Lo mejor de los días de lluvia es que el polvo no se acumula sobre mis muebles...
Eso y la sensación de formar parte activa de esta gran enfermedad que es la vida.
sábado, octubre 28, 2006
lunes, octubre 16, 2006
Edad de hombre (II)
"Volví en 1933, habiendo matado por lo menos un mito: el del viaje como medio de evasión. Desde entonces no me he sometido a tratamiento psicológico más que dos veces, y una por un breve lapso de tiempo. Lo que aprendí sobre todo fue que, por muy heteróclitas que sean las manifestaciones superficiales, uno termina por permanecer siempre idéntico a sí mismo, que hay una unidad en la vida y que todo se reduce, pase lo que pase, a una pequeña constelación de cosas que tenemos tendencia a reproducir, bajo diferentes formas, un ilimitado número de veces. Parece que estoy mejor y que ya no me obsesiona lo "trágico" ni la idea de que no puedo hacer nada sin enrojecer. Doy a mis actos y a mis gustos su justo valor, apenas me entrego ya a aquellas burlescas calaveradas, aunque todo sucece como si las construcciones falaces sobre las que vivía hubiesen sido minadas desde la base sin tener nada para reemplazarlas. El resultado es, sin duda, que actúo con más sagacidad, pero que el vacío en el que me muevo es también más acentuado. Con una amargura que antes no sospechaba llego a darme cuenta de que, para salvarme, bastaría con un pequeño fervor, pero que a este mundo le falta, decididamente, algo POR LO QUE SERÍA CAPAZ DE MORIR".
Michel Leiris, Edad de hombre
Michel Leiris, Edad de hombre
Edad de hombre (I)
"Desde siempre me ha gustado la pureza, lo folclórico, lo que es infantil, primitivo, inocente. Cuando estoy en lo que los rigoristas llaman bien, aspiro al mal, porque me es necesario para distraerme; cuando estoy en lo que suele llamarse mal, advierto en mí una confusa nostalgia, como si lo que el común de las gentes entiende por bien fuera realmente una especie de seno materno en el que se pudiera beber una leche capaz de refrescarme. Toda mi vida está hecha de esos titubeos: cuando estoy tranquilo me aburro a muerte y deseo cualquier molestia, aunque cuando aparece en mi existencia un elemento real de trastorno, por pequeño que sea, pierdo pie, vacilo, huyo y la mayor parte de las veces recuncio. Soy incapaz, en todo caso, de actuar sin reticencias y sin remordimientos, no me entrego jamás sin una segunda intención de arrepentirme y, si permanezco replegado en mí mismo, no es nunca sin añorar un abandono del que experimento un vivo anhelo. Ahora que soy adulto siento un constante deseo de amistad ideal y amor platónico, junto a lo que algunos consideran como caídas sin grandeza en la bajeza y el vicio".
Michel Leiris, Edad de hombre
Michel Leiris, Edad de hombre
miércoles, septiembre 20, 2006
Aura cenicienta
Ayer intenté hacer unas facturas con la calculadora y por más que apretaba con los dedos en las teclas no conseguía que saliese ningún resultado.
F. me hizo observar que como la calculadora funciona con energía solar, la falta de luz a la que condeno a mi habitación podía haber hecho que el aparato perdiese energía. Bastó con acercarla al balcón y los números tomaron forma, ennegreciéndose.
Hoy he pensado, mientras volvía desaliñado del gimnasio, escuchando a Madonna en los cascos, si esa falta de luz (ahora hablo de otra) no es la que ha hecho que vaya perdiendo mi aura...
Debo reinventarme. Irme de esta ciudad.
F. me hizo observar que como la calculadora funciona con energía solar, la falta de luz a la que condeno a mi habitación podía haber hecho que el aparato perdiese energía. Bastó con acercarla al balcón y los números tomaron forma, ennegreciéndose.
Hoy he pensado, mientras volvía desaliñado del gimnasio, escuchando a Madonna en los cascos, si esa falta de luz (ahora hablo de otra) no es la que ha hecho que vaya perdiendo mi aura...
