Últimas horas del año, de la década. Preparo unos brócolis con patatas, al vapor. Escucho una vieja canción de Madonna: "I know the road looks lonely/But that's just Satan's game/And either way my baby/You'll never be the same". Llamo a P. Me llama Pa. Nos deseamos un feliz año nuevo. Quiero trabajar un poco pero me disperso. Recuerdo el año pasado a estas horas, comprando uvas en Le Bon Marché de París. Antes de la última siesta del año, leeré algunas páginas de Sebald...
El año termina mal aunque algo mejor de lo que pensaba.
Me ronda un pensamiento, un tímido anhelo: que los fantasmas se hagan carne y que las fantasías se vuelvan verbo...
Claro, y que la salud no se resienta.
Feliz año nuevo a todos.
viernes, diciembre 31, 2010
lunes, diciembre 27, 2010
Fantasmas
1. Ocurrió una tarde de julio, muy calurosa, como más tarde recordaría. Minutos después de haber abierto la tienda, estaba ante la mesa que hacía las veces de mostrador enfrascado de nuevo en sus problemas de liquidez. En una esquina minúscula y vergonzante del folio en blanco que tenía delante apuntaba deudas: proveedores, seguridad social, alquiler... A ratos miraba de soslayo la cifra que parecía temblar sobre la calculadora que agarraba con la otra mano: era la suma de sus facturas por cobrar. Las cuentas no le salían. Un gran surco de sudor empapaba las costuras de su camisa, a la altura de las axilas. Entonces sintió un extraño escalofrío y pasando rápidamente la vista por entre lámparas, tresillos y mesitas auxiliares, la detuvo en un punto del escaparate, a su izquierda. Al otro lado, una señora mayor, vestida con una falda tableada malva y una blusa blanca de tejido fresco lo miraba por encima de sus gruesas gafas de vista. No cabía duda: aquella mujer era su madre, muerta hacía algunos meses. Tenía la cara de antes de diagnosticársele la enfermedad, su cara suave de los últimos años, y lo miraba con una efusión rebosante e infinita. Levantó la mano, que sujetaba un abanico con las varillas de sándalo calado, y lo saludó tras el cristal. Al segundo desapareció por la izquierda. Él estaba petrificado, la emoción lo había dejado pasmado, con la mano pegada al catálogo de telas para tapizar. Cuando volvió en sí, echó a correr hacia la puerta y se asomó a la calle: no había ni un alma, su madre había desaparecido entre el bochorno de la tarde. Le sorprendió el rumor de la fuente de enfrente, casi el único sonido que percibía con nitidez, como un crepitar de telas en combustión, como una carrera de ángeles en lontananza.
2. Estaba escribiendo sobre fantasmas cuando sonó el telefonillo. Eran al menos las once de la noche, tenía la tele encendida (aunque sin volumen) y estaba escuchando el último de los cuartetos de cuerda de Béla Bartók. Cuando pregunté que quién era, una voz familiar me contestó que Josep Plà. Apreté el botón y esperé a que llamase al timbre de arriba. Cuando abrí la puerta no me sorprendió ver a Sergio ante mí. Se había cortado el pelo y, curiosamente, había envejecido: ya no era aquel crío de dieciocho años que nos abandonó un fatídico y lejano día del mes de enero. Fue todo muy rápido, las botas sin crampones, la nieve blanda y crujiente, un resbalón y el golpe letal en la cabeza. Me dio un abrazo como un suspiro y me pidió que nos instalásemos en alguna parte de la casa poco habitada, más de tránsito, que le había costado mucho esfuerzo subir las escaleras, en especial el último tramo, tan empinado, y que temía desaparecer si no se alimentaba de cierta oscuridad. Yo me lo llevé de la mano hacia el diminuto pasillo que comunica mi dormitorio con el salón y con mi despacho. Se sentó de cuclillas, con los brazos cruzados, como quien observa desde la ribera de un río la orilla de enfrente. Yo le imité la postura y me senté a su lado, rozándole levemente el codo. Me fijé en sus pecas, tan graciosas, y en su piel casi transparente, fina como una gasa. Durante unos cinco minutos estuvimos intercambiando frases, haciéndonos preguntas llenas de curiosidad, de cuya mayor parte no me acuerdo. A veces su mirada azul se perdía en un lugar muy remoto e inexpugnable. Los instrumentos de cuerda de la pieza que sonaba en el salón, un tiempo lento, pasaban de un acorde agudo a otro grave; en mitad, un suave silencio. De pronto se levantó y lo miré con una tristeza honda de despedida. Supuse que querría salir por la terraza y abrí el ventanal dejando entrar el aire helado del invierno. Antes de dejar que su silueta se perdiese en la negrura del allá, le pregunté si seguía siendo comunista. Me sonrío de una forma muy afectuosa y me dijo camarada, más que nunca, ahí donde estoy las injusticias son aún peores... cerré la puerta y, de nuevo en cuclillas, pegué la frente al cristal, frío como el agua de los manantiales más altos de la tierra.
2. Estaba escribiendo sobre fantasmas cuando sonó el telefonillo. Eran al menos las once de la noche, tenía la tele encendida (aunque sin volumen) y estaba escuchando el último de los cuartetos de cuerda de Béla Bartók. Cuando pregunté que quién era, una voz familiar me contestó que Josep Plà. Apreté el botón y esperé a que llamase al timbre de arriba. Cuando abrí la puerta no me sorprendió ver a Sergio ante mí. Se había cortado el pelo y, curiosamente, había envejecido: ya no era aquel crío de dieciocho años que nos abandonó un fatídico y lejano día del mes de enero. Fue todo muy rápido, las botas sin crampones, la nieve blanda y crujiente, un resbalón y el golpe letal en la cabeza. Me dio un abrazo como un suspiro y me pidió que nos instalásemos en alguna parte de la casa poco habitada, más de tránsito, que le había costado mucho esfuerzo subir las escaleras, en especial el último tramo, tan empinado, y que temía desaparecer si no se alimentaba de cierta oscuridad. Yo me lo llevé de la mano hacia el diminuto pasillo que comunica mi dormitorio con el salón y con mi despacho. Se sentó de cuclillas, con los brazos cruzados, como quien observa desde la ribera de un río la orilla de enfrente. Yo le imité la postura y me senté a su lado, rozándole levemente el codo. Me fijé en sus pecas, tan graciosas, y en su piel casi transparente, fina como una gasa. Durante unos cinco minutos estuvimos intercambiando frases, haciéndonos preguntas llenas de curiosidad, de cuya mayor parte no me acuerdo. A veces su mirada azul se perdía en un lugar muy remoto e inexpugnable. Los instrumentos de cuerda de la pieza que sonaba en el salón, un tiempo lento, pasaban de un acorde agudo a otro grave; en mitad, un suave silencio. De pronto se levantó y lo miré con una tristeza honda de despedida. Supuse que querría salir por la terraza y abrí el ventanal dejando entrar el aire helado del invierno. Antes de dejar que su silueta se perdiese en la negrura del allá, le pregunté si seguía siendo comunista. Me sonrío de una forma muy afectuosa y me dijo camarada, más que nunca, ahí donde estoy las injusticias son aún peores... cerré la puerta y, de nuevo en cuclillas, pegué la frente al cristal, frío como el agua de los manantiales más altos de la tierra.
lunes, diciembre 20, 2010
Un poema de Cernuda y otro de Gil de Biedma
Jardín antiguo
Ir de nuevo al jardín cerrado,
que tras los arcos de la tapia,
entre magnolios, limoneros,
guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio,
vivo de trinos y de hojas,
el susurro tibio del aire
donde las almas viejas flotan.
Ver otra vez el cielo hondo
a lo lejos, la torre esbelta
tal flor de luz sobre las palmas:
las cosas todas siempre bellas.
Sentir otra vez, como entonces,
la espina aguda del deseo,
mientras la juventud pasada
vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.
Luis Cernuda
Noches del mes de junio
A Luis Cernuda
Alguna vez recuerdo
ciertas noches de junio de aquel año,
casi borrosas, de mi adolescencia
(era en mil novecientos me parece
cuarenta y nueve)
porque en ese mes
sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña
lo mismo que el calor que empezaba,
nada más
que la especial sonoridad del aire
y una disposición vagamente afectiva.
Eran las noches incurables
y la calentura.
Las altas horas de estudiante solo
y el libro intempestivo
junto al balcón abierto de par en par (la calle
recién regada desaparecía
abajo, entre el follaje iluminado)
sin un alma que llevar a la boca.
Cuántas veces me acuerdo
de vosotras, lejanas
noches del mes de junio, cuántas veces
me saltaron las lágrimas, las lágrimas
por ser más que un hombre, cuánto quise
morir
o soñé con venderme al diablo,
que nunca me escuchó.
Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.
Jaime Gil de Biedma
Ir de nuevo al jardín cerrado,
que tras los arcos de la tapia,
entre magnolios, limoneros,
guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio,
vivo de trinos y de hojas,
el susurro tibio del aire
donde las almas viejas flotan.
Ver otra vez el cielo hondo
a lo lejos, la torre esbelta
tal flor de luz sobre las palmas:
las cosas todas siempre bellas.
Sentir otra vez, como entonces,
la espina aguda del deseo,
mientras la juventud pasada
vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.
Luis Cernuda
Noches del mes de junio
A Luis Cernuda
Alguna vez recuerdo
ciertas noches de junio de aquel año,
casi borrosas, de mi adolescencia
(era en mil novecientos me parece
cuarenta y nueve)
porque en ese mes
sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña
lo mismo que el calor que empezaba,
nada más
que la especial sonoridad del aire
y una disposición vagamente afectiva.
Eran las noches incurables
y la calentura.
Las altas horas de estudiante solo
y el libro intempestivo
junto al balcón abierto de par en par (la calle
recién regada desaparecía
abajo, entre el follaje iluminado)
sin un alma que llevar a la boca.
Cuántas veces me acuerdo
de vosotras, lejanas
noches del mes de junio, cuántas veces
me saltaron las lágrimas, las lágrimas
por ser más que un hombre, cuánto quise
morir
o soñé con venderme al diablo,
que nunca me escuchó.
Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.
Jaime Gil de Biedma
jueves, noviembre 25, 2010
Los cielos desconocidos
Vértigo.
A aproximadamente las cuatro de la tarde un hombre entra en la estación de Liverpool Street y se monta en uno de los trenes que circulan en dirección a los suburbios del noreste. Lleva consigo un ejemplar de viejo (Everyman's Library, 1913), en papel cebolla, del diario de Samuel Pepys. Como si se tratase de una baraja de cartas, obedeciendo únicamente al azar del lugar en que se posan sus dedos, y después su vista, va leyendo frases sueltas, pequeños fragmentos. Factores ambientales como la humedad han hecho que a veces no sea esa página la que se aparezca ante sus ojos sino la siguiente, a la que está pegada por algún extremo. A los cinco minutos tiene tanto sueño que empieza a no entender lo que lee y lucha una y otra vez frente a la primera frase completa de la página 315 hasta caer dormido. Como un eco casi perdido regresan entonces las palabras del diario sobre el gran incendio de Londres. No hay claridad sino un llamear espantoso y sangrientamente maligno que el viento empuja por toda la metrópoli. Cientos de palomas muertas sobre el pavimento con el plumaje chamuscado. Los árboles de los cementerios se prenden fuego unos a otros. Su crepitar es monstruoso, como si el mismísimo diablo anduviese rechinando los dientes a nuestro lado, en una habitación inundada de oscuridad. Mucha gente trata de huir hacia el agua del río. A nuestro alrededor el reflejo, y delante de la profunda oscuridad del cielo, en un arco, cuesta arriba, la pared de fuego, recortada en zigzag. Y al día siguiente una lluvia apacible de cenizas, hacia el oeste, hasta más allá del Windsor Park.
Rautaavara.
Fuera de los cristales, sucios de todo el otoño, el cielo que se rasga en su decrepitud. Una finísima línea purulenta separa unas nubes de otras, en un cúmulo de grises y rojizos que se asemeja al material olvidado tras intentar sanar una herida profunda e incurable. Es la hora de las unciones. Las manos frías y como ajenas recorren la barbilla, en un despistado gesto de repliegue físico sobre uno mismo, de recogimiento. El trémulo reflejo de la televisión, que ocupa el lugar que otrora ocuparía la lumbre, con su caprichoso bailoteo sobre objetos, paredes y cuadros, reconcentra el recuerdo de otras horas parecidas a esta, en otras ciudades que ya no existen, porque en estos instantes nos son ajenas. A ese recuerdo le acompaña el recuerdo de las salidas de casa envueltos en una bufanda, de las llegadas en taxi a fiestas de desconocidos, de apretar el botón del ascensor con un guante, de tender la mano y soltar en otra una botella de vino, de las reuniones en la cocina que anteceden a una cena, de esa curiosidad infantil que sentimos al entrar en las casas de los demás y observar su disposición y su reglamento. Y luego, de vuelta aquí, puede que suene el teléfono o que tratemos de discenir en un libro aquella frase que rodeamos de lápiz: "un éxtasis... de amor... a primera... vista". Entonces, tirados sobre la alfombra, miramos hacia el cielo, desconocido como siempre, y estiramos una mano hacia el invierno que todo lo rodea, y todo está tan lejos que parece mentira, y perdemos el norte, y seguimos sin vernos la cara, aunque sí el resto: esas manos que vuelven una y otra vez sobre nuestra cara que no vemos, como las manos de los ciegos, y es ya de noche, y el invierno, este invierno que nunca acaba.
A aproximadamente las cuatro de la tarde un hombre entra en la estación de Liverpool Street y se monta en uno de los trenes que circulan en dirección a los suburbios del noreste. Lleva consigo un ejemplar de viejo (Everyman's Library, 1913), en papel cebolla, del diario de Samuel Pepys. Como si se tratase de una baraja de cartas, obedeciendo únicamente al azar del lugar en que se posan sus dedos, y después su vista, va leyendo frases sueltas, pequeños fragmentos. Factores ambientales como la humedad han hecho que a veces no sea esa página la que se aparezca ante sus ojos sino la siguiente, a la que está pegada por algún extremo. A los cinco minutos tiene tanto sueño que empieza a no entender lo que lee y lucha una y otra vez frente a la primera frase completa de la página 315 hasta caer dormido. Como un eco casi perdido regresan entonces las palabras del diario sobre el gran incendio de Londres. No hay claridad sino un llamear espantoso y sangrientamente maligno que el viento empuja por toda la metrópoli. Cientos de palomas muertas sobre el pavimento con el plumaje chamuscado. Los árboles de los cementerios se prenden fuego unos a otros. Su crepitar es monstruoso, como si el mismísimo diablo anduviese rechinando los dientes a nuestro lado, en una habitación inundada de oscuridad. Mucha gente trata de huir hacia el agua del río. A nuestro alrededor el reflejo, y delante de la profunda oscuridad del cielo, en un arco, cuesta arriba, la pared de fuego, recortada en zigzag. Y al día siguiente una lluvia apacible de cenizas, hacia el oeste, hasta más allá del Windsor Park.
Rautaavara.
Fuera de los cristales, sucios de todo el otoño, el cielo que se rasga en su decrepitud. Una finísima línea purulenta separa unas nubes de otras, en un cúmulo de grises y rojizos que se asemeja al material olvidado tras intentar sanar una herida profunda e incurable. Es la hora de las unciones. Las manos frías y como ajenas recorren la barbilla, en un despistado gesto de repliegue físico sobre uno mismo, de recogimiento. El trémulo reflejo de la televisión, que ocupa el lugar que otrora ocuparía la lumbre, con su caprichoso bailoteo sobre objetos, paredes y cuadros, reconcentra el recuerdo de otras horas parecidas a esta, en otras ciudades que ya no existen, porque en estos instantes nos son ajenas. A ese recuerdo le acompaña el recuerdo de las salidas de casa envueltos en una bufanda, de las llegadas en taxi a fiestas de desconocidos, de apretar el botón del ascensor con un guante, de tender la mano y soltar en otra una botella de vino, de las reuniones en la cocina que anteceden a una cena, de esa curiosidad infantil que sentimos al entrar en las casas de los demás y observar su disposición y su reglamento. Y luego, de vuelta aquí, puede que suene el teléfono o que tratemos de discenir en un libro aquella frase que rodeamos de lápiz: "un éxtasis... de amor... a primera... vista". Entonces, tirados sobre la alfombra, miramos hacia el cielo, desconocido como siempre, y estiramos una mano hacia el invierno que todo lo rodea, y todo está tan lejos que parece mentira, y perdemos el norte, y seguimos sin vernos la cara, aunque sí el resto: esas manos que vuelven una y otra vez sobre nuestra cara que no vemos, como las manos de los ciegos, y es ya de noche, y el invierno, este invierno que nunca acaba.
domingo, noviembre 14, 2010
Trío de Ravel
Apunto autores y obras que quiero leer: Onetti, Chatwin, más Sebald, el último Coetzee, el Tristan Shandy de Sterne.
Hay otros que me gustaría simplemente tener: Anatomía de la melancolía de Burton, los Ensayos de Montaigne.
Una especie de ansiedad de carácter temporal (clausural, diría yo) se apodera de mí. Mi diógenes libresca me lleva cada cierto tiempo a la Luna Nueva y me hace comprar libros que se acumulan en mis estanterías. Son tareas pendientes que, de alguna forma, prorrogan o aplazan este tiempo de clausura. Clausura como fin, como cierre; clausura como encierro.
Coqueteo con la idea de encerrarme: la vida puede quedar allende la puerta, allende la ciudad, allende el presente, para un tiempo futuro. Ahora toca escribir, intentarlo al menos. Llegué aquí para eso, ¿no? ¿qué me hizo venir aquí? A veces, se me olvida.
Carne encerrada. Arroz pasado.
Entre los autores que apunto está Josep Pla. Escribo su nombre acercando la punta de los dedos al extremo del bolígrafo, sobre un post-it. Y de repente me acuerdo de alguien, una especie de fuego de San Telmo, de aparición y desaparición repentinas, que escribió algo sobre Josep Pla en su blog. Su extraña manifestación fantasmal, una suerte de aviso, es como un paréntesis cerrado con precipitación, un inicio de digresión de mi propia vida clausurada, fallido (¿por suerte?). En esta ruina de consumo pasivo, en este ambiente de capitalismo farmacopornográfico de sillas pegadas a ordenadores eternamente encendidos, y nosotros en medio, en este planeta donde ningún rincón parece haber escapado al turismo low cost y los periódicos ocupan la mayor parte de sus páginas con anuncios y balances empresariales, el amor se antoja como la única aventura posible, el deseado papel protagonista que todos nos han ido quitando.
Al recordar el nombre de Pla escrito por ese desconocido se produce en mí una consciencia de idealización fracasada, parecida a la que sume todo proyecto humano de la imaginación en leve derrota cuando cobra forma real.
Pienso en S. como si fuese un libro aún no leído, como si fuese una novela que jamás se escribirá. Y luego pienso en Sebald, en un artículo que leí sobre él en The New York Review of Books, y pienso en los estetas, en Baudelaire, en los melancólicos, en Benjamin...
En la radio suena el Trío para piano, violín y violonchelo de Ravel.
Me "apunto" también que quiero volver a ver Un corazón en invierno, de Claude Sautet.
