Lacrimae Christi.
Los cirios prendidos de anhelos en contagioso derretir.
La panza en escorzo del caballo que tiró a Saulo de Tarso.
El aliento leve de los niños del Coro del King's College, vestidos de acólitos, cantando el Ave Verum Corpus.
Las criptas reales de las iglesias de Viena.
La luz moteada que entra por el vitral de la capilla y se estrella como un manantial contra las llagas de Cristo.
Manos talladas que se abren como capullos de flor.
El cuerpo desnudo de los santos, todo sonambulismo y pasión desmedida.
Las linternas, las bóvedas, los frescos, las jaculatorias sotto voce.
Palestrina, y Lasso, y Victoria.
La piedra fresca de la sacristía, la madera templada de las sillerías, las velas calientes entre las capillas.
El resplandor de los metales. Los órganos fantasmales.
Una caída, una llave, una alfombra desmochada.
Las sillas, los bancos, los reclinatorios.
El árbol desarraigado convertido en cruz que se lleva a cuestas.
Un vacío en mitad de la alta densidad de las ciudades.
El silencio y el agua fermentada de las pilas.
Las tablas untadas de pintura al óleo que narran hagiografías.
Las nervaduras en fantasía, como esqueletos de animales mitológicos.
Las puertas forradas de cuero guateado.
La luz, perdida y encontrada.
Una mística indeterminada.
jueves, enero 31, 2013
miércoles, enero 23, 2013
Ancho mar de los Sargazos
En ese momento en que el mundo me resulta inabarcable, la vida corta y el arte... el arte perecedero.
jueves, enero 10, 2013
Un éclat de méfiance
A veces basta con poner la música dilatada de Morton Feldman, llena de puntuación, y cambiar de manera aparentemente aleatoria, aunque en el fondo ayudado por el ritmo de las pausas, las palabras de un texto coherente, sin alterar la idea estructurante, y entonces todo se descompone en fogonazos de semiconsciencia, como - al menos en narrativa; distinto es el caso de la poesía - solo le he visto conseguir a Pynchon (pues Joyce no me gusta), en esos pasajes que parecen como saltos de una roca a otra sobre un río caudaloso lleno de peligros. El placer es parecido al de tirar una sopera de porcelana histórica y ver cómo se descompone en mil pedazos, o al de observar las múltiples direcciones en que se derrama un líquido, pongamos un vino carísimo, cada vez con menos ímpetu, o al de escuchar el crepitar de un salón burgués, lleno de crepes de seda natural, ardiendo de manera contagiosa y rauda. Cuerpos hermosos que se caen, rodillas jóvenes manchadas de sangre, una mano abierta que se eleva en escorzo, diminutas motas de polvo adheridas a un tenedor olvidado en el parque, un escalofrío fugaz en el bajo vientre, el capital disfrazado de fetiche detrás de los escaparates, un listado de nombres en una lengua desconocida, los gabinetes de curiosidades, un paseo por el invernadero de plantas y un incendio en lontananza. Así la pintura moderna, los trazos de barro en unas botas de montar, la guillotina, el desorden, los hospitales, las ráfagas, la llovizna. Déjame ladeado, notando mi propia respiración inquieta, descompensada frente al mundo. En algún momento la urbe se convierte en campo y el campo se convierte en mar, y el mar en plástico... así hasta la contracción del universo. ¿A quién le importa la verticalidad de las cosas que nos han hecho creer importantes cuando podemos meter la mano en el estanque de las palabras, para desordenar el mundo a nuestro antojo, las piernas cruzadas en alto, columpiadas por el vaivén del viento y sólo un poco, un poquito nada más, por nosotros mismos.
miércoles, enero 09, 2013
Nota introductoria a XXX
El día que empecé a escribir estas líneas, ocho de enero de dos mil trece, tenía mi billete de vuelta a París. Nunca lo utilicé, así que no volví a París... pero volví a la escritura.
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