Debo reinventarme. Irme de esta ciudad.
lunes, septiembre 18, 2006
La costurera
Estas últimas tardes la escasez de luz natural me ha pillado con las lámparas de casa apagadas. El aroma inconfundible del final del verano y las voces infantiles de la calle me han recordado una casa que visité algunas veces cuando era pequeño. La casa de Pepi, la costurera de mi madre.
A Pepi siempre la visitábamos a esta hora de la tarde, cuando mi madre salía del trabajo. No sé si su casa tenía o no poca luz, pero ahora me viene a la cabeza como en penumbra (algo imposible si pienso en el hecho de que Pepi era costurera y no podía dejarse la vista en semejante labor).
Pepi recibía en el salón de su casa, que estaba unido a lo que en su día fue una terraza, luego techada e incorporada al salón. Ese cierro daba a una plazoleta, la típica plazoleta de barrio obrero, y las voces de los chicos jugando al fútbol, o de sus madres llamándolos para volver a casa, siempre estaban presentes mientras Pepi tomaba medidas a mi madre o me tomaba el dobladillo de un pantalón...
Yo la recuerdo siempre agachada, con un alfiler en la boca, pronunciando la palabra "pespunte". Una palabra que a mi hermano y a mí, no sé porqué, nos hacía mucha gracia.
Ella fue la que nos hizo muchos de los disfraces que solíamos vestir en aquellas fiestas de cumpleaños inolvidables de nuestra primera infancia, o el traje de tuno que tuve cuando, ya algo mayorcito, tocaba el laúd en la tuna del colegio (¿once o doce años?).
A mí me encantaba entrar de la mano de mi madre en las casas ajenas y, durante un rato, escudriñar el interior de otras familias. Ahora no recuerdo casi ninguno de esos hogares pero en aquella época repasaba todos los muebles, el olor del último plato cocinado, los retratos de seres queridos colgados o colocados aquí y allá, las conversaciones que las dueñas de esas casas tenían con mi madre, a la que luego preguntaba sobre tal o cual asunto del que habían hablado...
Ese voyerismo del niño, tan inocente y rico, queda prohibido por la edad adulta.
Mientras escribo este recuerdo me viene otro de mi adolescencia: le puse texto a la música de Ottorino Respighi que ahora escucho: Tres pinturas de Boticelli (La primavera, La adoración de los magos y El nacimiento de Venus). Yo cambié el segundo del tríptico por el Venus y Marte que está en la National Gallery de Londres, porque me gustaba más. Lo escribí en uno de los muchos cuadernos de pasta dura en los que transfiguraba el mundo desde mi habitación. En aquella época Boticelli representaba a la perfección mi idea del amor y la belleza, en absoluto relacionados con lo sexual o lo morboso... Respighi tradujo musicalmente muy bien ese sentimiento.
A Pepi siempre la visitábamos a esta hora de la tarde, cuando mi madre salía del trabajo. No sé si su casa tenía o no poca luz, pero ahora me viene a la cabeza como en penumbra (algo imposible si pienso en el hecho de que Pepi era costurera y no podía dejarse la vista en semejante labor).
Pepi recibía en el salón de su casa, que estaba unido a lo que en su día fue una terraza, luego techada e incorporada al salón. Ese cierro daba a una plazoleta, la típica plazoleta de barrio obrero, y las voces de los chicos jugando al fútbol, o de sus madres llamándolos para volver a casa, siempre estaban presentes mientras Pepi tomaba medidas a mi madre o me tomaba el dobladillo de un pantalón...
Yo la recuerdo siempre agachada, con un alfiler en la boca, pronunciando la palabra "pespunte". Una palabra que a mi hermano y a mí, no sé porqué, nos hacía mucha gracia.
Ella fue la que nos hizo muchos de los disfraces que solíamos vestir en aquellas fiestas de cumpleaños inolvidables de nuestra primera infancia, o el traje de tuno que tuve cuando, ya algo mayorcito, tocaba el laúd en la tuna del colegio (¿once o doce años?).
A mí me encantaba entrar de la mano de mi madre en las casas ajenas y, durante un rato, escudriñar el interior de otras familias. Ahora no recuerdo casi ninguno de esos hogares pero en aquella época repasaba todos los muebles, el olor del último plato cocinado, los retratos de seres queridos colgados o colocados aquí y allá, las conversaciones que las dueñas de esas casas tenían con mi madre, a la que luego preguntaba sobre tal o cual asunto del que habían hablado...