Hay otros que me gustaría simplemente tener: Anatomía de la melancolía de Burton, los Ensayos de Montaigne.
Una especie de ansiedad de carácter temporal (clausural, diría yo) se apodera de mí. Mi diógenes libresca me lleva cada cierto tiempo a la Luna Nueva y me hace comprar libros que se acumulan en mis estanterías. Son tareas pendientes que, de alguna forma, prorrogan o aplazan este tiempo de clausura. Clausura como fin, como cierre; clausura como encierro.
Coqueteo con la idea de encerrarme: la vida puede quedar allende la puerta, allende la ciudad, allende el presente, para un tiempo futuro. Ahora toca escribir, intentarlo al menos. Llegué aquí para eso, ¿no? ¿qué me hizo venir aquí? A veces, se me olvida.
Carne encerrada. Arroz pasado.
Entre los autores que apunto está Josep Pla. Escribo su nombre acercando la punta de los dedos al extremo del bolígrafo, sobre un post-it. Y de repente me acuerdo de alguien, una especie de fuego de San Telmo, de aparición y desaparición repentinas, que escribió algo sobre Josep Pla en su blog. Su extraña manifestación fantasmal, una suerte de aviso, es como un paréntesis cerrado con precipitación, un inicio de digresión de mi propia vida clausurada, fallido (¿por suerte?). En esta ruina de consumo pasivo, en este ambiente de capitalismo farmacopornográfico de sillas pegadas a ordenadores eternamente encendidos, y nosotros en medio, en este planeta donde ningún rincón parece haber escapado al turismo low cost y los periódicos ocupan la mayor parte de sus páginas con anuncios y balances empresariales, el amor se antoja como la única aventura posible, el deseado papel protagonista que todos nos han ido quitando.
Al recordar el nombre de Pla escrito por ese desconocido se produce en mí una consciencia de idealización fracasada, parecida a la que sume todo proyecto humano de la imaginación en leve derrota cuando cobra forma real.
Pienso en S. como si fuese un libro aún no leído, como si fuese una novela que jamás se escribirá. Y luego pienso en Sebald, en un artículo que leí sobre él en The New York Review of Books, y pienso en los estetas, en Baudelaire, en los melancólicos, en Benjamin...
En la radio suena el Trío para piano, violín y violonchelo de Ravel.
Me "apunto" también que quiero volver a ver Un corazón en invierno, de Claude Sautet.
martes, octubre 26, 2010
Cosas que caben en este otoño
Escuchar, ya caída la tarde, disco a disco, la integral de los Cuartetos de cuerda de Dmitri Shostakovich.
Hablar por el teléfono fijo con los amigos de aquí y de allá.
Leer novelas formalmente rupturistas, de estructura arriesgada: dígase Verano de Coetzee, o algún Bolaño pendiente, o una locura de Copi, o Campo Santo de Sebald, tan apropiado para estos días.
Almorzar lentejas, alubiones con almejas, espinacas con garbanzos.
English Breakfast Tea con nube de leche y scones caseros.
"Contraprogramar" La2 los viernes por la noche.
Ir una tarde con mi hermano al estudio de grabación y observar cómo graba alguno de sus nuevos temas.
Aprovechar la tarde del domingo para jugar unas partidas de backgammon y disfrutar de un Bruichladdich Sherry Classic on the rocks.
Viajar a Estocolmo, o a Amsterdam.
Leerse toda la segunda etapa (fenomenológica/poética/psicoanalística) de Gaston Bachelard.
Ante los accesos de soledad, refugiarse en los últimos compases de la Fantasía-Obertura de Romeo y Julieta, de Tchaikovsky.
Pirarse al campo algún que otro fin de semana, con amigos; observar la naturaleza; ensimismarse con sus ruidos, con los ladridos y los balidos de los animales al anochecer.
Acompañar estas escapadas de poetas de las islas británicas, con doble inicial: W. H. Auden, T.S. Eliot, W. B. Yeats.
Enamorarse, ligeramente, antes de que caiga la noche, y la noche empezará a caer pronto. Debe ser gente guapa, con un aire como de la escuela de Ferrara, soñadora, un pelín absurda, algo infantil, más de beso que de coito.
Dejar que te impregne ese aroma, y mezclarlo con Terre d'Hermès.
Evitar los bares y discotecas y frecuentar interiores más cálidos, luces indirectas: fiestas o cenas en petit comité. Hay que prepararse para la nueva Ley del Tabaco.
Si aparece algún amante, ponerlo a prueba con el visionado de algún clásico en DVD: Escrito sobre el viento, de Douglas Sirk o Un verano con Mónica, de Bergman. Si se aburre, ponerlo de inmediato en el cesto de reciclaje, como las cartas comerciales.
Trabajar escuchando a The Carpenters.
No esperar nada extraordinario. Relamerse en lo minúsculo. Adorar la miniatura.
Cerrar la puerta de casa, después de una tarde de compras, y saber que estás felizmente solo.
Visitar, en la medida de lo posible: museos donde haya muchas vitrinas, algo de polvo, gran cantidad de pequeñas piezas expuestas, una catalogación decimonónica, con un algo de gabinete de coleccionista. En Jerez, por ejemplo, el Museo de Relojes, con su jardín esparcido de pavos reales.
Desayunar cosas que se puedan mojar en el café: magdalenas, galletas, mostachones. Parar con la lengua ese hilo de leche que se escapa por las muñecas...
Dormitar.
Disfrutar del calor humano de los cafés. Sentir ese acaloramiento en las mejillas. Volver al frío de la tarde. Darle dos vueltas a la bufanda.
Soñar.
... y escribir.
Hablar por el teléfono fijo con los amigos de aquí y de allá.
Leer novelas formalmente rupturistas, de estructura arriesgada: dígase Verano de Coetzee, o algún Bolaño pendiente, o una locura de Copi, o Campo Santo de Sebald, tan apropiado para estos días.
Almorzar lentejas, alubiones con almejas, espinacas con garbanzos.
English Breakfast Tea con nube de leche y scones caseros.
"Contraprogramar" La2 los viernes por la noche.
Ir una tarde con mi hermano al estudio de grabación y observar cómo graba alguno de sus nuevos temas.
Aprovechar la tarde del domingo para jugar unas partidas de backgammon y disfrutar de un Bruichladdich Sherry Classic on the rocks.
Viajar a Estocolmo, o a Amsterdam.
Leerse toda la segunda etapa (fenomenológica/poética/psicoanalística) de Gaston Bachelard.
Ante los accesos de soledad, refugiarse en los últimos compases de la Fantasía-Obertura de Romeo y Julieta, de Tchaikovsky.
Pirarse al campo algún que otro fin de semana, con amigos; observar la naturaleza; ensimismarse con sus ruidos, con los ladridos y los balidos de los animales al anochecer.
Acompañar estas escapadas de poetas de las islas británicas, con doble inicial: W. H. Auden, T.S. Eliot, W. B. Yeats.
Enamorarse, ligeramente, antes de que caiga la noche, y la noche empezará a caer pronto. Debe ser gente guapa, con un aire como de la escuela de Ferrara, soñadora, un pelín absurda, algo infantil, más de beso que de coito.
Dejar que te impregne ese aroma, y mezclarlo con Terre d'Hermès.
Evitar los bares y discotecas y frecuentar interiores más cálidos, luces indirectas: fiestas o cenas en petit comité. Hay que prepararse para la nueva Ley del Tabaco.
Si aparece algún amante, ponerlo a prueba con el visionado de algún clásico en DVD: Escrito sobre el viento, de Douglas Sirk o Un verano con Mónica, de Bergman. Si se aburre, ponerlo de inmediato en el cesto de reciclaje, como las cartas comerciales.
Trabajar escuchando a The Carpenters.
No esperar nada extraordinario. Relamerse en lo minúsculo. Adorar la miniatura.
Cerrar la puerta de casa, después de una tarde de compras, y saber que estás felizmente solo.
Visitar, en la medida de lo posible: museos donde haya muchas vitrinas, algo de polvo, gran cantidad de pequeñas piezas expuestas, una catalogación decimonónica, con un algo de gabinete de coleccionista. En Jerez, por ejemplo, el Museo de Relojes, con su jardín esparcido de pavos reales.
Desayunar cosas que se puedan mojar en el café: magdalenas, galletas, mostachones. Parar con la lengua ese hilo de leche que se escapa por las muñecas...
Dormitar.
Disfrutar del calor humano de los cafés. Sentir ese acaloramiento en las mejillas. Volver al frío de la tarde. Darle dos vueltas a la bufanda.
Soñar.
... y escribir.
martes, octubre 19, 2010
Heterotopías
Mientras a duras penas prosigo con la redacción de mi novela, se me ha colado un nuevo relato corto. Lo he titulado Heterotopías y lo he terminado hoy. Comienza en una sauna de chaperos y sigue en Venecia. Sin solución de continuidad. El motivo podría ser esa nebbia espesa que a veces se instala sobre nuestra existencia, impidiéndonos ver más allá del presente.
El muelle de los incurables...
Me gustan mucho las dos citas que introducen el relato:
En ruptura con los espacios tradicionales, las heterotopías son “contra-espacios”, zonas de paso o de reposo, lugares donde se suspenden las normas morales que rigen todo otro lugar, una suerte de “utopías localizadas” que han encontrado un lugar provisional o un puerto de excepción.
Beatriz Preciado, Pornotopía
En cualquier momento podría asistir a la llegada de su rey, el rey Niebla, que se disponía a doblar la esquina en toda su gloria de cúmulos. “Silenciosamente y muy deprisa”, me repetí a mí mismo. Ahora sí, se trataba de la última línea de “La caída de Roma”, de Auden, y era ese lugar el que se encontraba “por entero, en otro lugar”.
Joseph Brodsky, Marca de agua
Tengo que retomar mi novela. Aunque me encanta que se me "cuelen" relatos breves. Y salir medianamente satisfecho de estos "accidentes".
El muelle de los incurables...
Me gustan mucho las dos citas que introducen el relato:
En ruptura con los espacios tradicionales, las heterotopías son “contra-espacios”, zonas de paso o de reposo, lugares donde se suspenden las normas morales que rigen todo otro lugar, una suerte de “utopías localizadas” que han encontrado un lugar provisional o un puerto de excepción.
Beatriz Preciado, Pornotopía
En cualquier momento podría asistir a la llegada de su rey, el rey Niebla, que se disponía a doblar la esquina en toda su gloria de cúmulos. “Silenciosamente y muy deprisa”, me repetí a mí mismo. Ahora sí, se trataba de la última línea de “La caída de Roma”, de Auden, y era ese lugar el que se encontraba “por entero, en otro lugar”.
Joseph Brodsky, Marca de agua
Tengo que retomar mi novela. Aunque me encanta que se me "cuelen" relatos breves. Y salir medianamente satisfecho de estos "accidentes".
viernes, octubre 15, 2010
Kitsch y nostalgia
"Me gustan los cuadros estúpidos, los entrepaños, las escenografías, los trapecios de los acróbatas, las señales, los grabados populares, la literatura pasada de moda, el latín de iglesia, los libros eróticos con faltas de ortografía, las novelas de nuestras abuelas, los cuentos de hadas, los pequeños libros de la infancia, las viejas óperas, los refranes ridículos y las rimas ingenuas".
Arthur Rimbaud, Alquimia del mundo
Arthur Rimbaud, Alquimia del mundo
viernes, octubre 08, 2010
Una idea de decadencia "fin de siècle"...
"Desde que existe la humanidad, su progreso, sus adquisiciones han sido todas del orden de la sensibilidad. Cada día, se pone nerviosa, histérica. Y en lo referente a esta actividad... ¿estás seguro que la melancolía moderna no resulta de ello? ¿Sabes si la tristeza del siglo no se origina de un exceso de trabajo, movimiento, esfuerzo tremendo, labor furiosa, de sus fuerzas cerebrales tensadas hasta el punto de ruptura, de la producción en exceso en todo dominio?"
Edmond y Jules de Goncourt, Diario.
Edmond y Jules de Goncourt, Diario.
lunes, octubre 04, 2010
La Somnambule
A raíz de un encuentro inaudito que he tenido en los últimos días busco respuesta en mi pequeño devocionario, El bosque de la noche, de Djuna Barnes:
- (...)Tenía como un azul fluido debajo de la piel, como si le hubiesen arrancado la corteza del tiempo, y con ella, todas las transacciones del conocimiento. Una especie de primer estado de la atención, una cara que envejecerá sólo bajo los golpes de la niñez perpetua. Unas sienes, como las de los venados jóvenes cuando les apunta el cuerno, como ojos dormidos. Y esa expresión de la cara que perseguimos como un fuego de San Telmo. Los brujos conocen el poder de los cuernos. Tú encuentra un cuerno donde quieras y sabrás que ha sido identificado. Podrías tropezarte con mil cráneos humanos sin sentir la misma trepidación. ¡Si lo sabrán las viejas duquesas! ¿Has visto a alguna que se presente en público, ya sea en la ópera o en cualquier sarao, sin que le tremolen en la sien plumas, flores, ramitas de avena o cualquier otra fruslería?
Ella no le oía.
-Cada hora es mi última hora - dijo con desesperación- ¡Y no se puede estar toda la vida viviendo una última hora!
Él juntó las manos.
-Incluso la vida contemplativa no es más que un esfuerzo, Nora, hija mía, para esconder el cuerpo de manera que no asomen los pies. ¡Ah, quién fuera el animal que nace al abrir los ojos, sólo va hacia delante y, al final del día, al cerrar los párpados, cierra la memoria!"
Yo estaba acomodado en mi pequeño mundo de cinismo y olvido, de sombras perseguidas aquí y allá tras manipular con ahínco persianas y tornasoles... (Oh, cordero de dios, que quitas el pecado del mundo)... No puedes estallar en mi habitación y llenarla a raudales de luz enceguecedora.
"¿Qué, quién se ha muerto? ¿qué pies asoman por la puerta?" me pregunto con delectación y pánico mientras transito de nuevo por el Réquiem de Gabriel Fauré, el más luminoso de todos... hay pasiones que nacen dolorosamente muertas.
El amor de Eros. Ese pequeña gran calamidad egoísta. Como si no lo supieses.
Entre La decadencia y El kitsch. Entre esos dos capítulos del libro de Calinescu te encuentras en estos momentos. Caras de la modernidad...
Espero que avances rápido. Podrías apuntarte como próxima lectura Verano de Coetzee, por eso de alojarte momentáneamente en otra estación...
- (...)Tenía como un azul fluido debajo de la piel, como si le hubiesen arrancado la corteza del tiempo, y con ella, todas las transacciones del conocimiento. Una especie de primer estado de la atención, una cara que envejecerá sólo bajo los golpes de la niñez perpetua. Unas sienes, como las de los venados jóvenes cuando les apunta el cuerno, como ojos dormidos. Y esa expresión de la cara que perseguimos como un fuego de San Telmo. Los brujos conocen el poder de los cuernos. Tú encuentra un cuerno donde quieras y sabrás que ha sido identificado. Podrías tropezarte con mil cráneos humanos sin sentir la misma trepidación. ¡Si lo sabrán las viejas duquesas! ¿Has visto a alguna que se presente en público, ya sea en la ópera o en cualquier sarao, sin que le tremolen en la sien plumas, flores, ramitas de avena o cualquier otra fruslería?
Ella no le oía.
-Cada hora es mi última hora - dijo con desesperación- ¡Y no se puede estar toda la vida viviendo una última hora!
Él juntó las manos.
-Incluso la vida contemplativa no es más que un esfuerzo, Nora, hija mía, para esconder el cuerpo de manera que no asomen los pies. ¡Ah, quién fuera el animal que nace al abrir los ojos, sólo va hacia delante y, al final del día, al cerrar los párpados, cierra la memoria!"
Yo estaba acomodado en mi pequeño mundo de cinismo y olvido, de sombras perseguidas aquí y allá tras manipular con ahínco persianas y tornasoles... (Oh, cordero de dios, que quitas el pecado del mundo)... No puedes estallar en mi habitación y llenarla a raudales de luz enceguecedora.
"¿Qué, quién se ha muerto? ¿qué pies asoman por la puerta?" me pregunto con delectación y pánico mientras transito de nuevo por el Réquiem de Gabriel Fauré, el más luminoso de todos... hay pasiones que nacen dolorosamente muertas.
El amor de Eros. Ese pequeña gran calamidad egoísta. Como si no lo supieses.
Entre La decadencia y El kitsch. Entre esos dos capítulos del libro de Calinescu te encuentras en estos momentos. Caras de la modernidad...
Espero que avances rápido. Podrías apuntarte como próxima lectura Verano de Coetzee, por eso de alojarte momentáneamente en otra estación...
lunes, septiembre 20, 2010
An old modern time...
Estaba a punto de hundir mi conciencia en la incógnita futura del sueño, un sueño que quizás nunca recordase, cuando el fantasma del pasado me ha sacudido para devolverme de inmediato al estado de vigilia. El fantasma no era otro que una calle, una calle borrosa, como de atrezzo, de una ciudad real en la que vivía no hace mucho tiempo. Yo voy por esa calle... curiosamente, camino de casa; nunca saliendo de ella. En esta ciudad llevaba una existencia parecida a la que llevo ahora, aunque decididamente distinta, sobre todo en relación con el futuro. Lo que está en juego, l'enjeu, es siempre esa concomitancia que mantenemos con nuestro futuro. Un elemento arquitectónico, la perspectiva de una zona frondosa de árboles, el descanso vacío que procura a la vista el socavón de una gran plaza en el horizonte...
He achacado la aparición de ese fantasma a las reflexiones que leo en el libro Cinco caras de la modernidad, de Metei Calinescu, a propósito del concepto "moderno" y su vínculo con el tiempo lineal e irrepetible del Cristianismo. En el libro de Matei no paran de mal traducir el adjetivo inglés inconsistent por inconsistente, en lugar de por incoherente. A veces, la existencia de uno resulta absolutamente coherente (un relato bien hilado con retrato familiar de fondo) pero otras, su inconsistencia, producto de esa extraña intersección espacio-temporal que es un cuerpo y una vida, no deja de sorprenderme, deslizándome hacia lo que podría derivar en una ansiedad: un estado de vigilia permanente.
Mi memoria, muy selectiva y geográficamente diversa, borra de manera impía grandes lienzos de vida pasada. A veces me devuelve imágenes de una intimidad que, por envejecidas, o peor aún, por muertas, me resultan profundamente ajenas. Tiempos irrepetibles por los que no volveré a transitar jamás.
Sólo lo que todavía no ha pasado no envejece nunca.
He achacado la aparición de ese fantasma a las reflexiones que leo en el libro Cinco caras de la modernidad, de Metei Calinescu, a propósito del concepto "moderno" y su vínculo con el tiempo lineal e irrepetible del Cristianismo. En el libro de Matei no paran de mal traducir el adjetivo inglés inconsistent por inconsistente, en lugar de por incoherente. A veces, la existencia de uno resulta absolutamente coherente (un relato bien hilado con retrato familiar de fondo) pero otras, su inconsistencia, producto de esa extraña intersección espacio-temporal que es un cuerpo y una vida, no deja de sorprenderme, deslizándome hacia lo que podría derivar en una ansiedad: un estado de vigilia permanente.
