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En fuga continua de mi propia prisión.

lunes, octubre 15, 2012

Colillas

- ¿No es extraño?
- ¿Qué? - le espetó.
- Que haya perdido la alegría. Ha bastado un día para que la pierda.
- Pero si saliste ayer entusiasmado del cine; fue como si te hubieses dado un revolcón por la playa y te hubieses embadurnado de arena y de agua...
- Sí, pero al volver a casa...
- ¿Qué pasó?
- No sé, un desconocido se dirigió a mí. No había un alma en la calle. Era noche cerrada y parecía que fuésemos los dos últimos seres con conciencia sobre la faz de la tierra. El desconocido me dijo algo que yo no entendí. Una desconfianza extraordinaria se apoderó de mí y apreté el paso hacia la cancela del parque que se erguía misterioso al final de la calle. El parque desprendía una mudez ensordecedora y negra, y las raíces de los árboles cercanos a la verja deformaban levemente la acera, que parecía un cuerpo blando atravesado por una arteria palpitante. Cuando llegué a casa el aire frío se había instalado de tal forma en mi garganta que me hice una manzanilla. Quería deshacerme de ese cuchillo frío y afilado. Sostuve la taza entre las manos y me fui a la cama con ella. La luz de la mesilla desprendía un tipo de luz semejante a la de una chimenea. Tenía muchos libros empezados junto a mí, pero no sé por qué, me puse a leer ese maldito y soberbio libro, Los anillos de Saturno.
- Es un libro ciertamente inquietante... aunque brilla entre sus contemporáneos como Sirio en el cielo nocturno.
- Pues a mí me apagó la alegría. Hoy me levanté con una enorme sensación de cansancio, como si llevase siglos viviendo y todo fuese una condena.
- No le des importancia. Cuesta hacerse al invierno; es eso, simplemente.
- Desperté y me sentía magullado y aturdido. Como si una ola me hubiese arrastrado por la orilla del mar; desconcertadamente ridículo, como después de una caída. Los movimientos económicos y automáticos con que ejecuto el ritual del desayuno eran torpes y me sentía como en una casa nueva, como si estuviera de visita quizás. La alegría es como "un copo de hollín etéreo que se desprende de una chimenea", por citar al escritor del que hablamos...

Su interlocutor no dijo nada. Se limitó a mirar al suelo con un indisimulado histrionismo, para luego arrojarle de golpe toda aquella fingida histeria sobre los ojos. Entonces él apartó la mirada y observó que aquí y allá, entre el adoquinado mojado por los restos de lluvia, ahora reluciente por un sol aún tímido, colillas de diferentes marcas, aspecto y color, yacían deformadas como víctimas de un combate feroz.