.
Cuando salieron de la casa y volvieron a atravesar el jardín, ya cubierto de sombras, Máximo recordó una frase de la bruja y trató inútilmente de alcanzar el hombro de Claudia con la mano, que andaba a grandes zancadas, despavorida. La frase era algo así como que Claudia era como un pájaro, de esos que a veces abandonan el nido para volver con más comida, y que Máximo ("tú", en boca de la bruja) le había cortado las alas, el único instrumento con el que contaba Claudia para volver con la comida.
"Aquel que me dé la libertad me hará su prisionera", recordó que le había dicho Claudia una vez.
La cancela se cerró con un eco violento tras ellos.
Máximo, "tú" en la voz de la bruja, consiguió alcanzar a Claudia, la hizo girar sobre sus pasos y la obligó a fundirse con él en un gran abrazo. Entonces ella, aplastada sobre el hombro de Máximo, comenzó a emitir un sonido gutural y espeluznante (¿eran sollozos o carcajadas?), con tales espasmos que, perdiendo la fuerza que la sostenía sobre sus piernas arrastró a Máximo hasta que ambos quedaron desplomados sobre el suelo.

martes, enero 27, 2009

El relucir de un instante

Hoy, mientras leía El mar de Banville, John Banville, he recordado una estampa repetida con frecuencia durante mi última infancia y primera adolescencia. Yo, en el coche familiar, acompañado por mi hermano, mi padre (al volante) y mi madre (a su lado), volviendo a casa después de alguna pequeña excursión por la provincia de Cádiz. Las ventanas abiertas dejan entrar la brisa primaveral. El sol adensado de la tarde se desparrama por los campos como la yema de un huevo. Estamos en la sierra, descendiendo tranquilamente por una carretera sinuosa. Mi padre conduce en silencio, un silencio interrumpido a veces por mi madre, que deja caer un suspiro o un comentario interjectivo sobre la belleza del paisaje. Mi hermano hace tiempo que está dormido, acurrucado sobre si mismo en el asiento de detrás, junto a mí. Es posible que haga algo de fresco, así que me he puesto un jersey o me lo he echado por encima... Quizás suena la radio. Noticias o música clásica. La luz cae tan oblicua sobre nosotros que mi madre abre la guantera y le pasa a mi padre sus gafas de sol, para que pueda atender mejor a la carretera... Y allí estoy yo, apoyado sobre la ventanilla, disimulando tras un libro que no leo, ensimismado, recreándome en un futuro que todavía no ha llegado, chapoteando en mis ensoñaciones. No sé si son las curvas que mi padre coge con tanta delicadeza, o la sensación de altura sobre los valles, o el sol meloso que se mezcla con los sonidos de la tarde, pero mi imaginación se dispara como nunca jamás lo ha hecho, ensanchándose más allá del horizonte... un despliegue sin fin, como el de algunos mapas de carretera.
El recuerdo de esos meandros, de esos montes, de esos tramos solitarios por los que apenas nos cruzábamos con otros coches, ha llegado a mí encantado, como el descubrimiento de un viejo casete que fue escuchado hasta la saciedad. El relucir de un instante inmenso, lleno de idas y venidas, de ilusiones, de capacidad para la fabulación. El irresistible poder de la curva frente a la línea recta, de la imaginación frente a la realidad.

sábado, enero 24, 2009

Four Orchestral Songs, Op. 22

Escuchando esta música de Arnold Schöenberg uno se siente como limpiando la sangre de un crimen. Tampoco puedes evitar mirar con desasosiego por el balcón ocultando las manos (¿manchadas?) tras el culo...

jueves, enero 22, 2009

Réplica a una frase escuchada al azar

- "Esto parece de colegio"
- "La diferencia es que en el colegio las balas eran de fogueo y las pistolas no estaban cargadas de verdad".