Mi memoria, muy selectiva y geográficamente diversa, borra de manera impía grandes lienzos de vida pasada. A veces me devuelve imágenes de una intimidad que, por envejecidas, o peor aún, por muertas, me resultan profundamente ajenas. Tiempos irrepetibles por los que no volveré a transitar jamás.
Sólo lo que todavía no ha pasado no envejece nunca.
viernes, julio 30, 2010
Retorcidamente gay
En realidad se trata de un título comercial. Que también podría haber sido Criptogay, Homoblicuo, etc. Es difícil resumir en una o dos palabras rotundas el concepto que me gustaría desarrollar en este apunte. Como lo ejemplificaré con películas, haré una primera referencia a una de las más fascinantes obras del cinematógrafo: Vértigo (Hitchcock, 1958). En esta película hay una escena, posterior a las secuencias en que Scottie persigue a la falsa Madeleine, posterior también al momento en que la salva de su propio y fingido suicidio, en que la falsa Madeleine, ya en el coche con Scottie, en pleno proceso de embaucamiento, le pide a aquel que pare junto al borde de un bosque de secuoyas. Madeleine lleva un hermoso abrigo blanco y las luces y sombras que proyectan las ramas de las enormes coníferas crean una atmósfera de ensoñación. Mientras se adentran en la espesura, ella le dice a él que detesta las secuoyas (árboles longevos donde los haya) porque le recuerdan "que habrá de morir". Acto seguido se acercan a un gran tronco cortado (colocado en vertical bajo una pequeña marquesina de leña) donde unos letreros señalan, sobre cada anillo concéntrico de crecimiento, fechas ligadas a acontecimientos históricos "importantes" (como el descubrimiento de América) ocurridos desde el nacimiento del árbol en el año 909 d.C. En un acto de encantamiento sin igual, la falsa Madeleine acerca lánguidamente su mano enguantada a uno de los extremos del tocón y acaricia consecutivamente con los dedos corazón e índice dos puntos: "aquí nací y aquí morí... sólo existe un momento para uno". Qué extraño resulta conjugar el verbo "morir" en primera persona del pretérito indefinido. De tan extraño, tienes la sensación de que lo estás haciendo mal. Pues bien, la historia de cierta identidad, de cierta cultura, de cierta sensibilidad "gay", retorcida y altamente codificada, parece también haber fenecido, atrapada entre dos puntos difuminados del tronco abatido de la historia pretérita.
Fue Foucault el que situó el nacimiento de la identidad homosexual moderna en algún punto de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando la obsesión epistemológica por la clasificación y el nacimiento de la psiquiatría hicieron posible convertir lo que hasta entonces había sido un acto pecaminoso (la sodomía, el vicio nefando) en un prototipo humano (una "especie", por seguir la nomenclatura propia de las ciencias naturales, tan en boga entonces) claramente reconocible. La nueva identidad, construida en negativo y patrimonio inicial de médicos y psiquiatras, pasó pronto a convertirse en discurso de legitimazión de las víctimas, dando lugar a unos códigos, a una "cultura". El proceso judicial sufrido por Oscar Wilde en Inglaterra a finales del XIX, punto de inflexión capital para el desarrollo de esta nueva cultura, puso de manifiesto (periódicos mediante) las tensas y complejas relaciones que en el pensamiento occidental iría a crear la definición de la hetero/homosexualidad en tanto que binomio excluyente. En todo el siglo pasado, hasta y durante la gran crisis del SIDA, momento en que la homofobia vivió uno de sus mayores picos históricos, la cultura gay (quedémonos con el último de los adjetivos dados a este nuevo tipo de subjetividad) produjo una serie de fenómenos culturales, enormemente reconocibles por los sujetos que se sentían partícipes de esa cultura, cuya codificación y descodificación (producto de la fractura con la sociedad heterosexista) constituían un lenguaje para "iniciados" cuya vigencia dudo que exista actualmente entre las nuevas generaciones. La identidad que en un principio, médicamente, psiquiátricamente, hacía referencia a una cuestión "puramente" sexual, al convertirse en discurso de réplica, se sirvió del gran cajón de sastre que es la sexualidad (por ser esta un punto donde se cruzan millones de variables que van más allá de lo genital) y extendió sus connotaciones por todos lados, dinamitando y desexualizando aquel primer conjunto de rasgos que se usaron como corte taxonómico de entrada. Resulta curioso que la "invisibilidad" que (desde el gran episodio homofóbico del SIDA) desean hoy día para sí muchos "homosexuales", unido a una fuerte tendencia al biologicismo, la genética y lo no cultural, haya hecho que las fronteras de lo gay se encojan, volviendo a hacer que la cuestión "gay" sea explícitamente sexual. Esto es, cuestión de "cama", de con qué sexo/género te acuestas, poco más.
Cuando vivía en Madrid, F., F. y yo nos planteamos el tema y, quizás en un exceso de melancolía, de sentimiento "prima della revoluzione" (en tanto que habitantes de un antiguo régimen ya derrocado), o simplemente por petardeo sin mucho fundamento, decidimos que debíamos dejar constancia, a las futuras generaciones, de esa cultura, no explícita, sino retorcida, cuyos códigos entendíamos (quizás en menor medida que nuestros abuelos gays) y que, de alguna forma, había maleado nuestros humores y sensibilidades. El proyecto nunca se llevó a cabo. Yo me vine de Madrid y me encerré en esta cartuja, en este holocausto hetero. Cuando me he encontrado con jóvenes gays, he observado que una gran barrera cultural nos separa. Pretensión de invisibilidad (a veces no se consigue) vs pretensión de visibilidad. Despolitización vs politización. Igualdad vs diferencia. Es un tema complejo e interminable. Se me puede decir que ahora está lady Gaga y que con ella ha vuelto la "pluma", que nada ha cambiado tanto, que estoy mayor, que siempre hay un eterno retorno... no lo sé... todo es posible. No pretendo decir que no haya habido una cultura descaradamente gay. Por suerte la ha habido. En especial de los años setenta a esta parte. Pero esa complicidad, ese guiño, esa codificación entre emisor y receptor que incluso ha producido lecturas tendenciosas y unidireccionalmente torcidas de determinados personajes (léase Epi y Blas, Batman y Robin), esa válvula de escape a la dictadura (hoy dictablanda) de la heteronormatividad, es un fenómeno cultural enormemente interesante... y muy, muy divertido.
Aquí va mi lista de las diez películas que, como restos arqueológicos de una civilización extinguida, considero claros ejemplos de aquel siglo XX tan retorcidamente gay. No están todas las que son, pero sí son todas las que están. En estricto orden cronológico:
1. La soga (Hitchcock, 1948): una pareja de estudiantes refinados, solteros y con ínfulas de superhombres deciden demostrar a su profesor de criminología (James Stewart) que existe el crimen perfecto. Para ello asesinan a un compañero que consideran mediocre (léase hetero; está felizmente comprometido con una chica tan vulgar como él) y dan una fiesta en la casa de uno de ellos (¿o es la de los dos?) metiendo al muerto dentro de un arcón que utilizan a modo de mesa. El crimen como vínculo libidinoso entre los dos chicos, así como todas las sensaciones de vergüenza, remordimiento e histeria por parte del más joven de ellos, y de denuedo, consolación y contención por parte del otro, tienen una clara lectura en clave "homo". Excepto los títulos de crédito, en los que la cámara se pasea por la "normalidad" observada en la calle desde la ventana del apartamento donde se desarrollará el resto de la película, todo lo demás es claustrofóbico como un armario (el arcón, el salón elegante donde transcurren las principales escenas, los visillos cerrados, el plano-secuencia interrumpido sobre una chaqueta por el final de cada rollo de película). En la escena inicial, el cigarrillo que se echa uno de ellos después de ayudar al otro a estrangular a la víctima es el clásico cigarrillo que uno se fuma después de un polvo salvaje. "Mancharse las manos de sangre" a dúo es una forma de compartir fluidos. Una obra maestra de la homofobia, y por esto mismo, por evidenciarla tanto, ejemplo supremo de lo retorcidamente gay. Ni que decir tiene que casi toda la filmografía de Hitchcock (desde la lésbica Rebeca hasta Los pájaros, pasando por Extraños en un tren, Marnie la ladrona o Psicosis) se presta a este tipo de lecturas.
2. Té y simpatía (Minelli, 1956): un hombre adulto y felizmente casado vuelve al colegio donde estudió de pequeño con motivo del décimo aniversario de su promoción. Allí empieza a recordar las burlas de las que fue víctima por parte de sus otros compañeros y de algunos profesores. El motivo: su afeminamiento. Aunque todos dudan de su condición masculina y por ende de su sexualidad ("sister boy" es su mote), él se sabe heterosexual y está enamorado en secreto de la mujer del director del centro, la única que lo comprende, ya que su difunto y anterior marido le recuerda mucho a él. El hecho de que posiblemente la moral de la época impidiese que el personaje protagonista fuese homosexual, que es la implicación más extendida e inmediata del afeminamiento, hacen que la película, paradójicamente, sea un revulsivo enormemente moderno sobre la cuestión de por qué la heterosexualidad se construye obligatoriamente sobre modelos férreos y nada flexibles de masculinidad. Cuando lo vemos de adulto, observamos maravillados que su "pluma" ha desaparecido como por arte de magia, y que fue la mujer del director (homófobo) del centro, ahora separada de éste, la que corrigió su "pequeño defecto" haciéndole el amor casi al final del flashback al pasado. Extraña y futurista conclusión: si quieres que te vaya bien con las mujeres, parécete más a ellas, sé más igual. Una película retorcida sobre la paz de los sexos en tiempos de la Guerra Fría...
3. De repente, el último verano (Mankiewicz, 1959): uno de los mayores y más hermosos despropósitos de la historia del cine. F. lo comentaba en su blog, Champán y zumo de naranja: "Tennessee Williams y Gore Vidal se pusieron las botas de la homofobia con el guión". Sebastian (no podía ser otro el nombre) murió de repente, de manera trágica, el pasado verano. Su madre (Katherine Hepburn) no para de recordarlo como el gran hijo que fue, mientras su prima (Liz Taylor), que estaba junto a él la tarde de su dramática muerte, está encerrada en un hospital psiquiátrico como consecuencia de no haber podido superar aquel "suceso". Siguiendo las pesquisas del doctor Cukrowicz (Monty Clift), descubrimos, ya al final, que a Sebastian lo que le gustaba, utilizando como cebo femenino primero a su madre y luego a su prima, era practicar turismo sexual en países subdesarrollados, llenos de hombres jóvenes, bellos y hambrientos, dispuestos a cualquier cosa a cambio de unos dólares para comer. Evidentemente, todo esto está expuesto de una forma enrevesada, soterrada, oblicua. El surrealismo llega a niveles de paroxismo inusitado en la última escena, que es donde se recrea la tarde de los hechos. Bajo un sol de justicia, una banda de jóvenes (heterosexuales) hambrientos persiguen por una colina a Sebastian hasta abatirlo y lo descuartizan hasta, literalmente, devorarlo. ¿Se puede superar este dislate? En efecto, otro buen título podría ser: "De repente, todas estaban locas".
4. Mujeres enamoradas (Ken Russel, 1969): basada en la novela de D. H. Lawrence y referencia básica sobre la cuestión, tan bien desarrollada por Sedgwick en su libro Between men: English Literature and Male Homosocial Desire, de las tensiones sobre las que se construyen los vínculos homosociales (y no homosexuales) entre hombres de una sociedad profundamente homofóbica. La historia se centra en las relaciones de dos hermanas con dos hombres, que son amigos, y que establecen con ellas (al ser hermanas y actuar como un único blanco de deseo escindido en dos mitades) el típico triángulo erótico. Dada la asimetría de género de nuestra sociedad, entre los rivales hombres de tales triángulos el vínculo resulta al final mucho más fuerte, mucho más determinante en las acciones y las elecciones, que cualquier otro vínculo entre la chica que está en juego y aquellos que se la están rifando. Porque más que las cualidades del objeto de deseo, las cualidades que se estudian, sobre todo, son las del rival. Al hacer una mayor elección del rival jugador que del propio objeto en juego, nuestro deseo en fuga se "posa" sobre el objeto porque éste refleja, de una forma oblicua, al sujeto realmente deseado sobre el que existe el tabú de posarse directamente. La escena de la lucha ("reglada") entre los dos rivales completamente desnudos y sudorosos frente a la chimenea es una de las más homoeróticas de la historia del cine.
5. Confidencias (Visconti, 1974): quizás el cine de Visconti sea más descarada que retorcidamente gay. De todas formas, su exquisitez, sus referencias a una alta cultura europea en profundo declive, etc. lo convierten en un director altamente codificado, cuyos planteamientos pueden no estar en sintonía con las nuevas generaciones... por la falta de conocimientos y asideros de estos últimos. Ahí están La muerte en Venecia, La caída de los dioses, y tantas otras. He elegido ésta (Gruppo di famiglia in un interno) porque me encanta el personaje de Helmut Berger y, en especial, el de Burt Lancaster, ese homosexual refinado, culto, desencantado y melancólico, como de otra época. En mi opinión, uno de los mejores ejemplos de interpretación por parte de un actor hetero a la hora de abordar un personaje gay.
6. Jesús de Nazareth (Zefirelli, 1977): el "escándalo" de una figura como la de Jesucristo en una economía homofóbica del pensamiento y de la mirada resulta - paradójicamente - evidente. La elección de la soltería como estilo de vida, su pertenencia como líder a un grupo de hombres jóvenes (sus discípulos), su defensa de las putas (María Magdalena, Anne Bancroft en la serie), de los enfermos y de los débiles e improductivos, del amor universal que no distingue entre géneros (el vetado tema del sentimentalismo, de la "bisocialidad") su sacrificio, su entrega, su pasión (léase pasividad), más allá de sus ademanes y sus ropas, hacen del Jesucristo que se pasea por el Nuevo Testamento un "amigo" de la causa gay. El esteticismo propio de Zefirelli acentúa estas características. Como dice de nuevo Sedgwick en su Epistemología del armario: "las imágenes de Jesús (...) ocupan un lugar único en la cultura moderna como imágenes del cuerpo masculino desnudo o desnudable, a menudo in extremis y/o en éxtasis, que debe ser contemplado y adorado de forma preceptiva". Extraño lapsus éste, extraña vía de escape de una religión abrahámica profundamente masculinista, heterosexista y homofóbica.
7. Ricas y famosas (Cukor, 1981): la vida y la relación de dos amigas escritoras desde que se conocen en el college hasta esa noche de navidad en que, solas en mitad de una cabaña en el bosque, la una le pide a la otra, dejándole claro que no se ha hecho lesbiana: "eres el único trozo de carne que hay en metros a la redonda... en navidad la gente se besa. Bésame". Un brindis a la amistad por encima de la familia. Por eso y por sus maravillosos diálogos (el camp vibra de manera especial en todo lo relacionado con la amiga que interpreta Candice Bergen, que sería el trasunto del "gay" conservador frente al "gay" moderno y liberal que representa Jacqueline Bisset), Ricas y famosas merece ocupar un lugar de honor en toda filmografía de lo criptogay.
8. La flor de mi secreto (Almodóvar, 1995): posiblemente, junto con La ley del deseo, la película más personal de Almodóvar. Si La ley del deseo es su obra fundamental de lo descaradamente gay, La flor de mi secreto es su equivalente en el ámbito de lo homoblicuo. "Personnage à clef", travestido, del propio Almodóvar, Leo Macías (Marisa Paredes) es una conocida escritora de novela rosa que se refugia de su propio éxito bajo el seudónimo de Amanda Gris. La debacle sentimental que viene padeciendo a raíz de la agónica situación con su marido hacen que todo lo que intenta escribir, en lugar de rosa, le salga "negro". La extrañeza y el amor que siente ante su propia familia de baja extracción sociocultural (memorables Chus Lampreave y Rossy de Palma) y la vuelta al pueblo y al mundo familiar de la madre tras un intento de suicidio al constatar que "no existe ninguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo suyo con su marido" es todo un lugar común de las relaciones hijo varón gay con su madre.
9. Showgirls (Verhoeven, 1995): un ejercicio desmesurado y camp (jamás sabré hasta qué punto consciente) de deconstrucción de muchos de los tópicos sobre la heterosexualidad, la feminidad, la maldad femenina (la estela de Eva) y el lesbianismo versión Playboy. El "hombre hetero común" que entre en esta película con la intención de pasárselo bomba viendo tetas puede salir huyendo de ella cual gato escaldado del agua fría. El paroxismo al que son llevados todos los suplementos que culturalmente han marcado la feminidad (merece una mención especial el grandioso y minúsculo discurso sobre las uñas y la manicura) hacen de ella una obra de referencia del género como travestismo cultural y del peluquismo como teoría performativa general.
10. Gattaca (Andrew Niccol, 1997): podría haber escogido cualquier otra película que sirviese como metáfora a la identidad esquizoide del "armario", esto es, fingir que eres alguien que no eres en realidad con el fin de integrarte socialmente. Sin embargo, esta película de estética retrofuturista, uno de cuyos temas es la superación cultural del determinismo "natural" (genético, en este caso) es un ejemplo fantástico de cómo, sin hablar directamente de la cuestión gay, ésta puede rezumar por todos lados. El protagonista es un guapísimo Ethan Hawk que, genéticamente desautorizado para lograr su sueño (formar parte de una importante misión espacial) realiza un pacto con el también atractivo Jude Law, éste sí genéticamente apto y al que la vida ha dejado inútil en una silla de ruedas, para que, a cambio de compañía y asistencia, lo ayude en su gran impostura para obtener aquello que, desde su nacimiento, le ha sido vetado. Esto conlleva que ambos compartan un lujoso y masculino loft que parece salido de las páginas de L'Uomo Vogue. La aparición del hermano detective del protagonista al saltar la sospecha, metáfora de la vigilancia social ejercida por la familia, es otra lectura criptogay en una película llena de retorcidos significados.
Fue Foucault el que situó el nacimiento de la identidad homosexual moderna en algún punto de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando la obsesión epistemológica por la clasificación y el nacimiento de la psiquiatría hicieron posible convertir lo que hasta entonces había sido un acto pecaminoso (la sodomía, el vicio nefando) en un prototipo humano (una "especie", por seguir la nomenclatura propia de las ciencias naturales, tan en boga entonces) claramente reconocible. La nueva identidad, construida en negativo y patrimonio inicial de médicos y psiquiatras, pasó pronto a convertirse en discurso de legitimazión de las víctimas, dando lugar a unos códigos, a una "cultura". El proceso judicial sufrido por Oscar Wilde en Inglaterra a finales del XIX, punto de inflexión capital para el desarrollo de esta nueva cultura, puso de manifiesto (periódicos mediante) las tensas y complejas relaciones que en el pensamiento occidental iría a crear la definición de la hetero/homosexualidad en tanto que binomio excluyente. En todo el siglo pasado, hasta y durante la gran crisis del SIDA, momento en que la homofobia vivió uno de sus mayores picos históricos, la cultura gay (quedémonos con el último de los adjetivos dados a este nuevo tipo de subjetividad) produjo una serie de fenómenos culturales, enormemente reconocibles por los sujetos que se sentían partícipes de esa cultura, cuya codificación y descodificación (producto de la fractura con la sociedad heterosexista) constituían un lenguaje para "iniciados" cuya vigencia dudo que exista actualmente entre las nuevas generaciones. La identidad que en un principio, médicamente, psiquiátricamente, hacía referencia a una cuestión "puramente" sexual, al convertirse en discurso de réplica, se sirvió del gran cajón de sastre que es la sexualidad (por ser esta un punto donde se cruzan millones de variables que van más allá de lo genital) y extendió sus connotaciones por todos lados, dinamitando y desexualizando aquel primer conjunto de rasgos que se usaron como corte taxonómico de entrada. Resulta curioso que la "invisibilidad" que (desde el gran episodio homofóbico del SIDA) desean hoy día para sí muchos "homosexuales", unido a una fuerte tendencia al biologicismo, la genética y lo no cultural, haya hecho que las fronteras de lo gay se encojan, volviendo a hacer que la cuestión "gay" sea explícitamente sexual. Esto es, cuestión de "cama", de con qué sexo/género te acuestas, poco más.
