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En fuga continua de mi propia prisión.

sábado, marzo 07, 2009

Recuerdos de Roma (II): una casa para cada santo

"Every day is like Sunday"
Morrisey

En Roma está la iglesia más famosa y más grande del mundo, San Pedro, pero hay otras muchas cuyo enorme encanto hace que nos olvidemos pronto de aquella...
Mi afición por las iglesias viene desde pequeño, de aquellos paseos que daba con mi abuelo Salvador por el centro de Jerez. Era ver una y querer entrar en ella, haciendo siempre la misma pregunta: "abuelo, y ésta ¿cuál es?". A diferencia de los palacios, cuyo nombre evocaba el de sus dueños desde el posesivo (de Domecq, de Riquelme) aquellos edificios respondían directamente a un nombre propio (San Mateo, San Lucas, Santiago), algo absolutamente cautivador. En mi imaginación infantil, las iglesias eran como transmutaciones fantásticas de sus propias advocaciones, como brujas de cuento convertidas en dragón, como príncipes convertidos en sapo. En las características arquitectónicas de cada iglesia estaba la huella física del santo que les daba nombre y aquello había que estudiarlo, observarlo, aprenderlo de inmediato. Las iglesias tenían para mí el misterio que para otros niños tienen los dinosaurios.
Viniendo de una familia tan alejada de la religión como la mía, no deja de ser curiosa mi fascinación por las iglesias. Para mí una iglesia, que siempre debe ser antigua y silenciosa (no las soporto cuando están de oficios, ni cuando son nuevas), es el ejemplo vivo de lo inútil y trascendente, un intersticio perfecto para la ensoñación y el recuerdo. Me gustan por fuera y por dentro y hasta tal punto necesito sentirlas cerca que una de las cosas que más echo de menos en Madrid es no tener alguna en el vecindario. Las iglesias, su antigüedad, su historia, me hacen conectarme con un no-sé-qué muy mío, una especie de inclinación hacia la reverencia o la veneración, y hacia la ruina, o hacia eso que Djuna Barnes, refiriéndose al barón Felix, denomina "la sombra de uno mismo", que no es otra cosa que "su asombro postrado".
Las iglesias de París asombran por sus campanarios (oh campanas de París, que me aceleran los pulsos y el rumbo cual Cenicienta). Las de Roma, por sus fachadas. Fachadas teatrales, tentadoras como tartas de cumpleaños. Como la del Gesu, sede de los jesuitas, o la de Sant'Andrea al Quirinale, o la de San Carlo alle Quattro Fontane, de Borromini, o la cóncava de Santa Maria della Pace... Luego están aquellas que han ganado espacio a la ciudad, como si inseguras de su belleza hubiesen necesitado de un corrillo que las preceda y anuncie: Santa Maria sopra Minerva (en cuya plaza hay un hermoso obelisco sostenido sobre el lomo de un elefante) o Santa Maria del Popolo (con famosas obras de Caravaggio, Bernini, Carracci y Rafael) o Santa Maria en Aracoeli, con su gran escalinata de más de cien peldaños.
Entre las que guardan hermosos tesoros y a las que merece la pena desplazarse, aunque queden fuera de la ruta turística: Santa Maria della Vittoria, con el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, San Pietro in Vincoli, con el Moisés de Miguel Ángel, o San Pietro in Montorio, donde los Reyes Católicos encargaron construir a Bramante, sobre el lugar donde se creía que había sufrido martirio San Pedro, su famoso tempietto, para conmemorar la toma de Granada.
En Roma, cabeza de la Iglesia de Cristo, y ciudad de peregrinos, no podían faltar las iglesias mandadas a construir por estados y comunidades para acojer a sus compatriotas y conciudadanos: así Santa Maria in Monserrato degli Spagnoli, cuya advocación nos recuerda que antes de Felipe V la patrona de España no era la virgen del Pilar sino la de Monserrat, o Santo Stefano Rotondo, de los húngaros, o San Giovanni Battista dei Fiorentini, o San Atanasio dei Greci. Y por supuesto, San Luigi dei Francesi, en cuya capilla Contarelli están dos de las mejores pinturas del Caravaggio: La vocación de San Mateo y El martirio de San Mateo. Y las iglesias medievales, como Santa María in Cosmedin (con su torreón románico y su Boca della Verità), o Santa Maria in Trastevere (con sus mosaicos del siglo XIII). Y las que los cristianos reciclaron, en nombre de dios, a partir de edificios destinados en la antigüedad a otras funciones, como la Curia Julia, hoy Sant'Adriano, donde se reunía el senado romano. O el Panteón de Agripa, Santa María de los Mártires en su nomenclatua cristiana, uno de los vestigios mejor conservados de la antigüedad clásica, con su óculo en la cúpula, por donde entra la tromba de luz más sólida y divina de la tierra... y también la lluvia...
Desde el punto de vista de la especulación inmobiliaria, de lo productivo y beneficioso, Roma, escombrera de lujo de la historia, se me antoja como un gran queso gruyère sembrado de huecos. Huecos entre los que caben su multitud de iglesias, inútiles y bellas.
Quizás sea ése el sentido último de lo sagrado.