martes, abril 20, 2010
Eyjafjallajokull
Podría haberte sucedido en uno de esos momentos de hastío laboral que tan a menudo sufres. Al dejarte caer, agotado, sobre el teclado, habría salido ese nombre caprichoso, una erupción de letras, en su mayoría consonantes, sin orden ni concierto, el azar probablemente. Sin embargo, una nube de partículas de roca, cristal y ceniza atraviesa el norte y el centro de Europa, con origen en esa extraña isla llamada Islandia, la isla de las islas. Ningún grupo terrorista podría haber asestado un golpe tan magistral a la economía global, en este mundo tan interdependiente, tan veloz, cuyas comunicaciones (a través de satélites) y cuyo tránsito de mercancías humanas y no humanas (a través de los aviones, al menos en gran parte) nos son invisibles y se producen más allá de las nubes. Este ha sido el auténtico y esperado último capítulo de Lost: una columna de negrura que, bien lejos de los trópicos, desde la boca nívea de un volcán septentrional, como de ópera wagneriana, ha dado un respiro a los contaminados cielos de la vieja Europa. Continente tan viejo como el resto, desde luego, pero más sabe el diablo por viejo que por diablo y el diablo es europeo, qué duda cabe. A esas conclusiones llego por la tarde, cuando ya ha pasado la mitad del día, a esa hora tranquila en que el sol se cuela goloso por los resquicios de mi habitación oscurecida; leo Las palabras y las cosas de Foucault... qué título tan bien elegido, qué capacidad para la sintaxis. Primero, el discurso; después, el mundo desplegando sus elementos. Qué más da que los avances de la medicina nos hagan vivir más de 100 años cuando cada día pasa tan deprisa... los aviones, los satélites. El otro día, alguien a quien quiero mucho me dijo eso: "qué rápido pasa el tiempo". Pienso mucho en él algunas tardes, cuando me quedo como disecado entre las sábanas de la siesta, escuchando a las golondrinas, ahogado en mi culpa, esa culpa que crece y crece y crece, al ritmo veloz de la más negra de las nubes de ceniza. Y pienso en lo mucho que he estrechado mi perímetro vital... a veces se reduce a mi casa, y dentro de mi casa al cuadrilátero de la pantalla del ordenador; cuando me aventuro, porque sigo sin tener coche, a las cuatro calles que más frecuento del centro de Jerez... otras a la cinta repetitiva del gimnasio al que voy. Quizás todo se deba a mi trabajo, cuya unidad de producción son las palabras, pero en número, o a esa manía mía, propia de lector empedernido, de acotar el mundo a un puñado de páginas, al límite minúsculo de un libro cuyas fronteras naturales son las manos de uno... uno ni siquiera necesita esconderse ante el libro para que todo lo que está alrededor desaparezca... y sin embargo, tengo ganas de caminar, de caminar y caminar, de llegar hasta las fuentes de Lahore cruzando los tejados de las ciudades, siguiendo las vías del tren, caminar hasta reventar. A veces me acuerdo de Madrid, la recreo como quien recrea a un muerto reciente, con la misma beatitud infinita, con el mismo pellizco, con el mismo asalto espiritual. Allí mi perímetro geográfico era más amplio, llegaba hasta más lejos, descubría cosas nuevas. A veces cogíamos el coche y salíamos... el sol del atardecer nos impedía mirar al frente. Hay días en que los recuerdos me aplastan como una mano ansiosa aplasta un cigarro. Y ahí estoy, escuchando mi música, rumiando mis libros, aquí y allí, y en ningún sitio. Y los días que pasan rápido, y las teclas que forman nombres de volcanes y yo en medio, acotando mi propio perímetro existencial, mirando mis cuentas, rascándome la piel, apuntando al discurso pero ahogado entre las cosas. Ahí está la terraza, y los tejados que se extienden a lo lejos. Ayer era un espectáculo observar el vuelo de las golondrinas, caótico, quizás en mi ignorancia, como golpes aleatorios a un piano, un tanto suicidas, atonales. Con su panza negra y dura como el fuselaje de los aviones, allí estaban, locas, casi chocándose contra los elementos, en mitad del mundo, a esa hora de la tarde en que uno no sabe si encender las luces artificiales y continuar, o quedarse quieto esperando a que caiga la noche.
jueves, abril 08, 2010
Arpeggi
Después de estar con mi madre y una amiga de ella, M., tomando café. Vuelvo a casa y siento el subidón que me da verla, porque no sólo ella me ha visto crecer a mí sino yo también a ella, y observo que a determinadas edades, la gente puede seguir aprendiendo, y seguir siendo guapa, y curiosa.