Cuando vivía en Madrid, F., F. y yo nos planteamos el tema y, quizás en un exceso de melancolía, de sentimiento "prima della revoluzione" (en tanto que habitantes de un antiguo régimen ya derrocado), o simplemente por petardeo sin mucho fundamento, decidimos que debíamos dejar constancia, a las futuras generaciones, de esa cultura, no explícita, sino retorcida, cuyos códigos entendíamos (quizás en menor medida que nuestros abuelos gays) y que, de alguna forma, había maleado nuestros humores y sensibilidades. El proyecto nunca se llevó a cabo. Yo me vine de Madrid y me encerré en esta cartuja, en este holocausto hetero. Cuando me he encontrado con jóvenes gays, he observado que una gran barrera cultural nos separa. Pretensión de invisibilidad (a veces no se consigue) vs pretensión de visibilidad. Despolitización vs politización. Igualdad vs diferencia. Es un tema complejo e interminable. Se me puede decir que ahora está lady Gaga y que con ella ha vuelto la "pluma", que nada ha cambiado tanto, que estoy mayor, que siempre hay un eterno retorno... no lo sé... todo es posible. No pretendo decir que no haya habido una cultura descaradamente gay. Por suerte la ha habido. En especial de los años setenta a esta parte. Pero esa complicidad, ese guiño, esa codificación entre emisor y receptor que incluso ha producido lecturas tendenciosas y unidireccionalmente torcidas de determinados personajes (léase Epi y Blas, Batman y Robin), esa válvula de escape a la dictadura (hoy dictablanda) de la heteronormatividad, es un fenómeno cultural enormemente interesante... y muy, muy divertido.
Aquí va mi lista de las diez películas que, como restos arqueológicos de una civilización extinguida, considero claros ejemplos de aquel siglo XX tan retorcidamente gay. No están todas las que son, pero sí son todas las que están. En estricto orden cronológico:
1. La soga (Hitchcock, 1948): una pareja de estudiantes refinados, solteros y con ínfulas de superhombres deciden demostrar a su profesor de criminología (James Stewart) que existe el crimen perfecto. Para ello asesinan a un compañero que consideran mediocre (léase hetero; está felizmente comprometido con una chica tan vulgar como él) y dan una fiesta en la casa de uno de ellos (¿o es la de los dos?) metiendo al muerto dentro de un arcón que utilizan a modo de mesa. El crimen como vínculo libidinoso entre los dos chicos, así como todas las sensaciones de vergüenza, remordimiento e histeria por parte del más joven de ellos, y de denuedo, consolación y contención por parte del otro, tienen una clara lectura en clave "homo". Excepto los títulos de crédito, en los que la cámara se pasea por la "normalidad" observada en la calle desde la ventana del apartamento donde se desarrollará el resto de la película, todo lo demás es claustrofóbico como un armario (el arcón, el salón elegante donde transcurren las principales escenas, los visillos cerrados, el plano-secuencia interrumpido sobre una chaqueta por el final de cada rollo de película). En la escena inicial, el cigarrillo que se echa uno de ellos después de ayudar al otro a estrangular a la víctima es el clásico cigarrillo que uno se fuma después de un polvo salvaje. "Mancharse las manos de sangre" a dúo es una forma de compartir fluidos. Una obra maestra de la homofobia, y por esto mismo, por evidenciarla tanto, ejemplo supremo de lo retorcidamente gay. Ni que decir tiene que casi toda la filmografía de Hitchcock (desde la lésbica Rebeca hasta Los pájaros, pasando por Extraños en un tren, Marnie la ladrona o Psicosis) se presta a este tipo de lecturas.
2. Té y simpatía (Minelli, 1956): un hombre adulto y felizmente casado vuelve al colegio donde estudió de pequeño con motivo del décimo aniversario de su promoción. Allí empieza a recordar las burlas de las que fue víctima por parte de sus otros compañeros y de algunos profesores. El motivo: su afeminamiento. Aunque todos dudan de su condición masculina y por ende de su sexualidad ("sister boy" es su mote), él se sabe heterosexual y está enamorado en secreto de la mujer del director del centro, la única que lo comprende, ya que su difunto y anterior marido le recuerda mucho a él. El hecho de que posiblemente la moral de la época impidiese que el personaje protagonista fuese homosexual, que es la implicación más extendida e inmediata del afeminamiento, hacen que la película, paradójicamente, sea un revulsivo enormemente moderno sobre la cuestión de por qué la heterosexualidad se construye obligatoriamente sobre modelos férreos y nada flexibles de masculinidad. Cuando lo vemos de adulto, observamos maravillados que su "pluma" ha desaparecido como por arte de magia, y que fue la mujer del director (homófobo) del centro, ahora separada de éste, la que corrigió su "pequeño defecto" haciéndole el amor casi al final del flashback al pasado. Extraña y futurista conclusión: si quieres que te vaya bien con las mujeres, parécete más a ellas, sé más igual. Una película retorcida sobre la paz de los sexos en tiempos de la Guerra Fría...
3. De repente, el último verano (Mankiewicz, 1959): uno de los mayores y más hermosos despropósitos de la historia del cine. F. lo comentaba en su blog, Champán y zumo de naranja: "Tennessee Williams y Gore Vidal se pusieron las botas de la homofobia con el guión". Sebastian (no podía ser otro el nombre) murió de repente, de manera trágica, el pasado verano. Su madre (Katherine Hepburn) no para de recordarlo como el gran hijo que fue, mientras su prima (Liz Taylor), que estaba junto a él la tarde de su dramática muerte, está encerrada en un hospital psiquiátrico como consecuencia de no haber podido superar aquel "suceso". Siguiendo las pesquisas del doctor Cukrowicz (Monty Clift), descubrimos, ya al final, que a Sebastian lo que le gustaba, utilizando como cebo femenino primero a su madre y luego a su prima, era practicar turismo sexual en países subdesarrollados, llenos de hombres jóvenes, bellos y hambrientos, dispuestos a cualquier cosa a cambio de unos dólares para comer. Evidentemente, todo esto está expuesto de una forma enrevesada, soterrada, oblicua. El surrealismo llega a niveles de paroxismo inusitado en la última escena, que es donde se recrea la tarde de los hechos. Bajo un sol de justicia, una banda de jóvenes (heterosexuales) hambrientos persiguen por una colina a Sebastian hasta abatirlo y lo descuartizan hasta, literalmente, devorarlo. ¿Se puede superar este dislate? En efecto, otro buen título podría ser: "De repente, todas estaban locas".
4. Mujeres enamoradas (Ken Russel, 1969): basada en la novela de D. H. Lawrence y referencia básica sobre la cuestión, tan bien desarrollada por Sedgwick en su libro Between men: English Literature and Male Homosocial Desire, de las tensiones sobre las que se construyen los vínculos homosociales (y no homosexuales) entre hombres de una sociedad profundamente homofóbica. La historia se centra en las relaciones de dos hermanas con dos hombres, que son amigos, y que establecen con ellas (al ser hermanas y actuar como un único blanco de deseo escindido en dos mitades) el típico triángulo erótico. Dada la asimetría de género de nuestra sociedad, entre los rivales hombres de tales triángulos el vínculo resulta al final mucho más fuerte, mucho más determinante en las acciones y las elecciones, que cualquier otro vínculo entre la chica que está en juego y aquellos que se la están rifando. Porque más que las cualidades del objeto de deseo, las cualidades que se estudian, sobre todo, son las del rival. Al hacer una mayor elección del rival jugador que del propio objeto en juego, nuestro deseo en fuga se "posa" sobre el objeto porque éste refleja, de una forma oblicua, al sujeto realmente deseado sobre el que existe el tabú de posarse directamente. La escena de la lucha ("reglada") entre los dos rivales completamente desnudos y sudorosos frente a la chimenea es una de las más homoeróticas de la historia del cine.
5. Confidencias (Visconti, 1974): quizás el cine de Visconti sea más descarada que retorcidamente gay. De todas formas, su exquisitez, sus referencias a una alta cultura europea en profundo declive, etc. lo convierten en un director altamente codificado, cuyos planteamientos pueden no estar en sintonía con las nuevas generaciones... por la falta de conocimientos y asideros de estos últimos. Ahí están La muerte en Venecia, La caída de los dioses, y tantas otras. He elegido ésta (Gruppo di famiglia in un interno) porque me encanta el personaje de Helmut Berger y, en especial, el de Burt Lancaster, ese homosexual refinado, culto, desencantado y melancólico, como de otra época. En mi opinión, uno de los mejores ejemplos de interpretación por parte de un actor hetero a la hora de abordar un personaje gay.
6. Jesús de Nazareth (Zefirelli, 1977): el "escándalo" de una figura como la de Jesucristo en una economía homofóbica del pensamiento y de la mirada resulta - paradójicamente - evidente. La elección de la soltería como estilo de vida, su pertenencia como líder a un grupo de hombres jóvenes (sus discípulos), su defensa de las putas (María Magdalena, Anne Bancroft en la serie), de los enfermos y de los débiles e improductivos, del amor universal que no distingue entre géneros (el vetado tema del sentimentalismo, de la "bisocialidad") su sacrificio, su entrega, su pasión (léase pasividad), más allá de sus ademanes y sus ropas, hacen del Jesucristo que se pasea por el Nuevo Testamento un "amigo" de la causa gay. El esteticismo propio de Zefirelli acentúa estas características. Como dice de nuevo Sedgwick en su Epistemología del armario: "las imágenes de Jesús (...) ocupan un lugar único en la cultura moderna como imágenes del cuerpo masculino desnudo o desnudable, a menudo in extremis y/o en éxtasis, que debe ser contemplado y adorado de forma preceptiva". Extraño lapsus éste, extraña vía de escape de una religión abrahámica profundamente masculinista, heterosexista y homofóbica.
7. Ricas y famosas (Cukor, 1981): la vida y la relación de dos amigas escritoras desde que se conocen en el college hasta esa noche de navidad en que, solas en mitad de una cabaña en el bosque, la una le pide a la otra, dejándole claro que no se ha hecho lesbiana: "eres el único trozo de carne que hay en metros a la redonda... en navidad la gente se besa. Bésame". Un brindis a la amistad por encima de la familia. Por eso y por sus maravillosos diálogos (el camp vibra de manera especial en todo lo relacionado con la amiga que interpreta Candice Bergen, que sería el trasunto del "gay" conservador frente al "gay" moderno y liberal que representa Jacqueline Bisset), Ricas y famosas merece ocupar un lugar de honor en toda filmografía de lo criptogay.
8. La flor de mi secreto (Almodóvar, 1995): posiblemente, junto con La ley del deseo, la película más personal de Almodóvar. Si La ley del deseo es su obra fundamental de lo descaradamente gay, La flor de mi secreto es su equivalente en el ámbito de lo homoblicuo. "Personnage à clef", travestido, del propio Almodóvar, Leo Macías (Marisa Paredes) es una conocida escritora de novela rosa que se refugia de su propio éxito bajo el seudónimo de Amanda Gris. La debacle sentimental que viene padeciendo a raíz de la agónica situación con su marido hacen que todo lo que intenta escribir, en lugar de rosa, le salga "negro". La extrañeza y el amor que siente ante su propia familia de baja extracción sociocultural (memorables Chus Lampreave y Rossy de Palma) y la vuelta al pueblo y al mundo familiar de la madre tras un intento de suicidio al constatar que "no existe ninguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo suyo con su marido" es todo un lugar común de las relaciones hijo varón gay con su madre.
9. Showgirls (Verhoeven, 1995): un ejercicio desmesurado y camp (jamás sabré hasta qué punto consciente) de deconstrucción de muchos de los tópicos sobre la heterosexualidad, la feminidad, la maldad femenina (la estela de Eva) y el lesbianismo versión Playboy. El "hombre hetero común" que entre en esta película con la intención de pasárselo bomba viendo tetas puede salir huyendo de ella cual gato escaldado del agua fría. El paroxismo al que son llevados todos los suplementos que culturalmente han marcado la feminidad (merece una mención especial el grandioso y minúsculo discurso sobre las uñas y la manicura) hacen de ella una obra de referencia del género como travestismo cultural y del peluquismo como teoría performativa general.
10. Gattaca (Andrew Niccol, 1997): podría haber escogido cualquier otra película que sirviese como metáfora a la identidad esquizoide del "armario", esto es, fingir que eres alguien que no eres en realidad con el fin de integrarte socialmente. Sin embargo, esta película de estética retrofuturista, uno de cuyos temas es la superación cultural del determinismo "natural" (genético, en este caso) es un ejemplo fantástico de cómo, sin hablar directamente de la cuestión gay, ésta puede rezumar por todos lados. El protagonista es un guapísimo Ethan Hawk que, genéticamente desautorizado para lograr su sueño (formar parte de una importante misión espacial) realiza un pacto con el también atractivo Jude Law, éste sí genéticamente apto y al que la vida ha dejado inútil en una silla de ruedas, para que, a cambio de compañía y asistencia, lo ayude en su gran impostura para obtener aquello que, desde su nacimiento, le ha sido vetado. Esto conlleva que ambos compartan un lujoso y masculino loft que parece salido de las páginas de L'Uomo Vogue. La aparición del hermano detective del protagonista al saltar la sospecha, metáfora de la vigilancia social ejercida por la familia, es otra lectura criptogay en una película llena de retorcidos significados.
jueves, julio 22, 2010
De vigilancias y castigos; una clasificación para FCBK; de exposiciones, sobreexposiciones...
Las palabras y las cosas, M. Foucault, 1966. Una sacudida de libro. Un análisis sorprendente de los enormes giros que fue experimentando la episteme occidental desde el Renacimiento hasta el siglo XIX. En esta obra su método de rastreo -al que denominó "arqueología"- todavía no está muy desarrollado ni explicado, y se echa en falta cierta reflexión sobre algunos puntos de vital importancia en su trabajo posterior. Dígase la noción de saber/poder. Se trata de un libro difícil, por las referencias (a veces, excesivamente galocéntricas), y por ese lenguaje con licencias poéticas "secas", tan característico del postestructuralismo. Su lectura es, de algún modo, como meterse en una piscina en la que no tocas fondo: te faltan asideros, no puedes parar de moverte, te cansas... a cambio, las sensaciones de aventura, de reto, de gozo y libertad resultan brutales. Reconozco que he leído algunas de sus páginas como flotando boca arriba (por seguir con el símil de la piscina profunda), pero ha merecido la pena. Gracias P. por habérmelo recomendado cuando lo estabas leyendo en París. Como muestra un botón:
"El que la literatura de nuestros días esté fascinada por el ser del lenguaje esto no es ni el signo de un fin ni la prueba de una radicalización: es un fenómeno que enraiza su necesidad en una configuración muy vasta en la que se dibuja toda la nervadura de nuestro pensamiento y de nuestro saber. Pero si la cuestión de los lenguajes formales hace valer la posibilidad o imposibilidad de estructurar los contenidos positivos, una literatura consagrada al lenguaje hace valer, en su vivacidad empírica, a las formas fundamentales de la finitud. Desde el interior del lenguaje probado y recorrido como lenguaje, en el juego de sus posibilidades tensas hasta el extremo, lo que se anuncia es que el hombre está "terminado" y que, al llegar a la cima de toda palabra posible, no llega al corazón de sí mismo, sino al borde de lo que lo limita: en esta región en la que ronda la muerte, en la que el pensamiento se extingue, en la que la promesa del origen retrocede indefinidamente".
En esa obsesión por el discurso que caracterizaba el pensamiento postestructuralista (tan abandonada ahora por el "discurso" pretendidamente ahistórico y objetivo de lo biológico, de lo químico, y hasta de lo alquímico, en muchos casos), la idea de lo "impensable", de lo "indecible", me ha estado rondando al analizar mi forma de interactuar (y la forma de interactuar de otros) en ese invento del diablo (que tanto me gusta) llamado FaceBook.
Todos los vicios y virtudes personales se redimen diariamente en FCBK. Las distintas personalidades, por exceso u omisión, transpiran con claridad en los perfiles, en su mayoría, de manera inconsciente...
Evidentemente, no voy a hacer una taxonomía "científica". Me referiré, grosso modo, a algunas peculiaridades que he venido observando. Es posible que la siguiente clasificación, por su desorden y falta de jerarquía (y por su tono), se parezca más al bestiario chino de Borges que cita Foucault en la introducción de su libro que a otro cosa. Pero ahí va:
a) Superegos: gente que más allá de sus intereses profesionales de promoción, buscan promocionarse ellos mismos. Acumulan "amigos" en plan diógenes. No suelen ser muy cotillas. Con tanto "amigo", el radio de cotilleo se amplía hasta la imposibilidad. Ellos prefieren ser cotilleados. Quieren fama y notoriedad a toda costa, aunque ello acarree una absoluta falta de criterio.
b) Gente cuya foto de perfil son ellos con sus respectivas parejas, con sus hijos, o directamente sus parejas y sus hijos: es fácil. Se trata de gente que ha perdido la capacidad para verse a sí mismos como entes individuales. Claro síntoma de codependencia.
c) Gente cuya foto de perfil es, casi constantemente, algún emblema, símbolo, mito, celebrity, etc. que ellos creen relacionar con ellos mismos: o carecen de personalidad, o les sobra.
d) Gente cuya foto de perfil, por algún motivo social puntual, hace referencia a dicho motivo: caso de los que han puesto el beso de Iker con la novia, banderas de sus países, a Garzón. No comment.
e) Gente que en los estados escribe de sí misma en tercera persona. Como el nombre aparece junto al recuadro de estado, les entra el síndrome Aída Nízar. Puede que sea una cuestión puramente estilística, pero a mí me chirría.
f) Solitarios, autónomos, biomáquinas: se pasan todo el día en FCBK. Son adictos. Han convertido la herramienta en el escape a su aburrida vida laboral/social/sexual. En su hora de recreo virtual. En su paseo diario. Es un caso sumamente patético. Por supuesto, es un apartado que me va como anillo al dedo.
g) Vanidosos: utilizan el FCBK para ligar, para seducir. Se pasan el día desetiquetándose de fotos en que no se gustan. Cuidan meticulosamente sus apariciones.
h) Pesados: a estos no les basta con su muro. Como saben que los demás no los soportan, están continuamente etiquetando a lo bestia, en fotos, en notas, en paridas varias. Mandan correos múltiples. No paran de sugerirte páginas. Deberían echarlos.
i) Musicales: una canción dice más que mil palabras. Aunque a algunos no les basta con eso: quieren que te enteres de la letra, que está en chino mandarín.
j) Informativos: gracias a ellos, no hace falta que visites la sede digital de los periódicos del mundo. Suelen pecar de excesivamente partidistas, de excesivamente frikis o de excesivamente humorísticos. Pecata minuta.
k) Pornográficos: lo cuentan todo. Los hay descriptivos: te cuentan el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Y analíticos: como si estuviesen en el diván del psicoanalista. Son pasto ideal para cotillas.
l) Cotillas: de este apartado no se libra nadie.
m) Fisgones, husmeadores, escrutadores: han convertido el cotilleo en compulsión insana. "La envidia les corroe, mi vida les agobia"...
n) Chistosos: utilizan el FCBK "sólo por diversión", creyéndose con eso que hacen un uso correcto de la herramienta. Suele ser gente profundamente tímida y frustrada, que esconde sus complejos sociales en hacer chistes, en su mayoría muy malos. Padecen un espantoso síndrome Club de la Comedia.
