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En fuga continua de mi propia prisión.

jueves, enero 07, 2010

Pasajes de París (I): la ciudad-libro

Como muchas otras cosas, mi fascinación por París se la debo a Oscar Wilde, quien pasó los últimos años de su vida en esta ciudad, tras salir de la cárcel de Reading. Mi anglofilia adolescente pareció correr paralela a su proceso penal y, aproximadamente un siglo después de que llegase a Francia bajo el nombre de Sebastian Melmoth, remitió en pro de una francofilia galopante. Esto fue, en mi caso, a principios de los años noventa (en el caso de Wilde, a finales: 1897). Fue por aquel entonces cuando visité por vez primera París, durante el transcurso de un interrail que me llevó por estaciones de Francia, Italia, Austria y Alemania. Recuerdo aún la sensación de observar la Cité, una soleada mañana de verano, desde la convexidad de Pont Marie, uno de los puentes que unen la orilla derecha con la isla de Saint Louis, preciosa y delicada como una maqueta. Desde este ángulo, el ábside de Notre Dame parece el trasero de un esqueleto de dinosaurio...
El hecho de que dos de mis novelas favoritas, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, y El bosque de la noche, de Djuna Barnes, transcurran en París, han hecho que la ciudad pase a formar parte de mi más profundo imaginario, hasta convertirse en el personaje más vivo y espacialmente localizado de todos los que forman parte de mi prótesis literaria. Al pronunciar la palabra París se genera involuntariamente una pequeña pausa delante y otra detrás: su nombre queda así suspendido por encima del resto de palabras que lo acompañan. Igualmente, cuando uno está en París, dentro de sus límites, parece mentira que la ciudad termine en algún momento sin apenas solución de continuidad: como le ocurre a Venecia, parece levitar sobre el resto de la tierra, en un arco convexo, como el que forma un libro que se deja abierto por su mitad, las solapas duras en forma de puente, el lomo tafileteado mirando hacia el cielo, a modo de vértice superior.
De los anaqueles que son las calles y las plazas de París, van cayendo libros y personajes: de Perec y Djuna Barnes a la altura de la plaza de Saint Sulpice y del Café de la Mairie du 6ème, de Hemingway cuando enfilamos la ligera pendiente de la rue Mouffetard, de Bolaño y otra vez de Barnes al pasar por la rue du Cherche-Midi, de Proust al atravesar los grandes bulevares, el Bois de Boulogne o el Parc Monceau, de Jean Rhys al observar la cúpula y la columnata del tambor del Panteón desde algún café mugriento cercano a los jardines del Luxemburgo, de Barthes al toparnos tras salir de una boca del metro con la prodigiosa silueta de la torre Eiffel, de Cortázar sobre los listones de madera del Pont des Arts, de Cocteau al discurrir bajo los soportales del Palais Royal...
Antes de salir de Jerez compro un cuaderno plastificado en azul con una goma lateral que me propongo rellenar de observaciones en mis ratos libres. No es hasta el tercer día cuando, en el estudio de Gustave Moreau, hoy casa-museo, empiezo a escribir algunas líneas. Estoy alojado en casa de una amiga, en la rue de Rennes, cerca del café de Flore, del de Deux Magots, de la braseria Lipp, del Procope. La negrura de la Tour Montparnasse, uno de los pocos rascacielos que compiten en altura con la torre Eiffel, se yergue aislada, desafiante y absurda al final de la calle. Durante los primeros días el cielo está encapotado. De vez en cuando cae una lluvia fina, como de vaporizador de invernadero.
El metro tiene ese olor agrio tan excitante y conocido. El RER, sucio y deteriorado, está lleno de gente de origen diverso. Muchos pasajeros llevan libros entre las manos: ahí queda ese gesto tan individualista de la lectura, una forma eterna de virtualidad, de estar sin estar, de estar aquí y en un auténtico más allá...
En esta ciudad gruyère, llena de perforaciones y agujeros negros, de pasadizos secretos y catacumbas, de osarios, de domicilios de muertos célebres y extensos camposantos, de ventanas desnudas tras las cuales se divisan arañas y móviles de Calder, destacan los pasajes del siglo XIX, en los que Benjamin se inspiró para su ambicioso e inacabado Libro de los pasajes: galerías comerciales cubiertas para entretenimiento de los primeros paseantes y consumidores... ahí, al abrigo del mal tiempo, se despliega todo un sinfín de escaparates y atracciones: los teatros de revista, que en muchos aspectos vienen a sustituir a los gabinetes de curiosidades privados de los siglos anteriores, las primeras boutiques, las tiendas de coleccionistas, los cafés... el mundo fetichista que caracteriza la vida urbana moderna, tan llena de promesas incumplidas. Decía Benjamin que "quien trate de acercarse a su propio pasado debe comportarse como un hombre que cava" y, qué duda cabe, para el arqueólogo moderno, París es posiblemente la más densa y fascinante cantera de eso que hemos dado en llamar civilización.