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En fuga continua de mi propia prisión.

jueves, marzo 04, 2010

Un amanecer más temprano

Llegó a Madrid muy joven, como en segundo o tercero de carrera. Era una chica alta y competente, participativa (sobre todo en las reuniones del bar de la facultad), y antes de licenciarse, a pesar de no descollar demasiado en clase, ya ensartaba un trabajo con el siguiente. Al principio en cortometrajes de colegas, como chica para todo, luego de meritoria, de runner, de realizadora en programas de televisión, hasta que se asoció con un amigo, pidió un crédito en el banco un día de abundante lluvia y montó su propia productora de cine. Pero eso fue luego...
En aquellos años de universitaria tenía una fuerza y una vitalidad extraordinarias, que te llevaban a emparentarla con esas primeras colonas del oeste americano, de manos grandes y ojos inquietos, que dando un golpe en la mesa, como movidas repentinamente por esa consigna de "primero la obligación y luego la devoción", detenían en seco las risotadas con que acompañaban una reunión distendida y se levantaban de la silla con un hambre voraz por comerse el mundo. El mundo era un Madrid provinciano y raquítico, que estaba por hacer...
Cuando estaba acompañada, tenía una risa retumbante, aunque a menudo se reía a solas de sus propias cosas, en silencio. Se hacía mucha gracia a sí misma. El éxito, como quien dice, no le vino solo: siempre llegaba tarde a casa, apenas iba al supermercado, escuchaba música sólo en el coche (cuando iba de un sitio a otro) y si acudía a algún estreno lo hacía por motivos profesionales. Conocía a muchísima gente aunque su grupo de íntimos se reducía a unos cuantos colegas "de curro". Sin ser muy consciente de ello, prefería la compañía de los hombres a la de las mujeres. En un universo sólo transversal en apariencia, donde todo tendía a la asfixia de los "bajos fondos", es decir, al sector menos intelectual y cultivado de la pirámide profesional, estar a la hora del almuerzo rodeada de hombres, o mejor, ser aceptada codo con codo, bandeja con bandeja, como casi la única mujer, era una forma de destacar. Como al final todo se pega, en los últimos años, no sin cierta mala conciencia atávica (una conciencia que florecía especialmente cuando se alejaba de Madrid), se había ido deslizando, por esa extraña pendiente del deseo, hacia las puertas de Gomorra. Aunque odiaba la palabra lesbiana, ahora le gustaban más las mujeres. Pero le atraían de una forma muy hetero, muy anclada en la dicotomía: al igual que entre sus compañeros masculinos de trabajo aprovechaba su diferencia, en sus nuevas relaciones sexuales trataba también, aunque sin darse del todo cuenta, de interponer esa diferencia, no considerándose, de algún modo, una de aquellas. En el liminar mundo de la entomología, ella quería ser ese escarabajo raro aún por catalogar.
Con su vida sentimental le pasaba como con las películas que trataba de ver en casa: se entregaba con enorme ímpetu pero llegaba un punto en que el cansancio (más aún que el aburrimiento, que en realidad era un sentimiento desconocido para ella) la tumbaba y hacía que se perdiese el final. Por otra parte, su vida sexual era muy de "aquí te pillo, aquí te mato". De generación espontánea y volátil. No sufría por ello y, aunque sólo a los más íntimos, le encantaba contarla. Porque con los años había llegado a darse mucha importancia a sí misma, aunque era una importancia ajena a la presunción, como la de los idiotas o los locos. Contaba su vida a base de interrogaciones ("¿y sabes con quién me encontré?"), como tratando de crear grandes expectativas en su interlocutor...
Tenía un gusto vulgar. A falta de mundo interior, había ido cogiendo prestado. Como sus fuentes estaban tan limitadas y eran tan obvias, tan de su sector, el tono final era de un gris deprimente. Pero esto sólo lo apreciaba el ojo delicado; el común de los mortales no sólo aceptaba el resultado sino que solía alabarlo. Había sabido colocarse en una posición correcta y ciertos estereotipos de corrección estética tenían, incluso desde un punto de vista moral, el éxito garantizado. Le gustaba agradar, porque era la forma más rápida de sentirse querida, y qué mejor que olvidarse de una misma para conseguirlo. Al final había naturalizado esta estrategia: era su mayor desconocida. Su ego estaba muy marcado, pero era como el de esos héroes de novela de aventuras; era narrativo, anterior a la psicología. A la gente le caía bien; aunque su mérito no consistía en caer bien sino en no caer mal.
Jamás habría querido para sí la fama, ella estaba en otra vía, pero le gustaba sentirla próxima. Se daba cuenta de que esa segunda línea, esa retaguardia de los amigos o conocidos de famosos, donde ella estaba, tendría más oportunidades de sobrevivir a los vaivenes de la popularidad y, por tanto, ocuparía siempre un lugar en aquella "guerra". La vecindad de estos resplandores urbanos daba a su vida un brillo luminoso pero, a pesar del cambio de los tiempos, su historia no distaba tanto de la de sus abuelos, que volvieron ya jubilados al pueblo después de haber hecho "los madriles", trabajando como mulas, en ese ámbito putativo y engañoso, siempre contiguo, del "servicio doméstico".
Hace poco, estando yo de paso por Madrid, me la encontré en un restaurante. Estaba a un extremo de la mesa más larga del comedor, ruidosa y vocinglera. Me pareció ver por allí, sentados, a algunos rostros conocidos. Intercambiamos algunas frases de compromiso. Estuvo amable, como de costumbre. No había perdido el atractivo... me contó que su empresa estaba atravesando algunos problemas. "La crisis, ya sabes". Nos despedimos. Luego estuve un rato bailando con mis amigos y volví sola en taxi al hotel, ya amaneciendo. Entonces, mientras miraba por una de las ventanillas traseras aquel espectáculo de azules, rosas y dorados diáfanos, de calles recién regadas, de cornisas monumentales, entre recuerdos de mis años mozos en aquella ciudad, la imaginé en ese momento del día, quizás el más íntimo de todos los suyos, al volante de su coche, empezando la jornada, con apenas un café en el estómago, dispuesta a comerse el mundo... ese Madrid que ya estaba hecho, aunque de aquella manera.