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En fuga continua de mi propia prisión.

domingo, febrero 21, 2010

Fuencarral con Carranza

Los viernes solían ser días ufanos. Robaba algunas horas a mi trabajo y, periódico en mano, desayunaba en la calle. Me viene a la memoria una ciudad en sostenida primavera... Solo o en compañía de F. buscaba un rincón soleado de alguna placita de Malasaña o de la cercana plaza de Olavide (que tan asociada tengo también a L., amiga de toda la vida, reencuentro feliz de mis últimos tiempos en Madrid). En mitad de esa mezcla, tan de allí, de sol y rachas de aire fresco agitando las hojas del periódico, leía la OnMadrid, esa guía del ocio que salía los viernes, repasaba las críticas de los estrenos, veía la cartelera de cine, repasaba someramente las noticias, apuntaba mentalmente aquellos restaurantes, cafés o coctelerías que quería visitar, me sentía parte activa de una ciudad que iniciaba con vitalidad (y cierta bulimia) el fin de semana. Muchas veces iba al mercado de la calle Barceló, donde compraba frutas, verduras y carne o pescado, para dar alguna cena en casa o hacer alguna receta de fin de semana: huevos benedictinos con salsa holandesa, ragú con patatas, carrillada ibérica...
Otras veces daba largos paseos con F, a lo largo de los cuales visitábamos tiendas o exposiciones, paseos que se prolongaban hasta la hora del almuerzo, momento en que buscábamos algún sitio de menú agradable.
Muchos de esos viernes exultantes me concedía pequeños caprichos y entonces entraba en la tienda de Harmonia Mundi, justo al lado de casa, y me compraba algún disco: las partitas para violín de Johahn Sebastian Bach, una misa de Francisco Guerrero, el libro de las canciones grises de Reynaldo Hahn o el primer volumen de la integral de cantatas de Haendel, algún cuarteto de César Frank, de Debussy o de Ravel. Qué agradable llegar a casa y partir con impaciencia el plástico de esos cedés, antes de colocar en la despensa la compra del mercado...
Cuando me pillaba por las zonas más nobles de la ciudad, alzaba la vista hacia las cornisas de los edificios, o hacia las ventanas más altas de algunas casas, que dejaban ver las lámparas o las molduras de interiores de meridiano aire burgués, una forma de ensoñación, otra forma de autoengaño.
Esta semana, escuchando un par de canciones de Madonna, Heartbeat y Dance 2night, canciones banales como nuestro tiempo que han actuado sobre mi memoria de forma similar a la célebre baldosa del patio de los Guermantes, he recordado algunos paseos solitarios y mohínos por la ciudad en la que vivía hace ya algunos meses, que me han llevado, cual hilo de Ariadna, a esos viernes ufanos y primaverales.
Entonces me ha subido por el alma un punto de la ciudad que, quizás por ser aquel por el que más veces he pasado, me ha "cosido" (como el instante de luz que "cose" un ser con un espacio en una fotografía) a ese todo informe, difícilmente aprehensible, que es Madrid, aquella época y yo: el doble paso de cebra que tenía que cruzar para ir de una acera de Fuencarral a otra acera de la calle Carranza. Y es que a veces, un dolor insignificante y minúsculo pero perfectamente localizado, dígase el que nos produce un padrastro o un pequeño corte en el dedo producido por un descuido, nos hace tomar conciencia de todo el cuerpo desde el que sentimos, desde el que participamos en el mundo...