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En fuga continua de mi propia prisión.

martes, enero 04, 2011

Ancha

Mi hermano y yo estábamos en un coche, aparcado en la calle Ancha, justo delante de la casa en que vivían mis abuelos. Hablábamos de aldabas. Yo le explicaba que mi favorita era la del palacio de Dávila, que no era otra que la que había en el portón de mis abuelos: una especie de serpiente cuyo cuerpo iba engordando a medida que la mano se deslizaba hacia la base del tirador. En la lógica aplastante de los sueños estábamos casi a ras del suelo, sentados con normalidad en los asientos delanteros del coche, pero teníamos la perspectiva que se tendría desde la segunda planta de un Routemaster. Porque, de hecho, a nuestra izquierda no paraban de pasar autobuses de dos pisos y veíamos perfectamente la cabina de arriba, a la que se tenía acceso directo. Se ve que estábamos en paralelo a una parada de bus. Mi hermano comentaba que él se subía (normalmente) en uno parecido. Al rato (¿cuánto tiempo?) la amenaza se hace realidad y mi hermano entra precipitadamente en uno de los autobuses, dejándome solo en el coche. Casi ni se despide. La llave del coche está en el interruptor de contacto pero yo sé que no puedo cerrar el coche (ni los cristales) y que tengo que llevarlo al garaje de mis padres. Así que tengo que conducir. No tengo ni idea pero como si estuviese en un coche de juguete giro la llave y piso el acelerador. La calle Ancha no es la calle despojada que es ahora; está llena de árboles enormes y frondosos que la siembran de sombras y filigranas de luz. El acelerador es a la vez el freno y al detenerme en un semáforo casi arrollo al motorista de delante. Al alcanzar el islote que hay en mitad del arco de Santiago, una mujer que hay sentada en un banco se da cuenta de mi temeridad y veo cómo se aleja hacia una pared, arranca un papelito (tipo los que están previamente cortados como púas de un peine bajo anuncios particulares que van desde habitaciones para compartir a clases de chino) y llama a la policía. El teléfono de la policía se consigue en estos papelitos. Pero yo, en el estado de arrojo que me produce estar haciendo algo que pensaba que no sabía hacer, confío en que llegaré a mi destino (la casa de mis padres) antes de que aparezca un policía. Doy la vuelta al islote, con sus farolas como mástiles de barco a cada lado, y entro de nuevo en la calle Ancha. Pero las señales de tráfico habituales han cambiado. Sé que las leyes de tráfico son duras, lo que acerca el tiempo del sueño a la actualidad, pero el ambiente rozagante de la calle es como el de un verano de los años ochenta. Al llegar a mitad de la calle observo un cilindro de plástico con una flecha verde (como las de las autovías cuando están en obra) que señala un desvío obligatorio a la derecha pero yo sigo hacia delante. Cuando llego a la altura del antiguo cine Ribas me doy cuenta de que debo dar la vuelta. Pero ahí se acaba el sueño.

Salgo de él con una extraña sensación de ampliación de mí mismo. Me sorprende que sin haber recibido jamás una lección de tráfico, tenga interiorizado el significado de las señales. Y me sorprenden mis dudas, mis retos en el sueño: las trampas que yo mismo me voy poniendo. Mis sentidos, mis recuerdos, mi inconsciente configuran un magma confuso que me excede. Y siento una felicidad repentina, como si los puntos de sutura se hubiesen roto y el límite del horizonte hubiese creado una alucinante fata morgana. Y pienso que quizás el sueño esté relacionado con el manual sobre tractores Case que estaba traduciendo anoche, o mejor aún, con este hermoso pasaje final de Los anillos de Saturno, de Sebald, que ayer terminé. Y subrayo en negrita lo que para mí tiene más relevancia ahora, algo posiblemente que él habría "pasado por alto", ese espejismo de las cosas hechas y aprendidas, luego quizás desaprendidas y olvidadas, y devueltas de nuevo, esa brecha no suturada que produce la vastedad de los años y de las cosas sobre nuestros ojos y oídos minúsculos y perdularios: "Y Thomas Browne, quien, como hijo de un comerciante de seda, debía de entender especialmente de esta cuestión, apunta en algún lugar de su escrito Pseudodoxia Epidemica, que me ha sido imposible encontrar, que en la Holanda de su tiempo era costumbre que en la casa de un difunto se tapasen con crespón de seda de luto todos los espejos y todos los cuadros en los que se contemplaban paisajes, seres humanos o los frutos de los campos, para que el alma que está abandonando el cuerpo no se distraiga en su último viaje, ni por la mirada a su propio ser, ni por la mirada a la tierra que está abandonando para siempre".