ñ) Nomelopierdos: dicen asistir a todos los eventos. Aunque del dicho al hecho, como dice La Veneno, va un buen trecho. Pretenden hacer creer a los demás que llevan una gran vida social, cuando todo el mundo sabe que se pasan el día con una mano en el ratón y la otra en sus respectivos genitales.
o) Tourettes: incontinentes verbales. Teclean lo que les sale de sus narices, sin reparar en el entorno (virtual, en este caso).
p) Exquisitos: con ellos aprendes. Todo lo que publican pasa el filtro de "lo sublime". Les encanta que los adules, aunque falta, lo que se dice falta, no les hace. Ellos están en otra dimensión. Así que su paso por FCBK es recibido como el maná. ¡Cuánta generosidad! Nunca responden a tus comentarios. Su exquisitez se convierte de inmediato en mala educación.
q) Polemistas: defienden hoy aquello de lo que aborrecerán mañana. Les encantan los muros ajenos.
r) Espontáneos: gente que no te conoce de nada y no paran de hacerte comentarios. Dándolo todo hasta la extenuación.
s) Mencantas: Antes de haber tú colgado el vídeo o la noticia, ya les gusta. Nunca hacen comentarios. Son como esos conocidos que, cuando te los encuentras de noche (nunca te los encuentras de día), se limitan a saludarte efusivamente (sonrisa de oreja a oreja) y el resto del tiempo no cruzan contigo ni una palabra.
z) Los que no tienen FCBK: viviendo en un país supuestamente desarrollado, sólo los excusa el que sean o muy viejos o muy jóvenes. El resto, no tienen perdón. Se puede pasar sin la tele, porque es pan y circo hecho por cínicos ricos o ignorantes petardas para pobres ingenuos y petardas ignorantes, respectivamente, pero ¿sin FCBK?
En fin, podríamos continuar ad infinitum... yo, por supuesto, encajo en casi todos los apartados, incluido el último, al menos en intención. Depende del día...
La lista me ha quedado poco seria pero certera. Como la propia herramienta. Un mundo fascinante de mezcla de egos, generosidad y vanidad, cafetería o patio de vecinas virtual (según el tono que se adopte), canal de información, portería, detective privado gratuito, descubre-cuernos, habitación de adolescente cuajada de mitos de fijación efímera y baluarte de la personalidad en estos tiempos líquidos que corren...
El otro día pensaba en cómo yo me presentaba en FCBK. El hecho de trabajar en casa, mi soledad, éste mi "devenir cyborg", mi propia personalidad, expansiva, hacen que lo utilice mucho. Imagino que muchos me habrán quitado de la sección de noticias, por pesado (no saben lo que se pierden). Yo también lo he hecho con muchos. Aplicando el mismo criterio que el resto, supongo: se han salvado de la "quema" mis amigos y la gente que me parece interesante y divertida. En cualquier caso pensaba en mis exhibiciones, en mi pornografía, en mis sentencias, en mis provocaciones, en mi incontinencia... derrocho tanto que para mucha gente me quedo vacío y carezco de misterio: a la hora de ligar eso me ha salido normalmente caro. El misterio cotiza a la alza... aunque cuidado: hay mucha esfinge sin secreto, como en el cuento de Wilde. Se puede hacer una lectura cínica y pensar que realmente, en este mundo autista y de consumo rápido y desinteresado, buscamos eso ex profeso: esfinges sin secreto, cuerpos pornográficos con los que interactuar de la manera más higiénica posible, de la más previsible, sin demasiada fricción personal. Todo parece hoy apriorístico, a la carta: también (o sobre todo) en FCBK, donde puedes ocultar y mostrar a tu antojo, con un par de "clics", donde gente que hacía veinte años que no veías pierde el interés (un interés que a veces es puramente nostálgico o sentimental) inmediatamente, nada más "recuperarla", donde estás tan "al tanto" de tantas cosas que hasta con los más cercanos abandonas la sana costumbre de la cita semanal física (la cita para "ponerse al día"), donde las noticias más íntimas no se dan de frente sino por "mensaje privado". Hasta cierto punto, nos pasamos el día pulsando botones y eligiendo: desde los enlaces del período en línea que nos "interesan" hasta el inútil zapping nocturno en busca de algo que nos seduzca en la tele. Ese gesto tonto y compulsivo, de alguna forma, nos empieza a constituir una mirada y una posición francamente peligrosas. Como si llevásemos un mando a distancia o un ratón continuamente en la mano, nos vuelve impacientes, pésimos observadores, incapaces ante el segundo plano y torpes para el contexto, caprichosos, irritables, ansiosos, excesivamente prejuiciosos y un poco intolerantes...
Luego he pensado de nuevo en ese otro título de Foucault tan atinado, en la combinación de palabras que lo forman, en su orden sintáctico, en la propia coordinada: Vigilar y castigar. ¿A qué se debe mi exceso de presentación? ¿a qué mi vaciado de misterio, mi sobreexposición, mi verborrea alcohólica? ¿a qué mi obsesión por hablarlo todo, hasta lo indecible? ¿es una forma de rebeldía frente al autocontrol aprendido tras años de sentirme socialmente vigilado y castigado? ¿estoy exagerando este punto, yo que en realidad he tenido una infancia feliz y una familia estupenda? ¿no es cierto que sentías las correas de determinados corsés? ¿hasta qué punto uno se acostumbra a esa piel estrujada? ¿quedan marcas? ¿en qué otros aspectos de mi vida ha derivado ese autocontrol? ¿sigue en mí la crisálida de aquel niño "sexualmente", "políticamente" vigilado? ¿es el vaciado de misterio el reto, muchas veces inconsciente, que se propone el que fue tímido, el que fue intimidado? ¿hasta que punto existe un gozo libidinoso en decir lo "indecible", en pensar lo "impensable", en transgredir el lenguaje de la heteronormatividad, ese que todo lo recorre hasta el punto de sexualizarlo todo, desexualizándolo a la vez, ese que coerce, ese bajo cuya vigilancia ahora tú te vigilas?
El misterio sin fin de tratar de anudarse a las cosas, de desnudarse uno mismo a través de las palabras.
"El que la literatura de nuestros días esté fascinada por el ser del lenguaje esto no es ni el signo de un fin ni la prueba de una radicalización: es un fenómeno que enraiza su necesidad en una configuración muy vasta en la que se dibuja toda la nervadura de nuestro pensamiento y de nuestro saber. Pero si la cuestión de los lenguajes formales hace valer la posibilidad o imposibilidad de estructurar los contenidos positivos, una literatura consagrada al lenguaje hace valer, en su vivacidad empírica, a las formas fundamentales de la finitud. Desde el interior del lenguaje probado y recorrido como lenguaje, en el juego de sus posibilidades tensas hasta el extremo, lo que se anuncia es que el hombre está "terminado" y que, al llegar a la cima de toda palabra posible, no llega al corazón de sí mismo, sino al borde de lo que lo limita: en esta región en la que ronda la muerte, en la que el pensamiento se extingue, en la que la promesa del origen retrocede indefinidamente".
En esa obsesión por el discurso que caracterizaba el pensamiento postestructuralista (tan abandonada ahora por el "discurso" pretendidamente ahistórico y objetivo de lo biológico, de lo químico, y hasta de lo alquímico, en muchos casos), la idea de lo "impensable", de lo "indecible", me ha estado rondando al analizar mi forma de interactuar (y la forma de interactuar de otros) en ese invento del diablo (que tanto me gusta) llamado FaceBook.
Todos los vicios y virtudes personales se redimen diariamente en FCBK. Las distintas personalidades, por exceso u omisión, transpiran con claridad en los perfiles, en su mayoría, de manera inconsciente...
Evidentemente, no voy a hacer una taxonomía "científica". Me referiré, grosso modo, a algunas peculiaridades que he venido observando. Es posible que la siguiente clasificación, por su desorden y falta de jerarquía (y por su tono), se parezca más al bestiario chino de Borges que cita Foucault en la introducción de su libro que a otro cosa. Pero ahí va:
a) Superegos: gente que más allá de sus intereses profesionales de promoción, buscan promocionarse ellos mismos. Acumulan "amigos" en plan diógenes. No suelen ser muy cotillas. Con tanto "amigo", el radio de cotilleo se amplía hasta la imposibilidad. Ellos prefieren ser cotilleados. Quieren fama y notoriedad a toda costa, aunque ello acarree una absoluta falta de criterio.
b) Gente cuya foto de perfil son ellos con sus respectivas parejas, con sus hijos, o directamente sus parejas y sus hijos: es fácil. Se trata de gente que ha perdido la capacidad para verse a sí mismos como entes individuales. Claro síntoma de codependencia.
c) Gente cuya foto de perfil es, casi constantemente, algún emblema, símbolo, mito, celebrity, etc. que ellos creen relacionar con ellos mismos: o carecen de personalidad, o les sobra.
d) Gente cuya foto de perfil, por algún motivo social puntual, hace referencia a dicho motivo: caso de los que han puesto el beso de Iker con la novia, banderas de sus países, a Garzón. No comment.
e) Gente que en los estados escribe de sí misma en tercera persona. Como el nombre aparece junto al recuadro de estado, les entra el síndrome Aída Nízar. Puede que sea una cuestión puramente estilística, pero a mí me chirría.
f) Solitarios, autónomos, biomáquinas: se pasan todo el día en FCBK. Son adictos. Han convertido la herramienta en el escape a su aburrida vida laboral/social/sexual. En su hora de recreo virtual. En su paseo diario. Es un caso sumamente patético. Por supuesto, es un apartado que me va como anillo al dedo.
g) Vanidosos: utilizan el FCBK para ligar, para seducir. Se pasan el día desetiquetándose de fotos en que no se gustan. Cuidan meticulosamente sus apariciones.
h) Pesados: a estos no les basta con su muro. Como saben que los demás no los soportan, están continuamente etiquetando a lo bestia, en fotos, en notas, en paridas varias. Mandan correos múltiples. No paran de sugerirte páginas. Deberían echarlos.
i) Musicales: una canción dice más que mil palabras. Aunque a algunos no les basta con eso: quieren que te enteres de la letra, que está en chino mandarín.
j) Informativos: gracias a ellos, no hace falta que visites la sede digital de los periódicos del mundo. Suelen pecar de excesivamente partidistas, de excesivamente frikis o de excesivamente humorísticos. Pecata minuta.
k) Pornográficos: lo cuentan todo. Los hay descriptivos: te cuentan el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Y analíticos: como si estuviesen en el diván del psicoanalista. Son pasto ideal para cotillas.
l) Cotillas: de este apartado no se libra nadie.
m) Fisgones, husmeadores, escrutadores: han convertido el cotilleo en compulsión insana. "La envidia les corroe, mi vida les agobia"...
n) Chistosos: utilizan el FCBK "sólo por diversión", creyéndose con eso que hacen un uso correcto de la herramienta. Suele ser gente profundamente tímida y frustrada, que esconde sus complejos sociales en hacer chistes, en su mayoría muy malos. Padecen un espantoso síndrome Club de la Comedia.
ñ) Nomelopierdos: dicen asistir a todos los eventos. Aunque del dicho al hecho, como dice La Veneno, va un buen trecho. Pretenden hacer creer a los demás que llevan una gran vida social, cuando todo el mundo sabe que se pasan el día con una mano en el ratón y la otra en sus respectivos genitales.
o) Tourettes: incontinentes verbales. Teclean lo que les sale de sus narices, sin reparar en el entorno (virtual, en este caso).
p) Exquisitos: con ellos aprendes. Todo lo que publican pasa el filtro de "lo sublime". Les encanta que los adules, aunque falta, lo que se dice falta, no les hace. Ellos están en otra dimensión. Así que su paso por FCBK es recibido como el maná. ¡Cuánta generosidad! Nunca responden a tus comentarios. Su exquisitez se convierte de inmediato en mala educación.
q) Polemistas: defienden hoy aquello de lo que aborrecerán mañana. Les encantan los muros ajenos.
r) Espontáneos: gente que no te conoce de nada y no paran de hacerte comentarios. Dándolo todo hasta la extenuación.
s) Mencantas: Antes de haber tú colgado el vídeo o la noticia, ya les gusta. Nunca hacen comentarios. Son como esos conocidos que, cuando te los encuentras de noche (nunca te los encuentras de día), se limitan a saludarte efusivamente (sonrisa de oreja a oreja) y el resto del tiempo no cruzan contigo ni una palabra.
z) Los que no tienen FCBK: viviendo en un país supuestamente desarrollado, sólo los excusa el que sean o muy viejos o muy jóvenes. El resto, no tienen perdón. Se puede pasar sin la tele, porque es pan y circo hecho por cínicos ricos o ignorantes petardas para pobres ingenuos y petardas ignorantes, respectivamente, pero ¿sin FCBK?
En fin, podríamos continuar ad infinitum... yo, por supuesto, encajo en casi todos los apartados, incluido el último, al menos en intención. Depende del día...
La lista me ha quedado poco seria pero certera. Como la propia herramienta. Un mundo fascinante de mezcla de egos, generosidad y vanidad, cafetería o patio de vecinas virtual (según el tono que se adopte), canal de información, portería, detective privado gratuito, descubre-cuernos, habitación de adolescente cuajada de mitos de fijación efímera y baluarte de la personalidad en estos tiempos líquidos que corren...
El otro día pensaba en cómo yo me presentaba en FCBK. El hecho de trabajar en casa, mi soledad, éste mi "devenir cyborg", mi propia personalidad, expansiva, hacen que lo utilice mucho. Imagino que muchos me habrán quitado de la sección de noticias, por pesado (no saben lo que se pierden). Yo también lo he hecho con muchos. Aplicando el mismo criterio que el resto, supongo: se han salvado de la "quema" mis amigos y la gente que me parece interesante y divertida. En cualquier caso pensaba en mis exhibiciones, en mi pornografía, en mis sentencias, en mis provocaciones, en mi incontinencia... derrocho tanto que para mucha gente me quedo vacío y carezco de misterio: a la hora de ligar eso me ha salido normalmente caro. El misterio cotiza a la alza... aunque cuidado: hay mucha esfinge sin secreto, como en el cuento de Wilde. Se puede hacer una lectura cínica y pensar que realmente, en este mundo autista y de consumo rápido y desinteresado, buscamos eso ex profeso: esfinges sin secreto, cuerpos pornográficos con los que interactuar de la manera más higiénica posible, de la más previsible, sin demasiada fricción personal. Todo parece hoy apriorístico, a la carta: también (o sobre todo) en FCBK, donde puedes ocultar y mostrar a tu antojo, con un par de "clics", donde gente que hacía veinte años que no veías pierde el interés (un interés que a veces es puramente nostálgico o sentimental) inmediatamente, nada más "recuperarla", donde estás tan "al tanto" de tantas cosas que hasta con los más cercanos abandonas la sana costumbre de la cita semanal física (la cita para "ponerse al día"), donde las noticias más íntimas no se dan de frente sino por "mensaje privado". Hasta cierto punto, nos pasamos el día pulsando botones y eligiendo: desde los enlaces del período en línea que nos "interesan" hasta el inútil zapping nocturno en busca de algo que nos seduzca en la tele. Ese gesto tonto y compulsivo, de alguna forma, nos empieza a constituir una mirada y una posición francamente peligrosas. Como si llevásemos un mando a distancia o un ratón continuamente en la mano, nos vuelve impacientes, pésimos observadores, incapaces ante el segundo plano y torpes para el contexto, caprichosos, irritables, ansiosos, excesivamente prejuiciosos y un poco intolerantes...
Luego he pensado de nuevo en ese otro título de Foucault tan atinado, en la combinación de palabras que lo forman, en su orden sintáctico, en la propia coordinada: Vigilar y castigar. ¿A qué se debe mi exceso de presentación? ¿a qué mi vaciado de misterio, mi sobreexposición, mi verborrea alcohólica? ¿a qué mi obsesión por hablarlo todo, hasta lo indecible? ¿es una forma de rebeldía frente al autocontrol aprendido tras años de sentirme socialmente vigilado y castigado? ¿estoy exagerando este punto, yo que en realidad he tenido una infancia feliz y una familia estupenda? ¿no es cierto que sentías las correas de determinados corsés? ¿hasta qué punto uno se acostumbra a esa piel estrujada? ¿quedan marcas? ¿en qué otros aspectos de mi vida ha derivado ese autocontrol? ¿sigue en mí la crisálida de aquel niño "sexualmente", "políticamente" vigilado? ¿es el vaciado de misterio el reto, muchas veces inconsciente, que se propone el que fue tímido, el que fue intimidado? ¿hasta que punto existe un gozo libidinoso en decir lo "indecible", en pensar lo "impensable", en transgredir el lenguaje de la heteronormatividad, ese que todo lo recorre hasta el punto de sexualizarlo todo, desexualizándolo a la vez, ese que coerce, ese bajo cuya vigilancia ahora tú te vigilas?
El misterio sin fin de tratar de anudarse a las cosas, de desnudarse uno mismo a través de las palabras.
viernes, julio 16, 2010
Jour de souffrance
Así se llama, en francés, el nuevo libro de Catherine Millet. Catherine Millet, conocida en el mundo de las letras por su vida sexual, desmenuzada en su anterior libro, es (desde mi punto de vista) uno de los escritores vivos más interesantes del panorama internacional. Desde el punto de vista de la teoría, ella no es Beatriz Preciado pero... ¿a quién le importa? ¿qué más dan los lugares comunes (o mejor dicho, parisinos) sobre posturas, libertinaje y psicoanálisis? Su libro no es más que un testimonio, el suyo, escrito en una lengua bellísima, muy influida por Proust, en ese tono tan afín al gusto francés, desde Montaigne, de las confesiones públicas, de los carnets. Precisamente a este propósito, aquí dejo un pasaje revelador:
"Una o dos experiencias me habían enseñado bastante pronto en la vida que no había nada que yo detestase tanto como las confidencias, las que hubiera podido recibir y las que hubiese podido hacer, y que a mi entender el verdadero impudor residía ahí, mucho más que en el acto de hacer pública tu intimidad, ya sea por escrito o por medio de imágenes. Las confidencias obligan a los interlocutores a una reciprocidad - el que habla espera una atención, consejos, compasión por parte del que escucha, y éste no puede pasar por alto su responsabilidad-, mientras que una distancia separa siempre al público del que o de la que se expone, aunque esta distancia sea la altura del escenario donde se desviste una stripper que sólo espera del público anónimo la reacción convencional de los aplausos".
