Y una arenga final: no queremos que nos persigan, ni que nos prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan: lo que queremos es que nos deseen.
Néstor Perlongher
sábado, julio 30, 2005
Ventana abatible y copa de árbol (transfusión, expiración)
La habitación era un dormitorio, no hay duda. Era un dormitorio parecido al de mi madre o al de mi abuela: en penumbra, con las sábanas lisas, suaves y frescas. En él, junto a mí, estaba mi amigo F.
F. siempre aparece en mis sueños como Chus en las películas de Almodóvar. Es difícil de explicar, pero su presencia en ellos me produce una extraña sensación de familiaridad. Sin embargo, el viento, que parecía mover la casa en la que estábamos con la fuerza con la que el soplo del lobo movía la de paja del pequeño de los cerditos, impedía que la presencia de F. consiguiera apaciguarme.
El papel protege a la piedra pero es cortado por la tijera...
De repente, mi mirada se detiene en la ventana abatible situada a mi derecha. El peligro es inminente y, sin que me de tiempo a reaccionar (a F. lo he perdido), los millones de pequeñas hojas que pueblan la copa de un árbol contiguo a la ventana, comienzan a entrar en la habitación volviendo el aire irrespirable. Las hojas son tan diminutas como las del arrayán (o boj) que tenemos en el balcón de casa. Su tamaño y la velocidad a la que viajan las convierte en elementos siniestros, porque cortan, arañan y se instalan en la garganta ahogándote.
El fenómeno es como una transfusión a gran velocidad: la casa se ha convertido en el interior de una aspiradora cuya boca de aspiración es la ventana abatible, inaccesible.
Me he despertado con una terrible sensación de estar despeinado. Como si el pelo me llegase hasta las rodillas y lo tuviese todo revuelto.
F. siempre aparece en mis sueños como Chus en las películas de Almodóvar. Es difícil de explicar, pero su presencia en ellos me produce una extraña sensación de familiaridad. Sin embargo, el viento, que parecía mover la casa en la que estábamos con la fuerza con la que el soplo del lobo movía la de paja del pequeño de los cerditos, impedía que la presencia de F. consiguiera apaciguarme.
El papel protege a la piedra pero es cortado por la tijera...
De repente, mi mirada se detiene en la ventana abatible situada a mi derecha. El peligro es inminente y, sin que me de tiempo a reaccionar (a F. lo he perdido), los millones de pequeñas hojas que pueblan la copa de un árbol contiguo a la ventana, comienzan a entrar en la habitación volviendo el aire irrespirable. Las hojas son tan diminutas como las del arrayán (o boj) que tenemos en el balcón de casa. Su tamaño y la velocidad a la que viajan las convierte en elementos siniestros, porque cortan, arañan y se instalan en la garganta ahogándote.
El fenómeno es como una transfusión a gran velocidad: la casa se ha convertido en el interior de una aspiradora cuya boca de aspiración es la ventana abatible, inaccesible.
Me he despertado con una terrible sensación de estar despeinado. Como si el pelo me llegase hasta las rodillas y lo tuviese todo revuelto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)