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En fuga continua de mi propia prisión.

jueves, octubre 25, 2012

Sprezzatura

A mediodía, entre las doce y la una, era corriente encontrarla en la Wallace Collection, Manchester Square, Marylebone, Londres. A veces entraba con los restos de su lunch bag en ristre, una manzana que estaba demasiada pasada mordida o el estuche de plástico con fuerte olor a mostaza de una ensalada. Subía la escalera, atravesaba el comedor, lleno de pintura rococó francesa, y se dirigía, en un estado de inminencia parecido al que antecede a un juego en el que asumimos cierto riesgo, a la galería del siglo XVI, donde estaba el retrato en cuestión, frente al que tomaba asiento en una de las banquetas, de manera ordenada y elegante, como disimulando su prisa, su enajenación. Justo detrás de ella, sobre las vitrinas donde se exponían piezas de vajilla, porcelana y cristal, colgaban algunas obras destacables de la escuela veneciana, así como alguna obra religiosa de Cima de Conegliano y Bernardino Luini. A esa hora del otoño londinense, la luz que entraba por los cuarterones inferiores de los ventanales, apenas tapados por las cortinas, una luz que incluso en los días en que no había bruma o llovía, parecía formar parte - de tan debilitada - de un último suspiro, se confundía con la luz artificial de las lámparas de araña estilo Imperio, de modo que resultaba fácil pensar que ya era tarde, que había casi transcurrido otro día. Los visitantes eran escasos y en su mayoría solitarios; a lo sumo, alguna pareja en la que uno asumía el rol explicativo y el otro se dedicaba a prestar oídos y a asentir. A veces se oía la tos del vigilante, poco más o menos que escondido tras un aparador, o la sonería de algún reloj de la sala contigua.

El retrato en cuestión era el de Lord Herbert de Cherbury, de Isaac Oliver, pintor y miniaturista de origen francés nacido en la década de 1560, cuya familia, de religión protestante, se había instalado definitivamente en Inglaterra huyendo del clima inhóspito en que se hallaba Francia tras el estallido de las guerras de religión. La pintura, no exenta de la rigidez y de la perspectiva algo torpe que caracteriza al último período jacobino, resultaba sin embargo enormemente llamativa y, por su excesivo colorido y su temática, derivada de los estudios que, tan en boga en aquella época, relacionaban la bilis negra o melancolía con el genio artístico, entraba de lleno en eso que se ha dado en llamar "romanticismo isabelino": en mitad de una hermosa floresta, de un verde intenso y casi de mentira, ligeramente interrumpido por algunas hojas agostadas de los árboles más cercanos al espectador, bajo un cielo de finales de verano, nos encontramos en primer término con Lord Herbert, yaciendo de frente en toda la longitud del cuadro, ante un arroyo que, en el imperativo de su discurrir rumoreante, semeja desprenderse del listón de abajo del marco. Al fondo a la derecha, en un claro del bosque, vemos al paje del noble, que parece haber colgado la armadura de su señor sobre unas ramas, y que todavía porta en la mano el casco empenachado de un rojo intenso. A su lado descansa un caballo blanco, deliciosamente enjalbegado de azul, justo detrás del que se adivina otro marrón. Lord Herbert apoya su cabeza, a la altura de la sien, sobre una mano y hace descansar la otra, de un blanco níveo y bellamente modelada por el pintor, sobre su jubón. El elaborado encaje de los puños y el cuello desvelan una cierta vanidad. A pesar de que el brazo que se extiende a lo largo del cuerpo lleva sujetos el escudo y la espada, a pesar de las botas de montar, con espuelas, a pesar también de su mirada directa e intensa, que parece no cavilar en una ensoñación bajo el signo de Saturno, a pesar de todo ello, la pose del caballero, de una sprezzatura propia de los de su clase pero relajada (desabrochada, dijéramos), y todo ese tiempo de reposo generalizado que transcurre en un segundo plano, nos invitan a pensar en un carácter más bien melancólico, ajeno a este mundo, afín a la poesía...

Eso pensaba también ella, mientras observaba cada detalle del cuadro, sentada frente a aquel frontispicio de otra realidad, tan cercana y a la vez tan lejana, antigua y muda. En la cara del caballero, que con su barba y su bigote ralos, intensamente negros, y con su tímida e inteligente sonrisa, irradiaba una feminidad perdida aunque estructural (parecida a la de algunos transexuales masculinos), creía ver ese exceso de amor por uno mismo con el que algunos seres excepcionales compensan lo poco que les pueden dar los demás, porque de lo contrario se volverían locos. También le recordaba a un compañero de oficina, galés como el retratado, del que había creído estar enamorada a principios de ese otoño, por aquello de sobrellevar mejor el día a día en la agencia de alquiler de locales para grandes eventos donde trabajaba, por aquello de recibir una carta manuscrita (redactada por ella misma) entre tanta factura y correspondencia del banco; por aquello de no volverse loca, en definitiva. Con él había terminado un par de veces en algún afterwork cercano a Regent's Park al acabar la jornada, como a dos palmos del suelo, deslizándose por un idioma que no era el suyo como quien lleva zapatos inadecuados para la lluvia y teme resbalarse, con las agujetas del que aprieta durante un buen rato el vientre para no dejar que la barriga se descarríe en su obscena curvatura, agarrada al brillo de unos ojos ajenos entre el olor agrio de la cerveza.

Un día entró en el museo un grupo de escolares, pequeños, de entre cuatro y seis años, acompañados de sus tutores y valedores, armando gran trapatiesta. El tumulto de sus voces extranjeras, de tono menor y atiplado, primerizas, le produjo una fuerte conmoción; se sujetó a la banqueta como si estuviese en mitad de un temporal en alta mar, clavando su mirada a la del caballero. Era como si en aquellas voces infantiles no encontrase asidero con el que aferrarse a la realidad, como si aquel sonido, otras veces perfectamente reconocible, perfectamente familiar, perfectamente sentimental, le remitiese ahora a un lugar que jamás hubiese pisado - una laguna atroz, un vacío descomunal. Cuando al cabo de no se sabe cuánto tiempo, los niños abandonaron la sala y su alboroto dejó paso en escala al graznido de las aves que, tras los cristales, revoloteaban entre los árboles de la plaza, se levantó, atravesó el comedor, bajó veloz la escalera principal y casi saltó al exterior mientras se abrochaba con firmeza el cinturón de la gabardina. Luego, ya no volvió ahí nunca más.