Hacer público el dolor, en un ejercicio de autorreflexión y desglose sin ni un ápice de vulgaridad, es uno de los actos más heroicos que puede acometer alguien en la actual sociedad del espectáculo basura.
"Una o dos experiencias me habían enseñado bastante pronto en la vida que no había nada que yo detestase tanto como las confidencias, las que hubiera podido recibir y las que hubiese podido hacer, y que a mi entender el verdadero impudor residía ahí, mucho más que en el acto de hacer pública tu intimidad, ya sea por escrito o por medio de imágenes. Las confidencias obligan a los interlocutores a una reciprocidad - el que habla espera una atención, consejos, compasión por parte del que escucha, y éste no puede pasar por alto su responsabilidad-, mientras que una distancia separa siempre al público del que o de la que se expone, aunque esta distancia sea la altura del escenario donde se desviste una stripper que sólo espera del público anónimo la reacción convencional de los aplausos".
Hacer público el dolor, en un ejercicio de autorreflexión y desglose sin ni un ápice de vulgaridad, es uno de los actos más heroicos que puede acometer alguien en la actual sociedad del espectáculo basura.
martes, junio 29, 2010
Fechas
Ayer, tras quince años de adhesión, de acompañarme a cada ciudad en la que he vivido y de viajar conmigo en cada mudanza que he hecho, de interrupciones y reanudaciones varias, terminé de leer En busca del tiempo perdido, el ciclo de novelas de Marcel Proust. Curiosamente cerré el último volumen en el mismo lugar donde abrí el primero: mi cuarto de adolescente. Fue mi padre el que me regaló la edición que tengo, de Alianza, cuando cumplí dieciocho años. Gran novela, imperfecta y sublime: "Me producía un sentimiento de fatiga y de miedo percibir que todo aquel tiempo tan largo no sólo había sido vivido, pensado, segregado por mí sin una sola interrupción, sentir que era mi vida, que era yo mismo, sino también que tenía que mantenerlo cada minuto amarrado a mí, que me sostenía, encaramado yo en su cima vertiginosa, que no podía moverme sin moverlo. (...) Me daba vértigo ver tantos años debajo de mí, aunque en mí, como si yo tuviera leguas de estatura. (...) Si me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra, lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días".
Por otra parte, hoy he terminado mi primer relato de "madurez" del que creo sentirme en gran parte satisfecho. No sé cómo será dentro de unos años, de unos meses, de unos días quizás. Pero hacía mucho tiempo que no terminaba algo que me gustase, que superase el elevado nivel de mi autoexigencia. Posiblemente no me ocurría algo parecido desde la época en que mi padre me regaló la obra de Proust que terminé ayer. A los dioses huidos lo he titulado.
Veía necesario anotar estas dos fechas.
Por otra parte, hoy he terminado mi primer relato de "madurez" del que creo sentirme en gran parte satisfecho. No sé cómo será dentro de unos años, de unos meses, de unos días quizás. Pero hacía mucho tiempo que no terminaba algo que me gustase, que superase el elevado nivel de mi autoexigencia. Posiblemente no me ocurría algo parecido desde la época en que mi padre me regaló la obra de Proust que terminé ayer. A los dioses huidos lo he titulado.
Veía necesario anotar estas dos fechas.
viernes, junio 18, 2010
¿Y bien?
Leo a propósito del horrible crimen cometido por las hermanas Papin contra sus señoras en la década de 1930 (que luego sirvió de inspiración a Jean Genet para "Las criadas"):
"El juicio de las hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad. Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios. De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional europea. Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese "¿Y bien?" mortal".
"¿Y bien?" fue lo que añadió la señora al silencio de una de las chicas tras preguntarle que por qué no había limpiado la plata. Esa "pregunta" fue contestada con una saña y un furor diabólicos.
Cita extraída de El País, Ángel Fernández-Santos: "El furor mortal de las hermanas Papin".
"El juicio de las hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad. Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios. De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional europea. Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese "¿Y bien?" mortal".
"¿Y bien?" fue lo que añadió la señora al silencio de una de las chicas tras preguntarle que por qué no había limpiado la plata. Esa "pregunta" fue contestada con una saña y un furor diabólicos.
Cita extraída de El País, Ángel Fernández-Santos: "El furor mortal de las hermanas Papin".
miércoles, junio 16, 2010
Passacaglia
En mi calle
hay tal olor a mierda
que pareciera
que un caballo gigante,
venido directamente del Olimpo,
errase por ella de madrugada...
olisqueando las almas inquietas.
hay tal olor a mierda
que pareciera
que un caballo gigante,
venido directamente del Olimpo,
errase por ella de madrugada...
olisqueando las almas inquietas.
lunes, junio 14, 2010
Oigo el viento de otro planeta...
En El ruido eterno, dice Alex Ross a propósito del Trío para violín, trompa y piano de György Ligeti: "El Trío con trompa de Ligeti de 1982 comienza con una variación distorsionada del motivo de la "despedida" de la Sonata para piano op.81a de Beethoven. Concluye con un Lamento, un paisaje devastado de gritos agonizantes, en el que el compositor parece volver la vista sobre un siglo que acabó con la mayor parte de su familia y con su fe en la humanidad. Pero la armonía nunca se vuelve tan lúgubre como podría. Leves tríadas, extendidas sobre muchas octavas, proporcionan un temblor de esperanza. Al final, tres notas brillan en medio de la noche: un Sol, en el registro más grave de la trompa; un Do, en el más agudo del violín; y un La, que suena débilmente en el registro central del piano. Estas mismas notas aparecen en orden inverso al comienzo del último movimiento del último Cuarteto de cuerda de Beethoven, en Fa mayor: la música a la que el compositor añadió las palabras "Es muss sein!" ("¡Debe ser así!")".
Este Lamento, último movimiento del Trío para violín, trompa y piano de Ligeti, combinación de instrumentos cuyo único antecedente está escrito por Brahms, es ciertamente una de las músicas más bellas que he escuchado jamás. Como alguien dijo al referirse al cuarteto nº2 de Alnold Schöenberg, con el que queda inaugurada la atonalidad en la música contemporánea, en ella se oye el viento de otro planeta.
Este Lamento, último movimiento del Trío para violín, trompa y piano de Ligeti, combinación de instrumentos cuyo único antecedente está escrito por Brahms, es ciertamente una de las músicas más bellas que he escuchado jamás. Como alguien dijo al referirse al cuarteto nº2 de Alnold Schöenberg, con el que queda inaugurada la atonalidad en la música contemporánea, en ella se oye el viento de otro planeta.
martes, junio 01, 2010
Vértigo, de W.G. Sebald
Hay una mujer, estadounidense y judía (aunque muy crítica con las políticas de EE.UU. y de Israel), lesbiana (aunque misteriosamente armarizada), y muy afín a cierta tradición intelectural europea (su cadáver yace en un cementerio de París), con la que tengo una gran deuda cultural pendiente. Su nombre resulta fácil de adivinar: es Susan Sontag, una mujer guapa y valiente, inteligente y de gustos inquebrantables, que algunos podrían tachar incluso de esnob. En la época en que Internet no existía para el gran público (y de esto tampoco hace tanto: sólo doce o trece años), su lectura era un hiperenlace perfecto a otras lecturas que de buena tinta sabías que te iban a gustar. No te hacía perder el tiempo. Era como una adolescente ansiosa de conocimientos: un alma inquieta, siempre dispuesta a jugar al bellísimo juego del "sorpréndeme". El día que Sontag se fue, después de luchar con fiereza contra un cáncer al que años antes creía haber ganado la batalla, sentí su muerte de la forma egoísta en que se siente la muerte de alguien familiar y cercano: ya nunca más me "sorprendería" de nuevo, no nos encontraríamos jamás sobre la faz de la tierra: sólo me quedaría releerla; con suerte, leer aquello que su editor publicase póstumamente (¿sus Diarios quizás?); visitar su tumba en el cementerio de Montparnasse (cosa que aún tengo pendiente). Ella ha sido una de mis grandes formadoras. Porque desde que en mis años universitarios cayó en mis manos su Contra la interpretación, han sido muchos los nombres que la lectura de este y otros de sus ensayos me han ido revelando. Se me ocurren Godard, Bresson y Resnais; Simone Weil, Michel Leiris y Nathalie Sarraute; Machado de Assis, Gombrowicz y Danilo Kiš, Joseph Brodksy y uno de los últimos: el escritor alemán, fallecido en accidente de tráfico hace unos años, W.G. Sebald. De él, estoy leyendo estos días su conjunto de relatos adyacentes titulado Vértigo.
Vértigo se compone de cuatro piezas cortas: "Beyle y el extraño hecho del amor", "All'estero", "Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva" e "Il ritorno in patria". El detonante de estos relatos, que ya está en otro libro suyo que leí, Los emigrados, y en el homenaje que hace a Robert Walser en su brevísimo ensayo El paseante solitario, que también leí, es siempre el mismo: un narrador, que a la sazón responde a las mismas iniciales que Sebald, decide emprender un viaje no muy programado (tampoco muy largo) con la intención de liberar el alma de algún bloqueo intelectual o de algún estado connivente con la melancolía. Cuando el narrador opta por abandonar la primera persona, como es el caso del primer y del tercer relato que forman Vértigo, se refugia en algún episodio menor de la vida de algún personaje histórico célebre, normalmente escritor: Stendhal y Kafka, en el caso de los relatos mencionados anteriormente.
Los viajes que inicia el narrador, o en los que se recrea cuando opta por la vida de los otros, son viajes a la antigua usanza, pero nunca travesías: abarcan varios países pero no varios continentes (van de Viena a Verona, de Viena a W., su pueblo natal, pasando por Innsbruck, de un condado de Inglaterra a otro, de Venecia a Riva). Son viajes en espiral: empiezan con la salida imperiosa de un sitio pero nunca se sabe dónde terminan; tampoco se sabe cuál será el próximo destino de la próxima jornada; es posible que un acontecimiento imprevisto lleve al narrador a desviarse hacia otro sitio que no tenía pensado visitar... son paseos solitarios al estilo del flâneur de Baudelaire. El narrador, normalmente solo, vagabundea por una ciudad, o de una ciudad a otra, en espirales nada programadas. El narrador, que suponemos que es escritor o profesor, toma apuntes, pierde el tiempo en el bar de una estación de trenes, se acuerda de que quiere visitar un convento perdido donde escuchó que hay unos frescos de Giotto interesantes, recala por casualidad en un jardín, descubre leyendo el periódico o una novela un lugar a escasos kilómetros de donde está por el que empieza a sentir una repentina curiosidad... desde este punto de vista, es la experiencia contraria al turismo. No existen hitos que visitar, no hay programa: los lugares que frecuenta suelen ser secundarios, más anecdóticos que históricos, marginales. El narrador los visita con un extraño entusiasmo; no son las guías las que nos despiertan el fetichismo por un determinado emplazamiento donde vivieron tales o cuales archiduques... es nuestro propio estado del alma el que nos hace gozar o ensombrecernos ante el membrete anticuado de un hotel o una noticia de 1913 descubierta en la hemeroteca desierta de una biblioteca olvidada. A diferencia de los relatos policíacos o de misterio, donde las casualidades surgen como por arte de magia, el narrador de Vértigo se esfuerza por hallar huellas paralelas a las suyas, hay un trabajo previo a tal o cual espejismo, a tal o cual duplicación, a tal o cual semejanza. La Italia de Vértigo, por ejemplo, dista mucho de la de las postales: es un lugar misterioso y a veces lúgubre, donde los locales son descorteses y ásperos y donde un paso en falso en la pronunciación de una dirección o un nombre del que pedimos indicaciones, nos puede costar un mal gesto, un vergonzante rechazo.
Los libros de Sebald van ilustrados con fotografías en blanco y negro de los lugares y pormenores que comenta en sus páginas. Producen un extraño escalofrío. A diferencia de las fotografías de Sophie Calle, que son las que desencadenan el recuerdo y el relato, las fotografías de Sebald, a veces difíciles de apreciar en sus detalles, sólo están ahí a modo de testimonio hiperrealista, de prenda, de garantía, como para confundirnos sobre la ficción de lo que estamos leyendo, como para vendernos como íntegra una experiencia que sólo es real en parte.
La escritura de Sebald es muy hermosa. Es acertada y sonora (incluso en sus traducciones). Es rica, descriptiva. Poética. Tiene la manera de Proust, es una escritura de la memoria. De ahí que muchos hayan querido ver en él a uno de esos hijos de la debacle germánica que expurgan inconscientemente su culpa tratando de reconstruir el escenario histórico de un extraño aunque real pasado. Yo no lo veo así exactamente. Sebald es simplemente, como Walser, un paseante solitario, que recoge con su mirada cansada y melancólica los estertores del tiempo. En él no hay ampulosidad, ni ajuste de cuentas con el pasado. Hay una mezcla de asombro y aburrimiento que está más a tono con el último Benjamin, el del Libro de los Pasajes. Claro que es un escritor culto, difícil, pero su erudición, a diferencia de ese cazador que era Borges, es una especie de hallazgo. Un hallazgo luctuoso. Sebald parece acordarse de esa cita bíblica de Isaías que tanto obsesionó al romanticismo alemán, desde Schiller a Bramhs: "Toda carne es hierba, y toda su hermosura como la flor del campo:...¡sécase la hierba, se marchita la flor, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre!".
Posiblemente, alguien pensará, que no sea Sebald la mejor de las lecturas para mi estado actual. Yo creo que es al contrario: después de ir probando remedios literarios que ni fú ni fá (Las teorías salvajes, el final de El tiempo recobrado), por fin he dado con la medicación perfecta. Ya lo decía Wilde: la literatura es buena o mala. A mí, la que peor resaca me deja es la mala. Me da igual que en ella haya felicidad, piscinas, polvos de vello de punta y champán francés.
Vértigo se compone de cuatro piezas cortas: "Beyle y el extraño hecho del amor", "All'estero", "Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva" e "Il ritorno in patria". El detonante de estos relatos, que ya está en otro libro suyo que leí, Los emigrados, y en el homenaje que hace a Robert Walser en su brevísimo ensayo El paseante solitario, que también leí, es siempre el mismo: un narrador, que a la sazón responde a las mismas iniciales que Sebald, decide emprender un viaje no muy programado (tampoco muy largo) con la intención de liberar el alma de algún bloqueo intelectual o de algún estado connivente con la melancolía. Cuando el narrador opta por abandonar la primera persona, como es el caso del primer y del tercer relato que forman Vértigo, se refugia en algún episodio menor de la vida de algún personaje histórico célebre, normalmente escritor: Stendhal y Kafka, en el caso de los relatos mencionados anteriormente.
Los viajes que inicia el narrador, o en los que se recrea cuando opta por la vida de los otros, son viajes a la antigua usanza, pero nunca travesías: abarcan varios países pero no varios continentes (van de Viena a Verona, de Viena a W., su pueblo natal, pasando por Innsbruck, de un condado de Inglaterra a otro, de Venecia a Riva). Son viajes en espiral: empiezan con la salida imperiosa de un sitio pero nunca se sabe dónde terminan; tampoco se sabe cuál será el próximo destino de la próxima jornada; es posible que un acontecimiento imprevisto lleve al narrador a desviarse hacia otro sitio que no tenía pensado visitar... son paseos solitarios al estilo del flâneur de Baudelaire. El narrador, normalmente solo, vagabundea por una ciudad, o de una ciudad a otra, en espirales nada programadas. El narrador, que suponemos que es escritor o profesor, toma apuntes, pierde el tiempo en el bar de una estación de trenes, se acuerda de que quiere visitar un convento perdido donde escuchó que hay unos frescos de Giotto interesantes, recala por casualidad en un jardín, descubre leyendo el periódico o una novela un lugar a escasos kilómetros de donde está por el que empieza a sentir una repentina curiosidad... desde este punto de vista, es la experiencia contraria al turismo. No existen hitos que visitar, no hay programa: los lugares que frecuenta suelen ser secundarios, más anecdóticos que históricos, marginales. El narrador los visita con un extraño entusiasmo; no son las guías las que nos despiertan el fetichismo por un determinado emplazamiento donde vivieron tales o cuales archiduques... es nuestro propio estado del alma el que nos hace gozar o ensombrecernos ante el membrete anticuado de un hotel o una noticia de 1913 descubierta en la hemeroteca desierta de una biblioteca olvidada. A diferencia de los relatos policíacos o de misterio, donde las casualidades surgen como por arte de magia, el narrador de Vértigo se esfuerza por hallar huellas paralelas a las suyas, hay un trabajo previo a tal o cual espejismo, a tal o cual duplicación, a tal o cual semejanza. La Italia de Vértigo, por ejemplo, dista mucho de la de las postales: es un lugar misterioso y a veces lúgubre, donde los locales son descorteses y ásperos y donde un paso en falso en la pronunciación de una dirección o un nombre del que pedimos indicaciones, nos puede costar un mal gesto, un vergonzante rechazo.
Los libros de Sebald van ilustrados con fotografías en blanco y negro de los lugares y pormenores que comenta en sus páginas. Producen un extraño escalofrío. A diferencia de las fotografías de Sophie Calle, que son las que desencadenan el recuerdo y el relato, las fotografías de Sebald, a veces difíciles de apreciar en sus detalles, sólo están ahí a modo de testimonio hiperrealista, de prenda, de garantía, como para confundirnos sobre la ficción de lo que estamos leyendo, como para vendernos como íntegra una experiencia que sólo es real en parte.
La escritura de Sebald es muy hermosa. Es acertada y sonora (incluso en sus traducciones). Es rica, descriptiva. Poética. Tiene la manera de Proust, es una escritura de la memoria. De ahí que muchos hayan querido ver en él a uno de esos hijos de la debacle germánica que expurgan inconscientemente su culpa tratando de reconstruir el escenario histórico de un extraño aunque real pasado. Yo no lo veo así exactamente. Sebald es simplemente, como Walser, un paseante solitario, que recoge con su mirada cansada y melancólica los estertores del tiempo. En él no hay ampulosidad, ni ajuste de cuentas con el pasado. Hay una mezcla de asombro y aburrimiento que está más a tono con el último Benjamin, el del Libro de los Pasajes. Claro que es un escritor culto, difícil, pero su erudición, a diferencia de ese cazador que era Borges, es una especie de hallazgo. Un hallazgo luctuoso. Sebald parece acordarse de esa cita bíblica de Isaías que tanto obsesionó al romanticismo alemán, desde Schiller a Bramhs: "Toda carne es hierba, y toda su hermosura como la flor del campo:...¡sécase la hierba, se marchita la flor, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre!".