lunes, enero 19, 2009

Mercerías

No sé por qué a los críticos de la versión española de Cahiers du cinema les ha dado por colocar There will be blood en el puesto número uno de las mejores películas de 2009. Lo más interesante de la película es la coda final, esa pequeña pieza de cámara añadida tras un enorme salto temporal y estético, a modo de postizo, en la que el protagonista ajusta cuentas con el reverendo en la bolera. Una bolera neogótica, particulière, muy "cluedo". En ese diálogo final, casi un monólogo shakespeariano, la película repunta... el resto es más de lo mismo.
Todo lo contrario de Entre les murs (La clase), de Laurent Cantet, última Palma de Oro y docuficción de gran impacto humanista, en la tradición francesa de "pensar la educación" que se inicia, cinematográficamente hablando, con Zéro de conduite, de Vigo.

Escribo esto desde La Latina, en una de cuyas casas estoy cuidando de mi hermano enfermo. Cuando llegué, esta mañana gris, parecía que el tiempo no había pasado desde que Almodóvar filmase aquí escenas de Trailer para amantes de lo prohibido... una lluvia fina caía sobre las calles empinadas del barrio y las torres oblicuas de la iglesia de San Isidro... y las mujeres venían del mercado con sus carros llenos de verduras y sus jerseys y chaquetones baratos comprados en "boutiques" de barrio...
Sólo he echado de menos las mercerías. Parecen haber fenecido ante el empuje de los deshabíos chinos...

Ay, qué Madrid éste.

miércoles, enero 14, 2009

L'avventura (Antonioni, 1960)

El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va...
(Juan 3:8)

Hacía casi un año que mi hermano me la había regalado, por Reyes, y todavía no la había visto. No sé a qué estaba esperando...
El argumento es sencillo: Sandro, arquitecto de profesión que se ha hecho rico renunciando a sus inquietudes artísticas, mantiene una relación esporádica con Anna, chica de la buena sociedad y eternamente insatisfecha. Acompañados por Claudia (Monica Vitti) y otros amigos, emprenden un viaje en yate por algunas islas desiertas cercanas a Sicilia, las Eolias, antiguamente volcánicas. En el arrecife de Lisca Bianca, donde atracan el barco, Anna, tras mantener una discusión con Sandro, desaparece de forma misteriosa. Después de peinar la isla y llamar a los carabinieri, Sandro y Claudia regresan a Sicilia para emprender juntos y por su cuenta la búsqueda de Anna, pero poco a poco se ven inmersos en su propia relación sentimental, hasta olvidarse de la existencia (o inexistencia) de Anna. Es decir, que el argumento podría resumirse en la desaparición de una desaparición...
A diferencia de otras películas en las que el o la protagonista desaparecen para dar paso a una segunda línea argumental que acaba superponiéndose a la primera (caso de Psicosis, de Hitchcock), el dispositivo de eliminación de la primera trama parece servir de excusa a Antonioni para que la película deje de tener un argumento: a partir de aquí observamos atónitos el devenir de un docuficción tipo roadmovie en el que una pareja, más que la búsqueda de su amiga desaparecida, emprende una huida cuya motivación no queda del todo explicada...
La película es un continuo paisaje cuyas figuras principales, a veces desdibujadas y otras magnificadas, no supiesen cómo salir de su aburrimiento, de su propio encuadre...
Las localizaciones son espectaculares y, de alguna forma, intangibles y efímeras: la película se abre en un extraño arrabal de Roma (al fondo se divisa la cúpula de San Pedro), propio del desarrollismo urbanístico de los sesenta, en proceso de asfaltado, donde entre grúas y residencias de lujo en construcción, vive la acomodada protagonista... de ahí parten Anna y Claudia en busca de Sandro, al que recogen en su casa del centro de Roma (desde la ventana se entrevé el Tíber y uno de sus puentes antiguos)... luego aparece el yate y los islotes del Mediterráneo... en mitad de uno de ellos sufren un temporal... escenas en el interior antiguo y decadente de la comisaría de policía de Messina, donde dan parte de la desaparición de Anna, y de nuevo reanudación del viaje, esta vez en tren, hasta el pueblo de Noto, donde se alojan en una antigua locanda desde cuyas ventanas se observan las desconchadas fachadas barrocas de la época los virreyes... luego viaje en coche hasta un pueblo fantasma de arquitectura fascista que parece sacado de un cuadro de Giorgio de Chirico, para acabar en una mansión, propiedad de unos amigos, donde se celebra una fiesta...
La incidencia de la realidad en la película parece querer sacarnos continuamente de la ficción propia de ésta: así ocurre con la secuencia de la tormenta, maravillosamente filmada. Los diálogos entre los protagonistas quedan, de pronto, interrumpidos por algún gesto azaroso, como cuando están hablando en el campanario de una iglesia, y en el punto álgido de la conversación, Claudia tira distraídamente de la soga de una campana y la acción pasa a ser la diversión repentina que este hallazgo produce en los protagonistas...
En L'avventura se escucha mucho el viento, y el frufrú que éste produce en las copas de los árboles, por ejemplo. Y los protagonistas están como queriendo continuamente tirarse sobre el suelo o sobre una cama, para descansar o desperezarse...
Los interiores son abigarrados, con primerísimos planos de los actores y capas de perspectivas superpuestas hasta llegar a la calle... o al cielo. Algo copiado posteriormente hasta la saciedad, como en el caso de Wan Kar Wai. De repente, aparece una contraventana, o se abre una puerta desde la que se vislumbra otra puerta, entreabierta al exterior...
La película resulta extremadamente moderna, y morbosa, porque hay un exceso de la mirada... eso que en cine llaman tiempos muertos...
Y luego está esa escena final, tan poética, rodada al amanecer, en una especie de mirador: la pantalla dividida en dos, a un lado el mar y, en el horizonte, un islote; al otro, la destrozada pared de una iglesia antigua... hundido en el banco que une ambas mitades de la pantalla, Sandro, llorando... y de pie, tras él, Claudia, acariciándole el pelo y los hombros...
Final sobrecogedor.