Ese voyerismo del niño, tan inocente y rico, queda prohibido por la edad adulta.
Mientras escribo este recuerdo me viene otro de mi adolescencia: le puse texto a la música de Ottorino Respighi que ahora escucho: Tres pinturas de Boticelli (La primavera, La adoración de los magos y El nacimiento de Venus). Yo cambié el segundo del tríptico por el Venus y Marte que está en la National Gallery de Londres, porque me gustaba más. Lo escribí en uno de los muchos cuadernos de pasta dura en los que transfiguraba el mundo desde mi habitación. En aquella época Boticelli representaba a la perfección mi idea del amor y la belleza, en absoluto relacionados con lo sexual o lo morboso... Respighi tradujo musicalmente muy bien ese sentimiento.
jueves, septiembre 14, 2006
Cocinitas (pronúnciese como "vanitas")
En este país de caminos sin asfaltar, casas mal construidas, arreglos chapuceros, nobleza campestre, televisión insufrible, juventud podrida, madurez cínica, ídolos de bajo derecha, verborrea siniestra, literatura barata, cine descomprometido y devoción por lo inconfortable parece que la cocina es el único asunto mundano que tiende a refinarse cada vez más.
Es como si después de tantos siglos de hambre, hubiesemos sublimado (en el sentido más psicoanalítico) tal carencia.
Es como si después de tantos siglos de hambre, hubiesemos sublimado (en el sentido más psicoanalítico) tal carencia.
The Devil wears Prada
Estoy deseando ver El diablo viste de Prada. Hay un escena en que Anne Hathaway intenta sacar algo de su bolso mientras camina rápido por las calles de Nueva York. Y es el momento en que empieza a sonar el Jump de Madonna. Qué maravilla.
Madonna siempre saca la rubia que todos llevamos dentro.
La a-do-ro.
Madonna siempre saca la rubia que todos llevamos dentro.
La a-do-ro.
viernes, septiembre 08, 2006
CONTRA J. (Pequeño desvío)
En El bosque de la noche, de Djuna Barnes, hay un capítulo dedicado a tí, Jenny Petherbridge en horas bajas. Tú, squatter de las vidas ajenas, de sus gustos, de sus opiniones, de sus dichos y gestos; tú, alimaña con sobrepeso que has mancillado la confianza que siempre te ofrecí hablando mal de mí y de los míos a sotto voce; tú, mediocre, usurpador, cochinillo de matanza, que eres capaz de hacer confundir a tu padre con un cualquiera para que los demás no nos demos cuenta de que eres cualquier hijo de un cualquiera. Tú, que vives avergonzado de lo que eres, aunque tu tronco y tus manos de campesino te delaten; tú, chillona, metomentodo, conspiradora, marquesa de Merteuil de ampulosos mohínes vacíos de emoción; tú, ser corroído por la envidia y el deseo de lo que te es ajeno; tú, mentiroso compulsivo, enfermo, falso amigo, que te "enamoras con el furor de la malicia acumulada", "traficante de emociones de segunda mano"; tú, baboso culoveo culoquiero, tú, sí tú, no manches más mi nombre ni leas más mis palabras, porque podrías arrepentirte...
No hubiese querido manchar mi blog con "ajustes" de este tipo, pero querida J(enny), me dejas sin opción.
No hubiese querido manchar mi blog con "ajustes" de este tipo, pero querida J(enny), me dejas sin opción.
jueves, septiembre 07, 2006
Conde de Ybarra 12, Pta. 2, 2º D
Hoy, camino de la biblioteca para devolver un libro, he pasado por mi antigua casa, la primera que tuve en Sevilla. Me he acercado sigiloso por la calle estrecha y peatonal, sombría a ratos, que tantas veces bajé y subí, y me he topado con la fachada del palacio que estaba justo al lado. En la época en que vivía allí el palacio estaba en un estado ruinoso y el escudo heráldico de la puerta ennegrecido como el culo de una sartén vieja. Ahora, junto al balcón principal, hay un cartel enorme con el nombre de la empresa a la que la Junta de Andalucía ha encargado la restauración, y otro de la propia Junta en que se anuncia que el nuevo edificio pasará a alojar oficionas adicionales de la Consejería de Cultura, el edificio contiguo.
