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En fuga continua de mi propia prisión.

miércoles, febrero 10, 2010

Nuevas de Nueva York

A esa hora "meridiana" en que mi mente, tan encerrada en la rutina prosaica de los días, se suelta y divaga: la hora de la siesta. Como la tarde estaba lluviosa y la luz era la justa, como en estos días mojados y grises del invierno me gusta tanto observar el cielo desde la cama, había descorrido las cortinas del balconcito de la izquierda y levantado las persianas de la ventana de enfrente. En esa posición acostada (sólo los dos almohadones bajo mi nuca rompían la horizontalidad perfecta de mi cuerpo) podía avistar el cielo y poco más: algunos lienzos del muro exterior de mi casa y del de la casa contigua. Ni campanarios ni copas de los árboles. Si no hubiese hecho tanto frío, habría abierto las ventanas, para sentir los olores de la lluvia. En invierno las casas se aislan y esa falta de ventilación hace que tiendan a conservar un olor muy nuestro. Es como si estuviésemos dentro de una pecera: todo lo de fuera nos llega amortiguado, inodoro, silenciado. Aún andaba conmocionado por las últimas frases que había leído en Albertine desaparecida, "mememto mori" sobre la fugacidad de las cosas: "«No me gusta, está restaurada, pero mañana iremos a Saint-Martin-le-Vêtu, pasado mañana a...» Mañana, pasado mañana, era un futuro de vida en común, quizá para siempre, mi corazón se abalanzaba hacia él, pero se ha esfumado. Albertine ha muerto"...
Ahora observaba, bocabajo, la cabeza vuelta de lado, las pequeñísimas gotas de lluvia que se habían estampado sobre el cristal del balcón, como una filigrana. Algunas gotas se habían quedado quietas, pero otras, las de más arriba, corrían hacia abajo como espermatozoides, como culebras hambrientas.
Acto seguido estaba en Nueva York, en un interior de Nueva York, y oía cómo la voz de mi hermano, que era quien estaba conmigo, celebraba mi nueva situación, estar allí con él, en América. Yo estaba contento de estar allí, sobre todo porque sabía que para estar allí, en ese interior de Nueva York, había tenido que hacer un largo viaje, del que no me acordaba: es decir, estaba allí y el largo viaje que me había llevado hasta ese interior no me había dejado secuelas. Sólo segundos después, el tiempo que tarda una gota de lluvia en deshacerse sobre el marco de un cristal después de haberse llevado consigo otras gotas de lluvia, entendí que se trataba de un sueño.
Me quedé mirando el colchón, con los codos apoyados en él, la mirada casi enterrada en la franja de sábana que había bajo mi pecho. Es una postura que, a pesar de lo cansina que resulta, me encanta adoptar mientras converso con alguien en la playa, sobre una toalla. Mientras reconstruía el sueño, sentía ese placer que siente uno al estirar los músculos después de estar durante mucho tiempo inactivo...
Pero los sueños, como ciertos brotes de inspiración imaginativa en que todo cuadra a primera vista, son delicados como plantas que cambian de entorno. Al tratar de plantarlos en terrenos más reales se mustian. La tierra de que está hecha la realidad (la escritura también) es de amasado más difícil; un algo complicado, resistente, quizás el tiempo, sin más, media entre ella y nosotros...
Esta entrada es lo que queda de ese trasplante.