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En fuga continua de mi propia prisión.

domingo, agosto 21, 2011

Pues no tenemos en la tierra hogar permanente (Hebreos, 11-12)

Una racha de aire fresco penetró en la habitación por el balcón abierto. Miró desde la cama el cielo cubierto de golpe, apuntando tormenta. Se dió la vuelta hacia la pared pero un algo incómodo se había instalado a su lado. Aunque trataba de cerrar los ojos para recuperar el abandono propio del sueño, no podía: el verano había tocado a su fin y ahora tenía que incorporarse. Había que moverse de nuevo, abandonar aquella ciudad e intentar imaginar un futuro en algún otro sitio, más grande, con mayores oportunidades. Oportunidades laborales, oportunidades sentimentales. Había tomado la decisión de volver a casa de sus padres por unos meses, unos meses de "sacrificio" en los que ahorrar algo de dinero para iniciar tal aventura. Pero, ¿era una aventura o más bien una maldición? Hacía años que no paraba de moverse: cuando parecía encontrarse bien en un lugar, una racha de aire fresco, un repeluco, le movía a marcharse en busca de abrigo a otro lugar. El último de los cambios no se debió a un caprichoso golpe de fresco: esta vez la tormenta le pilló en plena intemperie; llegó a casa empapado, con el corazón encogido, tirando a duras penas de las maletas, rodeado de pasado. Uno se imponía unos objetivos, se figuraba un futuro continuo, pero al final, las malas hierbas lo invadían todo: una variedad perfectamente reconocible, tan nuestra como el sudor, como el olor de una cama en la que hemos pasado una semana con fiebre. A veces, cuando uno se aburre de sí mismo, sólo le queda tratar de divertir a los demás. Toda colilla moribunda encierra la posibilidad de encender nuevos cigarrillos...
Como quien pasa el dedo por un piano desafinado, en escala descendente, recorrió con la mirada los lomos de los libros que había sobre la estantería: estaba a punto de pensar en algo complejo, algo que le costaría un esfuerzo casi muscular, como limpiar un gran jardín abandonado lleno de hojarasca huérfana. Sonó el teléfono y no lo cogió. Una sed que parecía no tener fin lo condujo lentamente, a tientas, hasta la cocina. La casa se había anegado de sombras.