L'avventura ganó el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes de 1960.

martes, enero 13, 2009

Lectura/Escritura

Leo el siguiente y minúsculo comentario de Vila-Matas a propósito de la poesía de lo "mínimo y lo fugaz" de Katherine Mansfield: "con ese tipo de melancolía genial que a Proust, por ejemplo, le permitía describir los destellos del crepúsculo sobre los árboles del Bois de Boulogne". Hay algo enormemente perspicaz en esta acotación de Vila-Matas. Lo pienso desde la soledad de mi habitación, cuando estoy a punto de cerrar su libro para echarme una siesta y suena alguna obra camerística en la radio de la habitación contigua... La luz se desvanece rápidamente y vuelve a uno esa sensación de los colores de la tarde, tardes de aquí y de allá, tardes felices y tristes, tardes perdidas con la radio puesta, de estudio o de trabajo, de merienda o de cama, o de ducha caliente...
De la vida se puede claudicar. De la literatura nunca.
La vida es fuente de inspiración para la literatura pero la mejor literatura es la que se ejerce frente, contra, a pesar de la vida... como la del propio Proust, como la de los enfermos de literatura, como la de los suicidas que se hunden en el río con piedras en los bolsillos, o los locos que caen abatidos sobre la nieve, como la de los viajeros exiliados de Sebald, como si el mundo se hubiese quedado vacío.
En la vida son pocos los gestos verdaderamente hermosos. Pero tenemos la escritura, y su lectura, para poder recomponer sus imperfecciones.
Ah, los árboles del Bois de Boulogne... los colores de la tarde, y la radio, y esa muerte diminuta que acumulamos con cada crepúsculo, y los trabajos de amor perdidos... los he leído tantas veces que podría morir aquí mismo, bajo sus copas tornasoladas, de pura melancolía...