La fachada de mi antigua casa estaba vallada y sólo se podía acceder al portón. Unos obreros, con sus monos y cascos, subidos a una escalera, colocaban un enorme cable eléctrico. Parecía como si estuviesen luchando con una anaconda gigante. Dada la situación de tremenda concentración y la incomodidad de todo el despliegue, no he podido sentarme un rato para obligarme a recordar mientras me fumaba un cigarrillo. Al pasar por la angostura que dejaban las vallas frente a la puerta de entrada, me he girado para ver el patio. Allí estaba, detrás del portón ochentero de cristal y metales dorado y negro. En el patio había un par de banquitos incómodos y muchas macetas de gran tamaño con arbustos más o menos ornamentales. Y algún que otro naranjo. Era un patio por el que nunca pasaba (no era necesario atravesarlo para acceder a mi escalera), aunque me gustaba que estuviese allí, de fondo, mientras recogía la correspondencia ante la fila de buzones.
Ha sido un momento, el tiempo que dura el reconocimiento de un objeto no muy grande mientras uno camina, o una mirada de deseo disimulado a alguien que no queremos que nos descubra... sin embargo, el pasado se ha colado en mí como esa lluvia de gota gorda, propia de las tormentas de verano, que se cuela inesperadamente en las habitaciones antes de que nos dé tiempo a cerrar los balcones. Eso sí, ningún recuerdo en específico, tan sólo un golpe, algo abstracto, sólo el sabor indescriptible del pasado inundándolo todo. He querido pensar en algo, en algo importante, pero sólo me ha venido a la cabeza: ¡cómo pasa el tiempo!, en la tonalidad con que lo diría mi madre.
Luego, a medida que me alejaba de aquella dirección que tan poco me costó dejar cuando me ví forzado a ello (dios, estaba tan enamorado y era tan joven en aquella época), recordé un detalle: su azotea. Una azotea hermosa, sin mucha perspectiva, como suele pasar en Sevilla, pero jalonada en su horizonte por las torres barrocas de las iglesias vecinas. En aquella época yo vivía solo y F. no me hacía la colada, como ocurre ahora. Así que tenía que subir, normalmente cada dos o tres tardes, a tender la ropa. A veces me asomaba al silencioso interior del palacio, que estaba pegado al muro de mi piso, y observaba con zozobra el esqueleto de aquella casa noble.
Otras, todavía con las manos húmedas y oliendo a suavizante, me encendía un cigarrillo y observaba el horizonte de la tarde, con sus tonos rojizos o dorados, sentado a solas sobre algún poyete. La ciudad estaba cargada de promesas y yo recién llegado. La belleza de la tarde, la soledad buscada y encontrada, la incógnita del futuro, me hacían sentir un cosquilleo placentero, una leve excitación en el bajo vientre, como cuando queremos ir al baño y éste nos queda cerca y está limpio.
No recuerdo casi nada más de aquella época, que fue ayer (como quien dice).
Podría describir la ubicación de mis muebles de entonces y contar a quién conocí, y a quién invité a cenar a aquella casa, pero tales recuerdos no tienen cuerpo, han perdido fuerza, como una botella de cava que lleva semanas abierta en el frigo.
Tan sólo recuerdo la azotea. Ah, y que paraba los taxis como si mi vida fuese un capítulo de Sexo en Nueva York.
Debo dejar de escribir... me he instalado en la melancolía.
La fachada de mi antigua casa estaba vallada y sólo se podía acceder al portón. Unos obreros, con sus monos y cascos, subidos a una escalera, colocaban un enorme cable eléctrico. Parecía como si estuviesen luchando con una anaconda gigante. Dada la situación de tremenda concentración y la incomodidad de todo el despliegue, no he podido sentarme un rato para obligarme a recordar mientras me fumaba un cigarrillo. Al pasar por la angostura que dejaban las vallas frente a la puerta de entrada, me he girado para ver el patio. Allí estaba, detrás del portón ochentero de cristal y metales dorado y negro. En el patio había un par de banquitos incómodos y muchas macetas de gran tamaño con arbustos más o menos ornamentales. Y algún que otro naranjo. Era un patio por el que nunca pasaba (no era necesario atravesarlo para acceder a mi escalera), aunque me gustaba que estuviese allí, de fondo, mientras recogía la correspondencia ante la fila de buzones.