Posiblemente, alguien pensará, que no sea Sebald la mejor de las lecturas para mi estado actual. Yo creo que es al contrario: después de ir probando remedios literarios que ni fú ni fá (Las teorías salvajes, el final de El tiempo recobrado), por fin he dado con la medicación perfecta. Ya lo decía Wilde: la literatura es buena o mala. A mí, la que peor resaca me deja es la mala. Me da igual que en ella haya felicidad, piscinas, polvos de vello de punta y champán francés.
sábado, mayo 29, 2010
Io sono l'amore (Luca Guadagnino)
Resulta curioso que una película tan llena de referencias cinemetográficas (a El gatopardo y Rocco y sus hermanos, de Visconti, a Fanny y Alexander de Bergman, a Los muertos de Huston, a Prima della revoluzione, de Bertolucci, a Vértigo de Hitchcock, a Teorema de Pasolini e incluso a Entre tinieblas de Almodóvar, por sólo citar unas cuantas), tome su nombre de una escena de Philadelphia, ese melodrama de segunda o tercera fila en el que Tom Hanks, abrazado a su gotero, ante su abogado aún homófobo pero a punto de dejar de serlo, traduce una frase del aria "La mamma morta", del Andrea Chénier de Giordano: "Io sono l'amore", "I'm love". Curioso que sea la única película literalmente citada en el film, y curioso que aparezca en la tele, empequeñecida, cuando los protagonistas están a punto de dormirse y cortada por un zapping que distraídamente hace uno de ellos con el mando a distancia.
El motivo o motor del relato no es otro que presentarnos a una familia de la rica y refinada burguesía milanesa que asiste al relevo de mandos de la empresa familiar, en un mundo -el del capitalismo global y especular de la actualidad - que cambia a un ritmo imprevisible. Al mismo tiempo, la aparición de un joven cocinero amigo del heredero de tercera generación del clan y el descubrimiento de la (homo)sexualidad disidente de su hija, harán que la madre (Tilda Swinton), Emma, de origen ruso (una clara referencia a las heroínas de la gran novela del XIX) comience a romper la crisálida en la que ha estado viviendo durante años. La unidad familiar, reflejo claro de una manera estabilizante de entender el mundo y sus relaciones, también su economía, filmada durante toda la primera parte de la película con mimo en sus lujosos interiores a través de encuadres preciosistas prestados de la tradición clásica, dará paso a una narrativa más exabrupta, y a una textura y una coloración más salvajes, inspiradas en las artes plásticas. Ya no estamos en el Milán estático y nevado de los primeros planos sino en plena naturaleza o en plena City de Londres. Es primavera, hay insectos o rascacielos por todas partes y el deseo, potencia del cambio, origen del capitalismo, mostruo descabezado, comienza a manifestarse sujetándose con fuerza, nunca mejor dicho, al pronombre Io, impersonal y múltiple, que da nombre a la película. Desde este momento, todo se precipita con fuerza.
Las narraciones potentes son aquellas que cuanto más intentas limitar más se desbordan. Es el caso de esta película. Su estilo barroco y su temática difusa hacen de ella un artefacto complejo, abierto a muchas lecturas y disfrutes. Me gustan sus créditos iniciales, a la vieja usanza, llenos de llaves con puntos suspensivos y nombres, el "regia" con el que el cine italiano presenta a sus directores, los dos o tres planos en los tejados del Duomo milanés, la presencia de Marisa Berengson (a pesar de lo operada que está), me gusta esa bomba de relojería rusa que es el personaje de Tilda, gélida y apasionada a la vez, me gusta la alusión a la alta cocina como sublimación de la necesidad y al deseo, en general, como fantasma cultural, la imbricación delicada entre naturaleza y cultura, la persecución en San Remo al estilo de Vértigo (¿qué clase de perfume irresistible desprende Vértigo? ¿era Hitchcock consciente del fetiche que estaba creando?), el atrevido final, a escasos milímetros de lo ridículo, el subrayado verdaderamente melodramático de la banda sonora de John Adams, el vestuario de Jil Sander que tan bien luce la Swinton, esa forma oblicua de filmar las ventanas y las cornisas de los edificios de Milán, los interiores, tipo Architectural Digest (a Tom Ford, ese chico de Texas, le queda mucho por aprender), ese magnífico exterior que es Italia, país bello entre los bellos, la escena de las palomas en la capilla, el "tú no existes" frente al asertivo "amo a Antonio", en fin... tantas cosas.
En su planteamiento, temática y estilo narrativo me ha recordado enormemente a Cuento de navidad, de Desplechin, película que vi hace unos meses y que también adoré. Cine que mira sin complejos a las otras artes, que mira de frente a los grandes clásicos del cine de autor, porque se sabe en esa tradición, cine formalista, que babea ante la Historia del gran cine (como lo hacen otros productos de género, caso del cine de terror) con la devoción con que el Renacimiento (¿il Rissorgimento?) estudiaba la Antigüedad Clásica. Qué duda cabe: nuestra modernidad es nuestra antigüedad.
El motivo o motor del relato no es otro que presentarnos a una familia de la rica y refinada burguesía milanesa que asiste al relevo de mandos de la empresa familiar, en un mundo -el del capitalismo global y especular de la actualidad - que cambia a un ritmo imprevisible. Al mismo tiempo, la aparición de un joven cocinero amigo del heredero de tercera generación del clan y el descubrimiento de la (homo)sexualidad disidente de su hija, harán que la madre (Tilda Swinton), Emma, de origen ruso (una clara referencia a las heroínas de la gran novela del XIX) comience a romper la crisálida en la que ha estado viviendo durante años. La unidad familiar, reflejo claro de una manera estabilizante de entender el mundo y sus relaciones, también su economía, filmada durante toda la primera parte de la película con mimo en sus lujosos interiores a través de encuadres preciosistas prestados de la tradición clásica, dará paso a una narrativa más exabrupta, y a una textura y una coloración más salvajes, inspiradas en las artes plásticas. Ya no estamos en el Milán estático y nevado de los primeros planos sino en plena naturaleza o en plena City de Londres. Es primavera, hay insectos o rascacielos por todas partes y el deseo, potencia del cambio, origen del capitalismo, mostruo descabezado, comienza a manifestarse sujetándose con fuerza, nunca mejor dicho, al pronombre Io, impersonal y múltiple, que da nombre a la película. Desde este momento, todo se precipita con fuerza.
Las narraciones potentes son aquellas que cuanto más intentas limitar más se desbordan. Es el caso de esta película. Su estilo barroco y su temática difusa hacen de ella un artefacto complejo, abierto a muchas lecturas y disfrutes. Me gustan sus créditos iniciales, a la vieja usanza, llenos de llaves con puntos suspensivos y nombres, el "regia" con el que el cine italiano presenta a sus directores, los dos o tres planos en los tejados del Duomo milanés, la presencia de Marisa Berengson (a pesar de lo operada que está), me gusta esa bomba de relojería rusa que es el personaje de Tilda, gélida y apasionada a la vez, me gusta la alusión a la alta cocina como sublimación de la necesidad y al deseo, en general, como fantasma cultural, la imbricación delicada entre naturaleza y cultura, la persecución en San Remo al estilo de Vértigo (¿qué clase de perfume irresistible desprende Vértigo? ¿era Hitchcock consciente del fetiche que estaba creando?), el atrevido final, a escasos milímetros de lo ridículo, el subrayado verdaderamente melodramático de la banda sonora de John Adams, el vestuario de Jil Sander que tan bien luce la Swinton, esa forma oblicua de filmar las ventanas y las cornisas de los edificios de Milán, los interiores, tipo Architectural Digest (a Tom Ford, ese chico de Texas, le queda mucho por aprender), ese magnífico exterior que es Italia, país bello entre los bellos, la escena de las palomas en la capilla, el "tú no existes" frente al asertivo "amo a Antonio", en fin... tantas cosas.
En su planteamiento, temática y estilo narrativo me ha recordado enormemente a Cuento de navidad, de Desplechin, película que vi hace unos meses y que también adoré. Cine que mira sin complejos a las otras artes, que mira de frente a los grandes clásicos del cine de autor, porque se sabe en esa tradición, cine formalista, que babea ante la Historia del gran cine (como lo hacen otros productos de género, caso del cine de terror) con la devoción con que el Renacimiento (¿il Rissorgimento?) estudiaba la Antigüedad Clásica. Qué duda cabe: nuestra modernidad es nuestra antigüedad.
miércoles, mayo 19, 2010
Las novelas de entreguerras
Ayer café + cena + cóctel con L. Hablamos sobre la sensación derrotista que tengo. Sobre la que tenía ella antes de irse de aquí y lo mucho que ha cambiado luego su vida... Le digo que yo también quiero cambiar aspectos de mi aburrida existencia pero que no sé cómo hacerlo. Me habla sobre el coaching online que está haciendo... me lo recomienda. Mientras me dice que me tengo que visualizar consiguiendo mis metas se ríe porque me conoce y sabe la cara de incredulidad que estoy poniendo...
"Tienes que leer menos novelas de entreguerras", me espeta. Con esta frase me desarma. Me río, hablamos sobre El bosque de la noche, novela buenísima que siempre he tenido como obra de cabecera pero, definitivamente, poco recomendable para subir el ánimo. El gran arte acaba aplastándote...
Me encanta estar con L. Tiene un aura positiva, afirmativa, rotunda.
L., que se llama como la musa de Petrarca, y que fue una gran compañía en mis últimos meses en Madrid, lleva toda la razón: a partir de ahora prometo leer más a los précieux, a Borges, el Tristam Shandy, Don Quijote.
Se acabó por un tiempo Mitteleuropa y la novela de entreguerras.
"Tienes que leer menos novelas de entreguerras", me espeta. Con esta frase me desarma. Me río, hablamos sobre El bosque de la noche, novela buenísima que siempre he tenido como obra de cabecera pero, definitivamente, poco recomendable para subir el ánimo. El gran arte acaba aplastándote...
Me encanta estar con L. Tiene un aura positiva, afirmativa, rotunda.
L., que se llama como la musa de Petrarca, y que fue una gran compañía en mis últimos meses en Madrid, lleva toda la razón: a partir de ahora prometo leer más a los précieux, a Borges, el Tristam Shandy, Don Quijote.
Se acabó por un tiempo Mitteleuropa y la novela de entreguerras.
martes, mayo 18, 2010
La palabra
Después de meses de conciliación con otras lecturas, termino de leer los Diarios de John Cheever publicados por emecé. No cabe duda de que, en su género, y en general, se trata de una obra destacable. A pesar de estar aligerada desde su primera edición en inglés (hay un trabajo de montaje por parte del editor), algunos pasajes me han resultado arduos; no por la forma, que es impecable, sino por el tono lastimero de marido desatendido que adopta el escritor. Su sexualidad, tanto en el aspecto identitario como en el aspecto económico -en un sentido de gestión de la necesidad-, le atormenta. Al final de su vida parece más gozoso con esta faceta de su existencia. Hay trozos muy bellos; imágenes poderosas. Su pensamiento es más bien poético: las visiones engullen un razonamiento que podría ser más profundo. Pero esa capacidad suya para no cerrar los razonamientos, para que aparezcan en sfumatto, es quizás su gran baza. Leo las últimas páginas, todas las relativas a su enfermedad y decadencia física, con premura. No sé si estoy mirando de soslayo y con irresponsabilidad (como quien observa la caída de un mendigo borracho en la calle y por vergüenza acelera el paso, quedándose al final con la mala conciencia de su indiferencia) o si, en realidad, es un síntoma de absoluto interés (como cuando leemos una novela "de trama" y en su punto álgido nuestra curiosidad hace que nos saltemos algunas frases). Me noto con décimas de fiebre y leer sobre muerte y enfermedad me hace sentir la debilidad del propio cuerpo, algo que casi nunca me gusta, sobre todo cuando estoy solo.
Cierro el libro con la satisfacción del deber cumplido. Otra obra leída para mi alma y mi biblioteca. Como si leer diese puntos para algo... como si me fuese a cambiar la vida... no la del espíritu sino la del día a día, esa que me cansa y me enferma. Leer buenos libros ni siquiera es garantía para escribir bien. No sé si era Jean Cocteau el que decía que la literatura es una forma de la memoria que no se recuerda...
Al hacer pis, noto que me escuece la polla. Al menos esta vez estoy seguro de que no tiene nada que ver con mi vida sexual, que es inexistente. Mi recóndita conciencia cristiana se siente liviana...
Como nadie me ha salvado del castigo de Adán ("ganarás el pan con el sudor de tu frente"), se hace necesario que trate de cambiar de trabajo. Como siga cinco años más en este erial de la traducción basura, acabaré por detestar la palabra.
Cierro el libro con la satisfacción del deber cumplido. Otra obra leída para mi alma y mi biblioteca. Como si leer diese puntos para algo... como si me fuese a cambiar la vida... no la del espíritu sino la del día a día, esa que me cansa y me enferma. Leer buenos libros ni siquiera es garantía para escribir bien. No sé si era Jean Cocteau el que decía que la literatura es una forma de la memoria que no se recuerda...
Al hacer pis, noto que me escuece la polla. Al menos esta vez estoy seguro de que no tiene nada que ver con mi vida sexual, que es inexistente. Mi recóndita conciencia cristiana se siente liviana...
Como nadie me ha salvado del castigo de Adán ("ganarás el pan con el sudor de tu frente"), se hace necesario que trate de cambiar de trabajo. Como siga cinco años más en este erial de la traducción basura, acabaré por detestar la palabra.
lunes, mayo 17, 2010
Un leve soplo
Se recostó sobre la cama y miró a cada esquina de la habitación. Ahora entendía mejor la flexión de las lenguas y por qué cada palabra, su significado, su evocación, eran producto de la Historia. Allí con él, en aquella pensión del sur del Mediterráneo, estaba todo el amor que podía dar. El que podía recibir se manifestaba en el aire cálido de la tarde, en los tres o cuatro libros que descansaban sobre la mesilla de noche como ángeles con las piernas colgando sobre una roca, en la fragilidad de la luz que retrocedía por la ventana. Había estado un rato mirando fotografías de hacía unos años y lo que más se le había envejecido era la mirada... había perdido ese brillo característico, limpio, de los espejos flamantes... se retrotrajo a esas tardes cálidas de veranos atrás, cuando la piel huele a gel fresco y el pelo largo de las amigas que te acompañan todavía está mojado... ¿qué hace tan hermoso que un desconocido, que nos aborda algo borracho en una terraza (la boca roja de carne e inteligencia) nos hable del dulce ruiseñor de Monteverdi? ¿la posibilidad de un nuevo principio? ¿una serena exclamatio? ¿el vínculo resucitado con Monteverdi y con todos los muertos? oh, juventud apresurada... Se puso a jugar con unas cerillas mientras contemplaba el nombre de la pensión escrito sobre la caja: Arcadia. Las frotaba con dificultad sobre el papel de lija, las encendía, se dejaba penetrar por el olor del fósforo, las apagaba con un leve soplo... se sintió mareado y pensó que sí, que decididamente debía dejar de fumar.
lunes, mayo 10, 2010
5 años
Hace ya cinco años que ando prisionera.
El inicio de este blog está fechado en mayo de 2005.
No hay balances que hacer, tan sólo el peso del tiempo; eso ya es bastante.
Y esta existencia, representada, deslavazada, de corto aliento, a fogonazos, como el cigarrillo que se enciende a oscuras en una noche de insomnio.
Escucho a Chopin. Vuelvo a atender a las noticias.
Leo a Foucault, a Cheever, a Ford, a Proust.
Me sigue gustando el té en invierno y la coca-cola en verano.
Sigo adicto al tabaco y, de manera esporádica, a otras drogas.
Me siento igual de torpe, igual de inseguro, igual de poco inteligente. Me gustaría entender a cada coma Las palabras y las cosas, pero no lo consigo. Sin embargo, cada vez, a cada nueva relectura, siento más mío El bosque de la noche.
El bramido del dolor ha decrecido en intensidad pero aumentado en constancia.
Ésta parece ser mi única escuela, mi único modo de autoaprendizaje.
El mundo me resulta enormemente interesante pero me siento muy despegado, muy ajeno.
Me a-bu-rro. Desde mi propia prisión lo digo; han pasado cinco años. Todo un éxito.
El inicio de este blog está fechado en mayo de 2005.
No hay balances que hacer, tan sólo el peso del tiempo; eso ya es bastante.
Y esta existencia, representada, deslavazada, de corto aliento, a fogonazos, como el cigarrillo que se enciende a oscuras en una noche de insomnio.
Escucho a Chopin. Vuelvo a atender a las noticias.
Leo a Foucault, a Cheever, a Ford, a Proust.
Me sigue gustando el té en invierno y la coca-cola en verano.
Sigo adicto al tabaco y, de manera esporádica, a otras drogas.
Me siento igual de torpe, igual de inseguro, igual de poco inteligente. Me gustaría entender a cada coma Las palabras y las cosas, pero no lo consigo. Sin embargo, cada vez, a cada nueva relectura, siento más mío El bosque de la noche.
El bramido del dolor ha decrecido en intensidad pero aumentado en constancia.
Ésta parece ser mi única escuela, mi único modo de autoaprendizaje.
El mundo me resulta enormemente interesante pero me siento muy despegado, muy ajeno.