sábado, enero 10, 2009

Nevada

La nevada de hoy ha ralentizado el ritmo de la ciudad.
La gente deambulaba por las aceras, más vacías que de costumbre, como niños con los tacones de sus madres.
Ver las rotondas cubiertas de nieve me ha hecho recordar a mi abuela Anna, que sólo pasó por Madrid una vez en su vida, durante la guerra. Venía de Barcelona, camino de Jerez, donde conocería a mi abuelo y engendraría a mi padre.
También había caído una nevada, y la Cibeles estaba más blanca que nunca, como si hubiese llegado al centro de Madrid directa desde las montañas de Anatolia. Así lo contaba ella...
De vuelta a casa, mientras escuchaba a Morente en el iPod ("pan tostao", otras voces, otros ámbitos) e intentaba no resbalarme, encapuchado como un monje y esquivando los trozos de hielo que se desmoronaban sobre el suelo procedentes de los árboles y los restos de decoración navideña, he sentido la ciudad como si fuera una enorme estancia acolchada...

viernes, enero 09, 2009

Un buen cuadro

"Yo empecé a entristecerme por mi espíritu y por el espíritu de todas las personas que proyectan una sombra mucho más larga que lo que son ellos, y por todas las bestias que caminan solas en la oscuridad; empecé a llorar por todas las bestezuelas que están dentro de su madre, que van a tener que salir y portarse bien, envueltas en la única piel que les durará toda la vida. Y me dije: por ellas yo caería de rodillas, pero no por esta mujer. A ella, ni por orinarle encima aunque la viera arder, dije. Jenny es tan egoísta que no daría ni su mierda a los cuervos. Y entonces pensé: Pobre zorra. Si estuviera muriéndose, de bruces en el suelo, con la cara hundida en unos largos guantes negros, ¿la perdonaría? Comprendí que la perdonaría, como perdonaría a todo el que ofreciera un buen cuadro".

Djuna Barnes, El bosque de la noche

jueves, enero 08, 2009

El origen de un blog

En el tren de vuelta Jerez-Madrid, escucho que un niño pronuncia la palabra pandemonium. No hay nada en la inflexión de su voz que me haga suponer que la esté leyendo en un libro... ¿de dónde la saca?
Se me ocurre crear un nuevo blog cuyas entradas sean palabras encontradas. La idea me entusiasma. Se llamará "Una palabra al día bastará para curarme" y llevará como subtítulo "Del diccionario como terapia, ejercicio mnemotécnico o cronología del azar". La primera será pandemonium: 1. m. Capital imaginaria del reino infernal; 2. fig. y fam. Lugar en el que hay mucho ruido y confusión.
El resto me las iré encontrando: en mis lecturas, en la calle, en la televisión, en sueños...
Días hermosos en Barcelona. Me siento como el que sella una nueva etapa con su ex haciendo con él un gran viaje. Estoy de visita, sin planes, contento. Paseo por el laberinto del gótico. Mercado navideño en la plaza del Pí. Suelos mojados del Raval. El calor de las cafeterías, de los bares, de las máquinas tragaperras. En la plaza del Macba, el ruido de los monopatines se funde repicante con el de las campanas. Humedades, recuerdos, ninguna angustia. No piso el Eixemple. Tampoco veo el mar. Visitamos la fundación Joan Miró. Desde el autobús que sube, que baja Montjüic, observo la ciudad, suspendida en la bruma.
De vuelta en Madrid, bajo el sol helado del paseo de las Delicias, surge la idea de Tres días en París. Un título a bote pronto. Una novela benjamiana, perecquiana tal vez, sobre el paseo como terapia, sobre el arte de doblar las esquinas. Una novela con río y con puentes. Con nombres de puentes. Y con la distancia entre las fachadas de ambas orillas como protagonista.
Empiezo mi recortable de la Puerta de Alcalá. Jamás pensé que llegaría a tener tanta destreza con las tijeras y el cutter.
Ni tanta paciencia.