Ha sido un momento, el tiempo que dura el reconocimiento de un objeto no muy grande mientras uno camina, o una mirada de deseo disimulado a alguien que no queremos que nos descubra... sin embargo, el pasado se ha colado en mí como esa lluvia de gota gorda, propia de las tormentas de verano, que se cuela inesperadamente en las habitaciones antes de que nos dé tiempo a cerrar los balcones. Eso sí, ningún recuerdo en específico, tan sólo un golpe, algo abstracto, sólo el sabor indescriptible del pasado inundándolo todo. He querido pensar en algo, en algo importante, pero sólo me ha venido a la cabeza: ¡cómo pasa el tiempo!, en la tonalidad con que lo diría mi madre.
Luego, a medida que me alejaba de aquella dirección que tan poco me costó dejar cuando me ví forzado a ello (dios, estaba tan enamorado y era tan joven en aquella época), recordé un detalle: su azotea. Una azotea hermosa, sin mucha perspectiva, como suele pasar en Sevilla, pero jalonada en su horizonte por las torres barrocas de las iglesias vecinas. En aquella época yo vivía solo y F. no me hacía la colada, como ocurre ahora. Así que tenía que subir, normalmente cada dos o tres tardes, a tender la ropa. A veces me asomaba al silencioso interior del palacio, que estaba pegado al muro de mi piso, y observaba con zozobra el esqueleto de aquella casa noble.
Otras, todavía con las manos húmedas y oliendo a suavizante, me encendía un cigarrillo y observaba el horizonte de la tarde, con sus tonos rojizos o dorados, sentado a solas sobre algún poyete. La ciudad estaba cargada de promesas y yo recién llegado. La belleza de la tarde, la soledad buscada y encontrada, la incógnita del futuro, me hacían sentir un cosquilleo placentero, una leve excitación en el bajo vientre, como cuando queremos ir al baño y éste nos queda cerca y está limpio.
No recuerdo casi nada más de aquella época, que fue ayer (como quien dice).
Podría describir la ubicación de mis muebles de entonces y contar a quién conocí, y a quién invité a cenar a aquella casa, pero tales recuerdos no tienen cuerpo, han perdido fuerza, como una botella de cava que lleva semanas abierta en el frigo.
Tan sólo recuerdo la azotea. Ah, y que paraba los taxis como si mi vida fuese un capítulo de Sexo en Nueva York.
Debo dejar de escribir... me he instalado en la melancolía.
miércoles, septiembre 06, 2006
My mug
Mi taza de desayuno se resquebraja... cuando la friego, parece hecha de arena blanda. A veces toco sus desconchones con la yema de mis dedos mojados y con espuma. ¿Cuántos desayunos llevamos juntos? Hay cosas que no deberíamos dejar que se estropeen. Una taza de desayuno está demasiado llena de simbolismo como para dejar que un día se parta entre nuestras manos... Reemplazarla cada cierto tiempo sería una buena forma de evitar su terrible simbolismo.
P.D. No soporto a mi estanquera. Muestra una simpatía nada espontánea. Se la ve deprimida y su esfuerzo por resultar agradable es absolutamente patético. "Gracias por comprarme su veneno, en realidad me deprime vender veneno pero tengo una niña y soy madre soltera". ¿A quién me recuerda su actitud? ¿A mí? Ir a su estanco es como mirarme en un espejo, un hábito diario, aburrido y terrible.
