Lacrimae Christi.
Los cirios prendidos de anhelos en contagioso derretir.
La panza en escorzo del caballo que tiró a Saulo de Tarso.
El aliento leve de los niños del Coro del King's College, vestidos de acólitos, cantando el Ave Verum Corpus.
Las criptas reales de las iglesias de Viena.
La luz moteada que entra por el vitral de la capilla y se estrella como un manantial contra las llagas de Cristo.
Manos talladas que se abren como capullos de flor.
El cuerpo desnudo de los santos, todo sonambulismo y pasión desmedida.
Las linternas, las bóvedas, los frescos, las jaculatorias sotto voce.
Palestrina, y Lasso, y Victoria.
La piedra fresca de la sacristía, la madera templada de las sillerías, las velas calientes entre las capillas.
El resplandor de los metales. Los órganos fantasmales.
Una caída, una llave, una alfombra desmochada.
Las sillas, los bancos, los reclinatorios.
El árbol desarraigado convertido en cruz que se lleva a cuestas.
Un vacío en mitad de la alta densidad de las ciudades.
El silencio y el agua fermentada de las pilas.
Las tablas untadas de pintura al óleo que narran hagiografías.
Las nervaduras en fantasía, como esqueletos de animales mitológicos.
Las puertas forradas de cuero guateado.
La luz, perdida y encontrada.
Una mística indeterminada.