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En fuga continua de mi propia prisión.

sábado, enero 16, 2010

Pasajes de París (III): animales disecados, autómatas...

Deyrolle (rue du Bac 46), una de las tiendas más espectaculares del mundo, dedicada desde 1831 al arte de la taxidermia: los turistas la visitan como si se tratase de un museo de historia natural. En Deyrolle hay elefantes, osos polares, una jirafa y miles de especies de mariposas y escarabajos disecados. También hay un sinfín de pájaros, con sus plumas del paraíso y sus ojos vidriosos y escudriñadores. Hace unos años, durante una noche de verano, como si aquellas pieles inanimadas hubiesen invocado de forma meléfica el nombre de Noé, Deyrolle salió ardiendo... estuve contemplando el libro con las fotografías del desastre; el fuego había convertido aquella tienda de dos plantas (donde la luz grisácea de la ciudad se cuela silenciosa por sus enormes ventanales) en un auténtico horror. No me extraña que muchos de los artistas que viven en el vecindario (los artistas de la rive gauche: Anselm Kiefer, Sophie Calle, Nan Goldin) acudiesen como aves de rapiña a registrar y fagocitar aquellas cenizas; es como si hubiesen recibido una invitación del propio Dante para visitar el infierno... ¿quién se resistiría en el estado actual del mercado de valores del arte a no hacer de tal masacre estética una metáfora?
Hoy hace más frío que en días pasados. Sin embargo, la luz de la mañana se refleja deslumbrante sobre las ventanas sin visillo de la île de la Cité. Las gárgolas de Notre Dame, tan románticas en un sentido estrictamente histórico, se reverberan sobre los cristales de los inmuebles vecinos. El cielo está despejado. El sol, aunque no calienta, lo ilumina todo. Es como si acabasen de limpiar la plata: tengo la sensación de estar en una ciudad redescubierta, bruñida a fuerza de frío y de luz. En la tantas veces visitada iglesia de Saint Gervais-Saint Protais, religiosos y religiosas mezclados cantan durante la misa. Las ojivas góticas de la iglesia, sus finísimos pilares, su iluminada majestuosidad me hacen pensar en el interior de un animal mitológico. Me gusta la desnudez de las iglesias de París, la hermosa música que escuchas por sus altavoces, las velas largas de cera que encuentras a cada paso en cada rincón, en cada capilla, sus sillas individuales de madera ordenadas en perfectas filas.
La Francia de hoy día es un país multicultural, complejo y diverso. Y París es el mejor ejemplo de ello. Sin embargo, si tuviese que encontrar un animal afín al parisino clásico éste sería el pájaro. Sus piernas son zancudas, como de garza, esa ave que vive a orillas de los ríos; su cuerpo toma forma a la altura del culo, para luego volverse de nuevo raquítico y de mirada profunda y extrañada, un tanto desafiante. Sus caras tienen algo de la esos santos medievales esculpidos en piedra que en lugar de mirar al cielo miran al suelo. La variante más bella de este prototipo es el que tiene un aire italiano, como de retrato del Quattrocento: los rasgos de la cara se dulcifican, las narices siguen siendo grandes pero elegantes, la cabellera abultada y rizada, de un negro brillante, que invita a introducir la mano, como esos perros o esos gatos de bello pelaje.
En la rue Turenne descubro una tras otras las camiserías... concentración de un tipo de negocio en un determinado espacio, algo propio de las ciudades con tradición comercial y burguesa, que han mantenido casi intactas las estructuras originarias de los gremios medievales. La ciudad es un inmenso escaparate: resulta difícil comprar en ella porque tras salir de una tienda y andar unos metros lo más frecuente es arrepentirse al ver otra cosa mucho mejor y mejor expuesta. Una pesadilla para los Reyes Magos.
Grandes almacenes de París. Unos pioneros, como el Bon Marché (al que Zola dedicó una de sus novelas, de título homónimo), otros con nombre de parábola bíblica (como La Samaritaine), otros enormemente célebres (como las Galerías Lafayette). En muchos de ellos es tradición colocar autómatas en los escaparates; son como sus belenes: allí acuden muchos padres con sus hijos, que observan extasiados un espectáculo que se supera año tras año.
En una ciudad tan necrofílica, entre autómatas decimonónicos y animales disecados que proyectan una falsa ilusión de verdad, ¿qué me lleva a tanta devoción, a tanta vitalidad, a tanto amor? ¿Una perversión por el fetiche, como dilucidó Benjamin? En A la sombra de las muchachas en flor Proust me revela que el más exclusivo de los amores por alguien siempre esconde un amor por otra cosa...