P.D. No soporto a mi estanquera. Muestra una simpatía nada espontánea. Se la ve deprimida y su esfuerzo por resultar agradable es absolutamente patético. "Gracias por comprarme su veneno, en realidad me deprime vender veneno pero tengo una niña y soy madre soltera". ¿A quién me recuerda su actitud? ¿A mí? Ir a su estanco es como mirarme en un espejo, un hábito diario, aburrido y terrible.
lunes, septiembre 04, 2006
Guermantes
La lectura de Proust y su evocación de nombres de lugares y personas (los nombres de la aristocracia) me ha hecho recordar algunos de los grandes apellidos de la nobleza española. Nombres de ducados, marquesados, condados que nos traen a la memoria un retrato de Goya, una fortaleza castellana, un palacio madrileño de fachada sucia (ocupado hoy por oficinas), una nueva plaza andaluza ganada en la Reconquista. Nombres asociados con lugares del viejo reino de Castilla o Aragón, alejados de la costa y su ladrillo visto de ahora, nombres como "marquesado del Carpio", "ducado de Alba de Tormes", "ducado de Medinaceli", "ducado de Medina-Sidonia", "ducado de Lerma", "ducado del Infantado", "ducado de Segorbe"... apellidos de relumbrón, aisladamente comunes pero cuya combinación resulta histórica: "Álvarez de Toledo", "Solís-Beaumont", "Navia Osorio y Vigil", "Quiñones y la Rúa", "Fernández de Córdova", "Colón de Carvajal", "Téllez-Girón", "Fitz-James Stuart y Silva", "Falcó y Medina", "Bertrán de Lis", "Arteaga y Martín", "Pérez de Guzmán ", etc. Las personas que actualmente ostentan estos nombres suelen ser de una vulgaridad espantosa, ¡nobleza española rústica y reaccionaria!, en nada diferentes al resto. De hecho, su particular entrecruzamiento animalado (su pedigrí) los han vuelto feos como apariciones.
A pesar de su arribismo y snobismo burgués, ansioso de vieja nobleza, Proust se sorprende de que esos vestigios históricos aprendidos en el colegio (una batalla, un retrato antiquísimo de gran valía artística, un castillo de bóvedas antiguas) no hagan demasiada mella en los herederos actuales y de carne y hueso de esos nombres evocadores.
En la apreciación de la aristocracia hay una especie de nominalismo enfermizo, de perversión necrófila por tocar el pasado, por rozarse con esa reducida progenie documentada de la historia humana, por asir el momento en que el asesino, el derramador de sangre, el guerrero tribal se trastocó en noble a base de privilegios como el ocio, en que el caníbal se depuró a través de la endogamia, de saltarse la imposición divina de sudar la frente trabajando, convirtiendo este hecho en prerrogativa de los de su clase, clase apartada por sí misma - en nombre de dios - del resto de los hombres.
Oh, exquise décadence qui me bouleverse!
Prefiero quedarme con los nombres, de abadías y castillos, visitados ahora, cola y entrada en mano, una tarde de picnic y recuerdos históricos.
A pesar de su arribismo y snobismo burgués, ansioso de vieja nobleza, Proust se sorprende de que esos vestigios históricos aprendidos en el colegio (una batalla, un retrato antiquísimo de gran valía artística, un castillo de bóvedas antiguas) no hagan demasiada mella en los herederos actuales y de carne y hueso de esos nombres evocadores.
En la apreciación de la aristocracia hay una especie de nominalismo enfermizo, de perversión necrófila por tocar el pasado, por rozarse con esa reducida progenie documentada de la historia humana, por asir el momento en que el asesino, el derramador de sangre, el guerrero tribal se trastocó en noble a base de privilegios como el ocio, en que el caníbal se depuró a través de la endogamia, de saltarse la imposición divina de sudar la frente trabajando, convirtiendo este hecho en prerrogativa de los de su clase, clase apartada por sí misma - en nombre de dios - del resto de los hombres.
Oh, exquise décadence qui me bouleverse!
Prefiero quedarme con los nombres, de abadías y castillos, visitados ahora, cola y entrada en mano, una tarde de picnic y recuerdos históricos.
A propósito de Proust
He terminado de leer el Contra Sainte-Beuve de Proust.
En él ya se esbozan los temas principales de À la recherche...
Las galeras originales de la obra que acabo de cerrar parecen estar llenas de tachaduras, correcciones, acotaciones, añadiduras de papel blanco sobre el que poder seguir escribiendo, vacilaciones tipográficas, anotaciones, etc. Editar a Proust debe ser tan complicado como recomponer el árbol genealógico de un plebeyo.
Desde un punto de vista moderno, Proust es un dinosario. Y como aquellos, provoca en nosotros repulsión y fascinación a un tiempo.
