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En fuga continua de mi propia prisión.

lunes, mayo 18, 2009

La loca de L'avare

(Un homenaje al cuarto capítulo de El bosque de la noche y, en general, a toda la literatura iracunda)

Vivía sola, en la parte más aireada y ventilada de la ciudad, pero sobre las ruinas de un infierno. Hacía años había escrito y publicado un par de novelas cortas ("nouvelles" las llamaba ella), aunque llevaba tiempo acabada. Su único modo de vida consistía en recibir migajas económicas de una parte de su familia. Este "mecenazgo" no se debía a que creyesen en ella; era simplemente por pura lástima.
Aquellos defectos que durante su juventud pudieron darle cierto encanto y humanidad se habían convertido en rasgos inamovibles de su carácter, eran como el pegamento de una personalidad insegura y resquebrajable: ahora era tacaña, indolente, histérica y obsesiva. En su pequeño mundo sólo entraba ella, y apretando el culo para no tirar los pocos principios que (sólo ella) creía que le quedaban.
Se había obsesionado con los números: se pasaba el día haciendo cuentas, contabilizando amigos, descargándose archivos, ahorrando espacio y economizando sus tareas domésticas; sumando y restando, con la boca torcida. Sufría una auténtica bulimia moral. Su producción literaria había crecido enormemente, sin duda, pero en detrimento de su calidad. Sus amigas, que eran cada vez menos, bajaban la cabeza cuando escuchaban sus relatos y pasaban a otra cosa: preferían alabarle el último arreglo de una vieja chaqueta o decirle lo bonitas que estaban sus plantas. Su apego a la frivolidad (ya sólo cultivaba relaciones frívolas) ponía de manifiesto un enorme poso de amargura.
A los extraños les resultaba divertida, pero no por sus ocurrencias sino porque toda ella era un disparate. El descubrimiento de las redes sociales virtuales hicieron que se deslizase peligrosamente a la "ascética" de los hikikomori. A su edad...
Su casa, donde ella creía que reinaba el buen gusto, producía una extraña sensación de miseria. Era como estar frente a la jaula vacía y sucia de un animal salvaje moribundo. Le gustaban los hombres feos y delgados. Había perdido el norte de la belleza.
Era imposible confiar en ella, porque no sabía guardar un secreto.
Vivía obsesionada con el tiempo y era profundamente insegura. Su frase más recurrente era "un momento, un momento", como si viviese amenazada por el resplandor de un flash que le impidiese salir bien "en la foto". A veces se creía víctima de las conspiraciones más absurdas y cuando estaba fuera de casa, parecía desnortada: como si le hubiesen hecho dar vueltas y vueltas y acabasen de soltarla a empujones en el juego de la gallinita ciega. Dada su inseguridad, le encantaba la compañía de la gente anodina, aunque tenía clavada la espinita del beau monde. Le encantaba ir a los saraos para besar a todo el mundo y espetarles un exagerado "hoooooola".
Era especialista en crear conflictos... la tercera en discordia. Nadie se acordaría del jueves si no estuviera en medio de la semana.
Su estrecho universo personal bebía a medias del dogmatismo pequeñoburgués y de la baratura New Age. Había recogido lo peor de cada mundo: del primero su obsesión por las formas más ridículas (cómo se debe comer, cómo se debe hablar); del segundo su obsesión por un contenido pseudotranscendente (qué se debe comer, sobre qué se debe hablar). Evidentemente, ambos ejes eran completamente ajenos al arte verdadero.
El amor la consumía, literalmente. Dado el reducido espacio de su mundo, enamorarse era para ella como tirar tabiques y abrir ventanas. Pero le podía la codicia... al final se sentía como un mendigo en un palacio. Sus posibles parejas huían de ella como de la peste bubónica.
Esquivaba los problemas, excusándose en su infancia. Pero era tal su grado de indolencia, de desimplicación, que esto empezaba a convertirse en un asunto mayor. Creía estar en posesión de la verdad y del saber estar, así que se pasaba el día corrigiendo a los demás, interviniendo sin solicitud previa. Podría estar reventando bajo su propia viga que su último suspiro se le iría en quitar pequeñas pajas de los ojos ajenos.
Era, en resumen, una mala persona. Pero no en la acepción moral del término. Era mala en su género, como una de sus malas novelas.