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En fuga continua de mi propia prisión.

domingo, enero 09, 2011

Una página arrancada...

Llegué a casa borracho y cansado, con las botas mojadas y el pañuelo del cuello sobre la cabeza. La lluvia golpeaba en las persianas y mi propia soledad resonaba como un piano con el pedal pisado. ¿Sería así por los siglos de los siglos? Entonces me hubiera gustado coger algún libro de la biblioteca, uno de Stendhal o del vizconde de Chateaubriand, de esos en que los protagonistas participan en la guerra como si se tratase de una pieza de teatro, de esos en que se atraviesan los Alpes a caballo o en carroza, de esos en que se espera la aparición de alguien amado delante de un tapiz o con el tacón clavado en la alfombra, durante la sonería de un reloj de tema mitológico, con dos cuerpos desnudos apostados a cada lado de la esfera. Pero estaba cansado y me eché sobre la cama, a oscuras, escuchando la lluvia que afiligranaba el cristal de mi dormitorio, detrás de la gruesa cortina opaca. Yo notaba que mi cuerpo obtenía su merecido, que no era otro que esa horizontalidad siempre tan buscada, el edredón ocultándome como si fuera una segunda piel, una concha con sus fractales naturales, despedida de algún contexto. Estaba cansado pero pensaba en todo ese lastre de la vida pasada y en aquel de la que estaba por venir, aún más pesado, ahí fuera, en esa otra parte que es el mundo, con sus criaturas y sus objetos, todos relacionados por analogía. Y entonces me puse a pensar en la torre Eiffel, en su infinidad de piezas de hierro grisáceo, y en las patas arrugadas y secas de los elefantes, y en la escasa distancia que mediaba entre una y las otras. En el imperativo de mi cansancio, todo podía colocarse en fila india: el perfil boca arriba de Claudio y los dulces ronquidos de S., de una intimidad renovada, como el nacimiento de un río que luego se pierde bajo las rocas. A lo largo de la noche me desperté en varias ocasiones: miraba el reloj y veía algunos mensajes comerciales que llegaban a mi teléfono. Me fijaba en la hora: los intervalos eran perfectos, como la noche y el día de los períodos equinocciales. Trataba de recordar todo lo que me venía a la mente, recreándolo con fruición, doblándolo con esa fuerza al final minúscula que se ejerce sobre los materiales volátiles, como cuando fijamos sin alfileres, sólo con el dedo índice y el pulgar bien apretados, la marca de un dobladillo. Veía también como si hubiese enfilado un largo pasillo solitario, que quedaba mucho para salir de él, que saldría por mi propio pie, quizás a un paraje de cosas exánimes, de un verde ennegrecido como el de los pinos del retrato de Ginevra de Benci, de Leonardo, y la felicidad, conocida, un recuerdo nada más, habría quedado lejos, al otro lado, y ya sólo habría lugar para una suerte de extrañamiento, indoloro, como de otro planeta. Así veía yo ahora mis vidas pasadas, desperdigadas por algún sitio como ropas abandonadas ante un estado de inminencia, de deseo arrebatador, de auxilio a orillas del mar, quizás. Y entonces volvió a aparecer el último de los fantasmas, al que nunca había visto sonreír, o eso creía yo, con sus torpes manos y sus pies aún más torpes, y yo notaba que algo me impulsaba hacia él, hacía sus rodillas que yo intentaba bloquear con un abrazo, pero él se deshacía como un cubito de hielo cuando se lo manosea, y fue en ese momento cuando pensé que sí, que me gustaría asistir al apocalipsis, y vi cómo crecían las aguas de los ríos, cómo rompían en estruendo los grandes ventanales del Louvre, del Kunsthistorisches, de la biblioteca Medicea Laurenziana, de las iglesias de Amsterdam y de Londres, y observé atónito cómo se desgajaba la isla de la Cité, yendo a parar a un bajío del mar de los Sargazos, con la aguja de la Sainte Chapelle medio enterrada y torcida, y cómo el bastidor partido del Entierro en Ornans, de Courbet, otrora en la antigua estación de Orsay, quedaba encallado en la desembocadura de un río de Brasil, quizás un ramal desdoblado del Amazonas, todo lleno de copas de árboles decapitados, con un sinfín de astillas, de ramas revolcadas y atascadas, como el nido vacío de un ave de bestiario gigante y monstruosa.