Sin embargo, ¿qué hace que la lectura de Proust sea por momentos la más deliciosa de las lecturas? ¿Qué tiene de atractivo un narrador a priori tan obsesionado por una aristocracia crepuscular, pacato en lo tocante a la sexualidad, pueril en la relación con su madre, errático en su concepción de lo social, ridículo en sus flirteos, deslumbrado cual colegial por lo mundano, tan poco viajado (Venecia es el lugar más exótico que jamás ha visitado) y tantas veces reaccionario? Wilde es años mayor que él y sin embargo resulta tremendamente moderno, aun compartiendo con él ese gusto desvaído y "antiguo" por el beau monde. ¿En qué estriba la diferencia? ¿En el peso de la ironía en uno y en otro? ¿En la biografía trágica de uno y la relativamente anodina del otro?
Ciertamente, la obra de Proust es, podríamos decir, "francesamente" seria... pero, insisto, ¿a qué se debe su encanto?
Aparte de ser un gran historiador, un perfecto d/escritor de paisajes y sensaciones (¡cómo describe Proust las estaciones, el aire y la luz de Francia, sus pueblos, sus domingos!), y un meticuloso taxonomista de lo humano, hay algo que hace que Proust me convenza como lector suyo devoto (a pesar de estar en las antípodas de su universo): es esa capacidad que tiene para crear una intimidad con el lector. En sus largas descripciones solitarias, pobladas de recuerdos y sensaciones, de vacilaciones, de contradicciones, de divagaciones, de comparaciones, de asociaciones, de defectos personales, de confesiones, de mentiras... hay mucha intimidad. Esa intimidad es tan verdadera que parecería que nuestros recuerdos fuesen una mutación moderna de los suyos. Esa aprehensión del pasado, de la ficción, de una época y de un yo ajenos a nosotros a través de esa intimidad compartida de "hacer memoria", acto común a todas las personas, es lo que hace que Proust me resulte tan indispensable, tan recurrente.
En él ya se esbozan los temas principales de À la recherche...
Las galeras originales de la obra que acabo de cerrar parecen estar llenas de tachaduras, correcciones, acotaciones, añadiduras de papel blanco sobre el que poder seguir escribiendo, vacilaciones tipográficas, anotaciones, etc. Editar a Proust debe ser tan complicado como recomponer el árbol genealógico de un plebeyo.
Desde un punto de vista moderno, Proust es un dinosario. Y como aquellos, provoca en nosotros repulsión y fascinación a un tiempo.
Sin embargo, ¿qué hace que la lectura de Proust sea por momentos la más deliciosa de las lecturas? ¿Qué tiene de atractivo un narrador a priori tan obsesionado por una aristocracia crepuscular, pacato en lo tocante a la sexualidad, pueril en la relación con su madre, errático en su concepción de lo social, ridículo en sus flirteos, deslumbrado cual colegial por lo mundano, tan poco viajado (Venecia es el lugar más exótico que jamás ha visitado) y tantas veces reaccionario? Wilde es años mayor que él y sin embargo resulta tremendamente moderno, aun compartiendo con él ese gusto desvaído y "antiguo" por el beau monde. ¿En qué estriba la diferencia? ¿En el peso de la ironía en uno y en otro? ¿En la biografía trágica de uno y la relativamente anodina del otro?
Ciertamente, la obra de Proust es, podríamos decir, "francesamente" seria... pero, insisto, ¿a qué se debe su encanto?
Aparte de ser un gran historiador, un perfecto d/escritor de paisajes y sensaciones (¡cómo describe Proust las estaciones, el aire y la luz de Francia, sus pueblos, sus domingos!), y un meticuloso taxonomista de lo humano, hay algo que hace que Proust me convenza como lector suyo devoto (a pesar de estar en las antípodas de su universo): es esa capacidad que tiene para crear una intimidad con el lector. En sus largas descripciones solitarias, pobladas de recuerdos y sensaciones, de vacilaciones, de contradicciones, de divagaciones, de comparaciones, de asociaciones, de defectos personales, de confesiones, de mentiras... hay mucha intimidad. Esa intimidad es tan verdadera que parecería que nuestros recuerdos fuesen una mutación moderna de los suyos. Esa aprehensión del pasado, de la ficción, de una época y de un yo ajenos a nosotros a través de esa intimidad compartida de "hacer memoria", acto común a todas las personas, es lo que hace que Proust me resulte tan indispensable, tan recurrente.
jueves, agosto 31, 2006
Vértigo
Mi relación con F. se extingue.
