"Una vez fui de visita un fin de semana a casa de Maggie Fowler, en los Hamptons. Su hijo, un chico de ocho o nueve años, estaba con ella. Era hijo de su primer matrimonio y, evidentemente, pasaba la mayor parte del tiempo con su padre o en el colegio. Parecía un poco incómodo con Maggie. Tenía ese extraordinario aire de intimidad de que gozan algunos niños. Quizás en su caso fuera el resultado de los rigores del divorcio, pero lo he visto en toda clase de niños. Me levanté pronto el sábado por la mañana y, como me lo encontré en el piso de abajo, fui con él andando a la playa, a nadar. Por el camino me cogió de la mano (una atención poco habitual en un niño de su edad) y supuse que se sentiría solo; pero si así se explicaba su conducta, entonces yo también debería sentirme solo, porque disfruté de su compañía. Puede que me recordara mi propia infancia. El eco de un afecto profundo, que en parte seguramente es recuerdo, fue lo que yo experimenté. Nos dimos un buen chapuzón, desayunamos juntos y después él me preguntó, muy tímidamente, si quería jugar a la pelota. Pasamos tal vez una hora en el jardín trasero, lanzando y atrapando una pelota. Después bajaron los demás y empezamos a beber bloody marys y hubo las actividades habituales de un fin de semana, la mayoría de las cuales excluían a un niño de su edad. Esa noche, cuando nos estábamos vistiendo para salir, Maggie llamó a mi puerta y me dijo que su hijo quería que fuera a darle las buenas noches. Lo hice. Cuando me levanté el domingo por la mañana, estaba sentado en una silla junto a la puerta de mi habitación, y una vez más fuimos andando a la playa. No lo vi mucho a lo largo del día, pero fui consciente de su persona: sus pasos, su voz, su presencia en la casa. Regresé a la ciudad el domingo por la tarde y nunca he vuelto a verlo ni a saber nada de él, pero indudablemente sentí por él algo parecido al amor durante las escasas horas que pasamos juntos".
John Cheever, Bullet Park
lunes, octubre 31, 2011
martes, octubre 18, 2011
Zeige deine Wunde (Enseña tus heridas)
"Hay que desarraigarse. Cortar el árbol, hacer una cruz y llevarla todos los días".
Simone Weil, La gravedad y la gracia
A punto como estoy de dejar el que ha sido mi hogar durante dos años me pregunto mientras despejo la cocina de cacharros interminables: ¿has sido feliz durante este tiempo? Y me digo: No tanto como hubiese deseado pero más de lo que habría esperado. Ahí se pierde mi esencia: entre la depresión y la manía, entre esos matices verbales del español que van del pluscuamperfecto del subjuntivo al condicional compuesto del indicativo. Hay un extraño gozo en ver todo el puzle destruido: cajas por aquí, cuadros descansando sobre el suelo por allá, un objeto en tránsito, unas tijeras sobre el sofá, ropa sobre las sillas, mi barba crecida, mis calcetines llevándoselo todo por delante. Esa manida pulsión de muerte, supongo. Observo los restos de la tragedia: al quitar un cuadrito de la pared, uno de los clavos está más bajo que el otro porque en su día se golpeó ex profeso para conseguir el efecto perfecto. Arqueología de las ilusiones fenecidas. Hoy he contabilizado con mi madre once mudanzas en lo que llevo de adulto. (He tenido más casas que novios). "Bueno, me voy porque quiero, mamá". Luego hemos estado hablando de las grandes migraciones forzadas causadas por la guerra o por las hambrunas. Me acordaba de esa carrera sin aliento, de esa desposesión que es Suite Francesa, de Nemirovsky. Aunque también hubiese podido pensar en Libia o en cualquier otra realidad presente. Sin embargo, desviándome hacia lo figurado que hay en toda realidad, cabría preguntarse: ¿cuál es la guerra que yo libro? ¿Cuál es mi hambruna? ¿A qué este continuo cansancio, esta eterna necesidad insatisfecha? El otro día le decía a una amiga que me siento como pez en el agua en estos tiempos de inestabilidad y crisis. Sí, como pez en el agua... o como corzo en bosque cerrado. Correr sin aliento, tratar de olvidar, partir con rapidez. Cubierto de cinismo y de amor, como la serpiente alada de los aztecas. Las mudanzas me sirven de análisis: en ellas descubro al ser fetichista que hay en mí, una especie de urraca que esconde en su nido los objetos que le resultan más brillantes, un coleccionista de dispositivos de almacenamiento donde archivar los recuerdos que su mala memoria ha borrado al vivir tan deprisa... qué triste está la casa sin libros... por suerte está la radio, y los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, que he dejado para embalar ya al final. Y las vistas, esas vistas de Jerez, que desde mi terraza parece una ciudad llena de promesas. Al fin y al cabo, en esta casa me he reconciliado con mi ciudad. Posiblemente para siempre. También he hecho buenos amigos, he escrito parte de una novela, he leído las mejores páginas de Sebald, he tenido noches donde he tocado el cielo con la yema de los dedos y, sobre todo, he vuelto a avivar el hogar. Uno sólo tiene que soplar y desvelar el espíritu. Al final todo prende.