Suena Weird fishes/Arpeggi, de Radiohead, en mi iPod. Estoy en medio de esta fastuosa tarde de primavera, andando por la calle, con mi alergia primaveral pero feliz, pensando que sí, que quiero ir a Estambul, con L., con A. Que hay que renovarse o morir. Y que lo mejor de renovarse está en conocer a personas maravillosas y ofrecerles tu amistad, y que ellos te ofrezcan la suya, o te la renueven después de años de haberles perdido la pista. Así, de repente, sin tú esperarlo. A pesar de toda esta semana de pesadilla, con Telefónica, sin Internet, solo, con la escasez de trabajo, con la ruina económica, con el escándalo Garzón, sintiendo de lejos y de cerca lo cutre que puede ser este país, pero no importa, porque la tarde es hoy espléndida y estoy escuchando una canción bellísima en mi iPod.
Me cruzo con tres turistas gays por la calle. Maduros. Con esa limpieza en la mirada que te da estar lejos de casa, descubriendo el mundo, en el Mediterráneo. Me recuerdan a esos personajes de la escuela flamenca, a esos burgueses con barba y ojos inquietos de Franz Hals o Van Eyck, y pienso que es posible que todavía queden hombres interesantes en el mundo...
Estoy feliz y no sé muy bien por qué... no tengo motivos aparentes. Todo lo contrario... y luego, en un momento de arrebato, justo antes de llegar a casa, observando a la gente que vive, que respira, que habla por la calle, pienso que no debería autocastigarme más con mi novela, que tampoco pasa nada, que ya la escribirán otros por mí, que a veces basta con observar cómo el aire mueve los geranios, rojos como el cielo de la tarde, o cómo se mueven las páginas de ese prodigio de libro de Foucault que está sobre la mesa de la terraza... para sentir ese escalofrío vital, ese arpegio de ejecución breve y resonancia infinita.
Suena Weird fishes/Arpeggi, de Radiohead, en mi iPod. Estoy en medio de esta fastuosa tarde de primavera, andando por la calle, con mi alergia primaveral pero feliz, pensando que sí, que quiero ir a Estambul, con L., con A. Que hay que renovarse o morir. Y que lo mejor de renovarse está en conocer a personas maravillosas y ofrecerles tu amistad, y que ellos te ofrezcan la suya, o te la renueven después de años de haberles perdido la pista. Así, de repente, sin tú esperarlo. A pesar de toda esta semana de pesadilla, con Telefónica, sin Internet, solo, con la escasez de trabajo, con la ruina económica, con el escándalo Garzón, sintiendo de lejos y de cerca lo cutre que puede ser este país, pero no importa, porque la tarde es hoy espléndida y estoy escuchando una canción bellísima en mi iPod.
Me cruzo con tres turistas gays por la calle. Maduros. Con esa limpieza en la mirada que te da estar lejos de casa, descubriendo el mundo, en el Mediterráneo. Me recuerdan a esos personajes de la escuela flamenca, a esos burgueses con barba y ojos inquietos de Franz Hals o Van Eyck, y pienso que es posible que todavía queden hombres interesantes en el mundo...
Estoy feliz y no sé muy bien por qué... no tengo motivos aparentes. Todo lo contrario... y luego, en un momento de arrebato, justo antes de llegar a casa, observando a la gente que vive, que respira, que habla por la calle, pienso que no debería autocastigarme más con mi novela, que tampoco pasa nada, que ya la escribirán otros por mí, que a veces basta con observar cómo el aire mueve los geranios, rojos como el cielo de la tarde, o cómo se mueven las páginas de ese prodigio de libro de Foucault que está sobre la mesa de la terraza... para sentir ese escalofrío vital, ese arpegio de ejecución breve y resonancia infinita.
lunes, abril 05, 2010
Del odio como potentia spinoziana
Dadme una pistolita con infinitos cartuchos que ya hago yo el resto...
La puntita del iceberg
Todas las identidades tienen su punta del iceberg: esa parte entre más visible, más medible y más presta a la taxonomía o la exégesis, que sirve a la convención cultural para convertirla en categoría de sujeto.
La de marica tiene su puntita en la sexualidad. Grosso modo.
Pues bien, dado que hace meses que no ejerces y sigues "siéndolo", ejecutemos una proposición lógica a la inversa: a partir de ahora quedas autoinvestido como escritor. Apenas tienes producción, la novela te está costando más que un niño tonto y permaneces inédito. Pero lo que es, ES.
Querido mío, contigo que siempre me acuesto y siempre me levanto: bienvenido al mocho y vulgar párnaso 2.0 de los artistas.
Ya decía Judith Butler que no hay mayor acto de "apoderamiento" que el acto "performativo". Dices "soy" y lo eres.
Hala, a pegar codazos...
La de marica tiene su puntita en la sexualidad. Grosso modo.
Pues bien, dado que hace meses que no ejerces y sigues "siéndolo", ejecutemos una proposición lógica a la inversa: a partir de ahora quedas autoinvestido como escritor. Apenas tienes producción, la novela te está costando más que un niño tonto y permaneces inédito. Pero lo que es, ES.
Querido mío, contigo que siempre me acuesto y siempre me levanto: bienvenido al mocho y vulgar párnaso 2.0 de los artistas.
Ya decía Judith Butler que no hay mayor acto de "apoderamiento" que el acto "performativo". Dices "soy" y lo eres.
Hala, a pegar codazos...
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