Sin embargo, la esperanza sigue ahí, agazapada: aunque el final más probable de un cigarrillo a medio consumir sea el cenicero, a veces alguien te lo pide para insuflar vida a un nuevo cigarrillo. Ese nuevo cigarrillo sería mi nueva vida con F. Una segunda oportunidad.
Ante la espera de esa insuflación, a menudo surgen brotes de ansiedad, que en absoluto ayudan a arreciar el fuego del cigarrillo que languidece. Al contrario, sólo sirven para desarreglarlo todo aún más.
Romper mis votos con F. se me antoja el episodio más trágico de mi vida. Me deja huérfano de futuro. Como decía Djuna Barnes, "en lo insoportable se halla el nacimiento de la curva de la alegría".
Por eso, hay momentos de ensimismamiento en que imagino una vida futura sin él. Es como si estar lejos de él me resucitase, me alargase la vida. Como si la vida sin él, algo inimaginable, fuese por eso mismo otra vida, una nueva vida, la prórroga feliz que procede a la muerte.
Esos momentos de ensoñación en el futuro se parecen al vértigo que sentimos ante un precipicio: el impulso de un vacío que nos atrapa. El interrogante que viene después del dolor. La paz quizás.
Durante la siesta leo a Gil de Biedma. Su evocación de lugares y sensaciones me marea como el olor de la gasolina...
Sin embargo, la esperanza sigue ahí, agazapada: aunque el final más probable de un cigarrillo a medio consumir sea el cenicero, a veces alguien te lo pide para insuflar vida a un nuevo cigarrillo. Ese nuevo cigarrillo sería mi nueva vida con F. Una segunda oportunidad.
Ante la espera de esa insuflación, a menudo surgen brotes de ansiedad, que en absoluto ayudan a arreciar el fuego del cigarrillo que languidece. Al contrario, sólo sirven para desarreglarlo todo aún más.
Romper mis votos con F. se me antoja el episodio más trágico de mi vida. Me deja huérfano de futuro. Como decía Djuna Barnes, "en lo insoportable se halla el nacimiento de la curva de la alegría".
Por eso, hay momentos de ensimismamiento en que imagino una vida futura sin él. Es como si estar lejos de él me resucitase, me alargase la vida. Como si la vida sin él, algo inimaginable, fuese por eso mismo otra vida, una nueva vida, la prórroga feliz que procede a la muerte.
Esos momentos de ensoñación en el futuro se parecen al vértigo que sentimos ante un precipicio: el impulso de un vacío que nos atrapa. El interrogante que viene después del dolor. La paz quizás.
Durante la siesta leo a Gil de Biedma. Su evocación de lugares y sensaciones me marea como el olor de la gasolina...
miércoles, agosto 30, 2006
Volver
Han pasado más de ocho meses desde que dejé de escribir en estas páginas...
Incluso había olvidado la contraseña y el nombre de usuario de la sesión de inicio...
El tiempo pasa y mi ansiedad tiene la perfección de un astrolabio.
Sigo leyendo a Proust, su Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana.
Mi relación con F. me obsesiona. Se ha convertido en el nudo de mi vida, y de mi estómago.
Hace apenas 15 días cumplí treinta años. Pensar que treinta es la mitad de sesenta me llena de congoja.
Espero agarrarme fuerte a la escritura de este blog.
Al final todo agarra.
Incluso había olvidado la contraseña y el nombre de usuario de la sesión de inicio...
El tiempo pasa y mi ansiedad tiene la perfección de un astrolabio.
Sigo leyendo a Proust, su Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana.
Mi relación con F. me obsesiona. Se ha convertido en el nudo de mi vida, y de mi estómago.
Hace apenas 15 días cumplí treinta años. Pensar que treinta es la mitad de sesenta me llena de congoja.
Espero agarrarme fuerte a la escritura de este blog.
Al final todo agarra.
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