Simone Weil, La gravedad y la gracia
A punto como estoy de dejar el que ha sido mi hogar durante dos años me pregunto mientras despejo la cocina de cacharros interminables: ¿has sido feliz durante este tiempo? Y me digo: No tanto como hubiese deseado pero más de lo que habría esperado. Ahí se pierde mi esencia: entre la depresión y la manía, entre esos matices verbales del español que van del pluscuamperfecto del subjuntivo al condicional compuesto del indicativo. Hay un extraño gozo en ver todo el puzle destruido: cajas por aquí, cuadros descansando sobre el suelo por allá, un objeto en tránsito, unas tijeras sobre el sofá, ropa sobre las sillas, mi barba crecida, mis calcetines llevándoselo todo por delante. Esa manida pulsión de muerte, supongo. Observo los restos de la tragedia: al quitar un cuadrito de la pared, uno de los clavos está más bajo que el otro porque en su día se golpeó ex profeso para conseguir el efecto perfecto. Arqueología de las ilusiones fenecidas. Hoy he contabilizado con mi madre once mudanzas en lo que llevo de adulto. (He tenido más casas que novios). "Bueno, me voy porque quiero, mamá". Luego hemos estado hablando de las grandes migraciones forzadas causadas por la guerra o por las hambrunas. Me acordaba de esa carrera sin aliento, de esa desposesión que es Suite Francesa, de Nemirovsky. Aunque también hubiese podido pensar en Libia o en cualquier otra realidad presente. Sin embargo, desviándome hacia lo figurado que hay en toda realidad, cabría preguntarse: ¿cuál es la guerra que yo libro? ¿Cuál es mi hambruna? ¿A qué este continuo cansancio, esta eterna necesidad insatisfecha? El otro día le decía a una amiga que me siento como pez en el agua en estos tiempos de inestabilidad y crisis. Sí, como pez en el agua... o como corzo en bosque cerrado. Correr sin aliento, tratar de olvidar, partir con rapidez. Cubierto de cinismo y de amor, como la serpiente alada de los aztecas. Las mudanzas me sirven de análisis: en ellas descubro al ser fetichista que hay en mí, una especie de urraca que esconde en su nido los objetos que le resultan más brillantes, un coleccionista de dispositivos de almacenamiento donde archivar los recuerdos que su mala memoria ha borrado al vivir tan deprisa... qué triste está la casa sin libros... por suerte está la radio, y los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, que he dejado para embalar ya al final. Y las vistas, esas vistas de Jerez, que desde mi terraza parece una ciudad llena de promesas. Al fin y al cabo, en esta casa me he reconciliado con mi ciudad. Posiblemente para siempre. También he hecho buenos amigos, he escrito parte de una novela, he leído las mejores páginas de Sebald, he tenido noches donde he tocado el cielo con la yema de los dedos y, sobre todo, he vuelto a avivar el hogar. Uno sólo tiene que soplar y desvelar el espíritu. Al final todo prende.
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