Me a-bu-rro. Desde mi propia prisión lo digo; han pasado cinco años. Todo un éxito.
martes, abril 20, 2010
Eyjafjallajokull
Podría haberte sucedido en uno de esos momentos de hastío laboral que tan a menudo sufres. Al dejarte caer, agotado, sobre el teclado, habría salido ese nombre caprichoso, una erupción de letras, en su mayoría consonantes, sin orden ni concierto, el azar probablemente. Sin embargo, una nube de partículas de roca, cristal y ceniza atraviesa el norte y el centro de Europa, con origen en esa extraña isla llamada Islandia, la isla de las islas. Ningún grupo terrorista podría haber asestado un golpe tan magistral a la economía global, en este mundo tan interdependiente, tan veloz, cuyas comunicaciones (a través de satélites) y cuyo tránsito de mercancías humanas y no humanas (a través de los aviones, al menos en gran parte) nos son invisibles y se producen más allá de las nubes. Este ha sido el auténtico y esperado último capítulo de Lost: una columna de negrura que, bien lejos de los trópicos, desde la boca nívea de un volcán septentrional, como de ópera wagneriana, ha dado un respiro a los contaminados cielos de la vieja Europa. Continente tan viejo como el resto, desde luego, pero más sabe el diablo por viejo que por diablo y el diablo es europeo, qué duda cabe. A esas conclusiones llego por la tarde, cuando ya ha pasado la mitad del día, a esa hora tranquila en que el sol se cuela goloso por los resquicios de mi habitación oscurecida; leo Las palabras y las cosas de Foucault... qué título tan bien elegido, qué capacidad para la sintaxis. Primero, el discurso; después, el mundo desplegando sus elementos. Qué más da que los avances de la medicina nos hagan vivir más de 100 años cuando cada día pasa tan deprisa... los aviones, los satélites. El otro día, alguien a quien quiero mucho me dijo eso: "qué rápido pasa el tiempo". Pienso mucho en él algunas tardes, cuando me quedo como disecado entre las sábanas de la siesta, escuchando a las golondrinas, ahogado en mi culpa, esa culpa que crece y crece y crece, al ritmo veloz de la más negra de las nubes de ceniza. Y pienso en lo mucho que he estrechado mi perímetro vital... a veces se reduce a mi casa, y dentro de mi casa al cuadrilátero de la pantalla del ordenador; cuando me aventuro, porque sigo sin tener coche, a las cuatro calles que más frecuento del centro de Jerez... otras a la cinta repetitiva del gimnasio al que voy. Quizás todo se deba a mi trabajo, cuya unidad de producción son las palabras, pero en número, o a esa manía mía, propia de lector empedernido, de acotar el mundo a un puñado de páginas, al límite minúsculo de un libro cuyas fronteras naturales son las manos de uno... uno ni siquiera necesita esconderse ante el libro para que todo lo que está alrededor desaparezca... y sin embargo, tengo ganas de caminar, de caminar y caminar, de llegar hasta las fuentes de Lahore cruzando los tejados de las ciudades, siguiendo las vías del tren, caminar hasta reventar. A veces me acuerdo de Madrid, la recreo como quien recrea a un muerto reciente, con la misma beatitud infinita, con el mismo pellizco, con el mismo asalto espiritual. Allí mi perímetro geográfico era más amplio, llegaba hasta más lejos, descubría cosas nuevas. A veces cogíamos el coche y salíamos... el sol del atardecer nos impedía mirar al frente. Hay días en que los recuerdos me aplastan como una mano ansiosa aplasta un cigarro. Y ahí estoy, escuchando mi música, rumiando mis libros, aquí y allí, y en ningún sitio. Y los días que pasan rápido, y las teclas que forman nombres de volcanes y yo en medio, acotando mi propio perímetro existencial, mirando mis cuentas, rascándome la piel, apuntando al discurso pero ahogado entre las cosas. Ahí está la terraza, y los tejados que se extienden a lo lejos. Ayer era un espectáculo observar el vuelo de las golondrinas, caótico, quizás en mi ignorancia, como golpes aleatorios a un piano, un tanto suicidas, atonales. Con su panza negra y dura como el fuselaje de los aviones, allí estaban, locas, casi chocándose contra los elementos, en mitad del mundo, a esa hora de la tarde en que uno no sabe si encender las luces artificiales y continuar, o quedarse quieto esperando a que caiga la noche.
jueves, abril 08, 2010
Arpeggi
Después de estar con mi madre y una amiga de ella, M., tomando café. Vuelvo a casa y siento el subidón que me da verla, porque no sólo ella me ha visto crecer a mí sino yo también a ella, y observo que a determinadas edades, la gente puede seguir aprendiendo, y seguir siendo guapa, y curiosa.
Suena Weird fishes/Arpeggi, de Radiohead, en mi iPod. Estoy en medio de esta fastuosa tarde de primavera, andando por la calle, con mi alergia primaveral pero feliz, pensando que sí, que quiero ir a Estambul, con L., con A. Que hay que renovarse o morir. Y que lo mejor de renovarse está en conocer a personas maravillosas y ofrecerles tu amistad, y que ellos te ofrezcan la suya, o te la renueven después de años de haberles perdido la pista. Así, de repente, sin tú esperarlo. A pesar de toda esta semana de pesadilla, con Telefónica, sin Internet, solo, con la escasez de trabajo, con la ruina económica, con el escándalo Garzón, sintiendo de lejos y de cerca lo cutre que puede ser este país, pero no importa, porque la tarde es hoy espléndida y estoy escuchando una canción bellísima en mi iPod.
Me cruzo con tres turistas gays por la calle. Maduros. Con esa limpieza en la mirada que te da estar lejos de casa, descubriendo el mundo, en el Mediterráneo. Me recuerdan a esos personajes de la escuela flamenca, a esos burgueses con barba y ojos inquietos de Franz Hals o Van Eyck, y pienso que es posible que todavía queden hombres interesantes en el mundo...
Estoy feliz y no sé muy bien por qué... no tengo motivos aparentes. Todo lo contrario... y luego, en un momento de arrebato, justo antes de llegar a casa, observando a la gente que vive, que respira, que habla por la calle, pienso que no debería autocastigarme más con mi novela, que tampoco pasa nada, que ya la escribirán otros por mí, que a veces basta con observar cómo el aire mueve los geranios, rojos como el cielo de la tarde, o cómo se mueven las páginas de ese prodigio de libro de Foucault que está sobre la mesa de la terraza... para sentir ese escalofrío vital, ese arpegio de ejecución breve y resonancia infinita.
Suena Weird fishes/Arpeggi, de Radiohead, en mi iPod. Estoy en medio de esta fastuosa tarde de primavera, andando por la calle, con mi alergia primaveral pero feliz, pensando que sí, que quiero ir a Estambul, con L., con A. Que hay que renovarse o morir. Y que lo mejor de renovarse está en conocer a personas maravillosas y ofrecerles tu amistad, y que ellos te ofrezcan la suya, o te la renueven después de años de haberles perdido la pista. Así, de repente, sin tú esperarlo. A pesar de toda esta semana de pesadilla, con Telefónica, sin Internet, solo, con la escasez de trabajo, con la ruina económica, con el escándalo Garzón, sintiendo de lejos y de cerca lo cutre que puede ser este país, pero no importa, porque la tarde es hoy espléndida y estoy escuchando una canción bellísima en mi iPod.
Me cruzo con tres turistas gays por la calle. Maduros. Con esa limpieza en la mirada que te da estar lejos de casa, descubriendo el mundo, en el Mediterráneo. Me recuerdan a esos personajes de la escuela flamenca, a esos burgueses con barba y ojos inquietos de Franz Hals o Van Eyck, y pienso que es posible que todavía queden hombres interesantes en el mundo...
Estoy feliz y no sé muy bien por qué... no tengo motivos aparentes. Todo lo contrario... y luego, en un momento de arrebato, justo antes de llegar a casa, observando a la gente que vive, que respira, que habla por la calle, pienso que no debería autocastigarme más con mi novela, que tampoco pasa nada, que ya la escribirán otros por mí, que a veces basta con observar cómo el aire mueve los geranios, rojos como el cielo de la tarde, o cómo se mueven las páginas de ese prodigio de libro de Foucault que está sobre la mesa de la terraza... para sentir ese escalofrío vital, ese arpegio de ejecución breve y resonancia infinita.
lunes, abril 05, 2010
Del odio como potentia spinoziana
Dadme una pistolita con infinitos cartuchos que ya hago yo el resto...
La puntita del iceberg
Todas las identidades tienen su punta del iceberg: esa parte entre más visible, más medible y más presta a la taxonomía o la exégesis, que sirve a la convención cultural para convertirla en categoría de sujeto.
La de marica tiene su puntita en la sexualidad. Grosso modo.
Pues bien, dado que hace meses que no ejerces y sigues "siéndolo", ejecutemos una proposición lógica a la inversa: a partir de ahora quedas autoinvestido como escritor. Apenas tienes producción, la novela te está costando más que un niño tonto y permaneces inédito. Pero lo que es, ES.
Querido mío, contigo que siempre me acuesto y siempre me levanto: bienvenido al mocho y vulgar párnaso 2.0 de los artistas.
Ya decía Judith Butler que no hay mayor acto de "apoderamiento" que el acto "performativo". Dices "soy" y lo eres.
Hala, a pegar codazos...
La de marica tiene su puntita en la sexualidad. Grosso modo.
Pues bien, dado que hace meses que no ejerces y sigues "siéndolo", ejecutemos una proposición lógica a la inversa: a partir de ahora quedas autoinvestido como escritor. Apenas tienes producción, la novela te está costando más que un niño tonto y permaneces inédito. Pero lo que es, ES.
Querido mío, contigo que siempre me acuesto y siempre me levanto: bienvenido al mocho y vulgar párnaso 2.0 de los artistas.
Ya decía Judith Butler que no hay mayor acto de "apoderamiento" que el acto "performativo". Dices "soy" y lo eres.
Hala, a pegar codazos...
sábado, marzo 27, 2010
Lo pensaré mañana
Cae la tarde y me asomo a la terraza. Me quedo en el dintel del gran ventanal de acceso observando la luna, todavía tenue, en el horizonte. En el equipo suena la Pasión según San Juan. El atardecer es, como siempre, una delicia. El sol se pone a mis espaldas, pintando de colores venecianos el cielo. Es ese canto del cisne de todos los días, tan hermoso. Pienso que me encantaría compartir este momento con alguien, compartirlo desde la emoción intelectual que me produce, como quien intenta compartir un libro que le gusta: el misterio del final de este sábado de primavera, el arrobo que me produce su desperezo, los colores conocidos de la tarde, la terraza que se abre a un mar de azoteas, la analogía que establezco entre ellas y las piscinas que aparecen en El nadador de Cheever, el gesto inspirado, veraniego y de epopeya contemporánea que hay al principio de ese cuento; de nuevo en casa, el dorado del parqué que como por arte de magia se va tiñendo de azules, la música de Bach, una manzana del frutero que parece pulida con cera, la alegría sosegada de un día de descanso sin altibajos, las campanas de las iglesias cercanas, la forma intrincada y anárquica en que los geranios se derraman por los maceteros que cuelgan de la verja que circunda el tragaluz, Bach otra vez, el plateado primitivo de esta nueva noche que ahora comienza...
Sin embargo, cayendo en la cuenta de esos libros que me gustaron y que traté de compartir con otros, mientras suena el coro "Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine" de la Pasión, descubro lo intransferible de ciertas emociones humanas. Al menos en su totalidad. Son como las ostras, que una vez fuera de sus valvas, pierden propiedades. Y por seguir con la conveniencia, se me ocurre que sólo algunas, con el transcurso del tiempo y la sedimentación, son capaces de producir perlas. Perlas como esas obras de arte en las que sólo algunas personas son capaces de crionizar emociones en gran medida intransferibles...
¿Es imposible la comunicación de eso que en filosofía se conoce como "lo sublime" sin que medie entre los interlocutores la obra de arte? ¿Estamos limitados a intercambios menos complejos como el placer sexual o la risa? ¿Por qué la fuerte emoción que nos causa un libro, una música o un paisaje es sólo comunicable a medias? Me viene a la cabeza ese pasaje de La divina comedia en que el poeta, de paseo por el infierno, se encuentra a Francesca da Rimini y a su amante Paolo Malatesta, hermano menor de su marido, que descubrieron su amor adúltero leyendo a cuatro ojos los amores de Lanzarote y Ginebra sobre un único libro. Los enamorados se leen uno a otro en voz alta; los matrimonios se enfrascan silenciosos en sendos libros ocupando cada uno su lado de la cama...
P.D. He intentado volcarme de nuevo en la novela pero el resultado sólo han sido un par de correcciones. Al salir a la terraza a fumar he pensado en este post. Me queda el consuelo de su utilización futura y parcial para algún pasaje de la novela. Hay días que me siento como Penélope, tejiendo y destejiendo por temor a un final. Necesito avanzar, aunque sea a trompicones. La música ya es otra, la Suite Lulu, de Alban Berg. Sí, lo pensaré mañana...
Sin embargo, cayendo en la cuenta de esos libros que me gustaron y que traté de compartir con otros, mientras suena el coro "Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine" de la Pasión, descubro lo intransferible de ciertas emociones humanas. Al menos en su totalidad. Son como las ostras, que una vez fuera de sus valvas, pierden propiedades. Y por seguir con la conveniencia, se me ocurre que sólo algunas, con el transcurso del tiempo y la sedimentación, son capaces de producir perlas. Perlas como esas obras de arte en las que sólo algunas personas son capaces de crionizar emociones en gran medida intransferibles...
¿Es imposible la comunicación de eso que en filosofía se conoce como "lo sublime" sin que medie entre los interlocutores la obra de arte? ¿Estamos limitados a intercambios menos complejos como el placer sexual o la risa? ¿Por qué la fuerte emoción que nos causa un libro, una música o un paisaje es sólo comunicable a medias? Me viene a la cabeza ese pasaje de La divina comedia en que el poeta, de paseo por el infierno, se encuentra a Francesca da Rimini y a su amante Paolo Malatesta, hermano menor de su marido, que descubrieron su amor adúltero leyendo a cuatro ojos los amores de Lanzarote y Ginebra sobre un único libro. Los enamorados se leen uno a otro en voz alta; los matrimonios se enfrascan silenciosos en sendos libros ocupando cada uno su lado de la cama...
P.D. He intentado volcarme de nuevo en la novela pero el resultado sólo han sido un par de correcciones. Al salir a la terraza a fumar he pensado en este post. Me queda el consuelo de su utilización futura y parcial para algún pasaje de la novela. Hay días que me siento como Penélope, tejiendo y destejiendo por temor a un final. Necesito avanzar, aunque sea a trompicones. La música ya es otra, la Suite Lulu, de Alban Berg. Sí, lo pensaré mañana...
miércoles, marzo 24, 2010
El espejo de Las meninas
Ayer me di cuenta, leyendo Las palabras y las cosas de Foucault, de un detalle de Las meninas: el reflejo de los reyes en el espejo del fondo no es fiel a la realidad ni a las leyes de la perspectiva. Es un reflejo "limpio": todo lo que queda entre el espejo y los reyes (que se supone ocupan el lugar del espectador del cuadro), esto es, el reverso de la escena representada, ha sido barrido, eliminado. No vemos ni la espalda del pintor, ni la espalda de la infanta Margarita ni la de su séquito. Tampoco vemos nada de la tela situada a la izquierda en primer término, tela en la que se entiende que el pintor está plasmando el retrato real. El uso de Las meninas que hace Foucault para exponer la no representación del sujeto en lo que él llama período clásico (hasta el siglo XVII) es tan brillante que me dejó boquiabierto...
viernes, marzo 19, 2010
Sobrecarga
He aquí el input de referencias (conscientes y con cierta huella) que entraron o se reprocesaron en mi sistema operativo en un día como el de ayer: Giovanni Battista Fontana, sonata, Morton Feldman, Samuel Beckett, Ryan McGinley, Anton Webern, Alnold Schënberg, Alex Ross, El ruido eterno, Rothko Chapel, Jenaro Talens, Las teorías salvajes, Pola Oloixarac, Lady Cavendish, Alpha Decay, Laurence Sterne, Vida y opiniones del caballero Tristán Shandy, Melpómene, musa del teatro, Godard, À bout de souffle, La ventana indiscreta, Jean Seberg, Jean-Paul Belmondo, Un verano con Mónica, Saul Bellow, Ingmar Bergman, expresionismo alemán, Golem, nueva objetividad, Walter Ruttmann, El gabinete del doctor Caligari, caligarismo, Fritz Lang, Metrópolis, John Cheever, John Updike, The New Yorker, Mille regretz, Carlos I, Josquin des Prés, Steve Reich, república de Weimar, Madoff, Cage, Farben, Raoul Coutard, zeitgeist, Sonic Youth, lieder, Dublinesca, Vila-Matas, Jorge Herralde, Ray Loriga, Vitra, Marifé de Triana, Un prophète, Berlín, sinfonía de una ciudad, Anita Berber, Otto Dix, etc.
jueves, marzo 18, 2010
La Canción del Emperador
Mille regrets
de vous abandonner
Et d'élonger
votre face amoureuse
J'ai si grand deuil
et peine douloureuse
Qu'on me verra
bref mes jours définer.
----------------------
Mil penas siento
de abandonaros
y dejar atrás
vuestro rostro amoroso
Tengo tan gran duelo
y dolorosa pena
que pronto se verá
el fin de mis días.
Canción anónima a la que puso música Josquin Despres hacia 1520.
Se dice que era la canción favorita de Carlos I.
de vous abandonner
Et d'élonger
votre face amoureuse
J'ai si grand deuil
et peine douloureuse
Qu'on me verra
bref mes jours définer.
----------------------
Mil penas siento
de abandonaros
y dejar atrás
vuestro rostro amoroso
Tengo tan gran duelo
y dolorosa pena
que pronto se verá
el fin de mis días.
Canción anónima a la que puso música Josquin Despres hacia 1520.
Se dice que era la canción favorita de Carlos I.
domingo, marzo 14, 2010
Diarios/Speculum
Acabas de ver la película de Tom Ford, una película que habla sobre el amor, la ausencia y el paso del tiempo, pero de la que sales con ganas de tomarte el gin&tonic perfecto en el vaso perfecto y en el decorado perfecto. Como ese lugar no existe, le dices al taxista que te deje en casa. Allí, después de dejar el abrigo y la bufanda sobre una silla, de poner un disco y de trastear en la cocina, tienes la sensación de estar jugando a las casitas. Un elemento flotante, parecido al de algunos sistemas de insonorización, parece separar el conjunto de tus actividades diarias de esa vida verdadera que está dentro de tu cabeza...
Piensas en esa extraña dolencia que a alguna gente (¿a ti también?) le hace sentir desinterés por el futuro y la refugia en las cosas pasadas. La melancolía. Si sólo estás predispuesto a volver a sentir aquello que ya sentiste y tu capacidad de sentir se obstruye en un determinado punto del presente, ¿no es fácil caer en el resentimiento?
Por las noches "atracas" los Diarios de John Cheever. Te sorprende su capacidad de descripción, sus visiones, su implacabilidad para consigo mismo. Lo achacas a su lectura de la biblia. A veces te deprime. Pasas dos, tres páginas, y han transcurrido meses, a veces casi un año. La vida pasa rápido, te dices. Te ves reflexionando sobre el tempo de los libros y sobre el tiempo que tardaron en escribirse. Los Diarios de Cheever no tienen indicaciones de fecha; sólo la anotación de un cumpleaños, del estreno de una película, de la aparición de una novela, te ayudan a contextualizar la época en que fue escrita cada línea...
Paran las lluvias y esa noche hace frío. Te metes bajo el edredón, tratas de ocupar toda la cama, cosa que casi nunca haces: bajo la oscuridad resonante, afuera el frío, te vienen a la cabeza los soportales de entrada del apartamento de verano de una amiga de la infancia, en la playa de Las Redes. El olor a mar, el césped al fondo y una pelota de tenis que rebota contra el suelo, produciendo un eco infinito. Luego recuerdas esos golpes en la cabeza de cuando eras pequeño: de repente caías al suelo y tu cabeza se estampaba contra el mármol. Más que dolor había una especie de silenciación absoluta, que derivaba en otro eco de timbre grave. A esos golpes no podrías sobrevivir hoy en día.
Teatro el miércoles: la versión flamenca del ballet Historia de un soldado, de Igor Stravinsky. Al volver a casa una llovizna finísima empapa las calles. Son unas gotas que de tan finas parecen haber transmutado al estado sólido. Tienen la consistencia del azúcar glasé. Te cruzas con dos hombres que comparten un mismo paraguas. Sus manos sostienen el mango muy juntas.
Semana absurda de trabajo. Una traducción que puedes hacer en dos días te lleva cinco. ¿Quién la ha redactado? ¿Un taiwanés con mínimos conocimientos de inglés? Te dicen que es la transcripción de una emisión web... estás cabreado, este mes no estás haciendo tus ingresos mínimos, pero la semana acaba con sol y escuchas el Bolero de Ravel durante toda la mañana, cosa que te pone contento.
En casa de tus padres, después del almuerzo, te echas sobre la cama y lees el famoso episodio de El tiempo recobrado en que el narrador pasea por el París de la Gran Guerra conversando con el barón de Charlus. Fantaseas con llevar al cine esa noche alucinante, ese paseo por las calles oscurecidas del París de hacia 1915, el cielo surcado de aviones de combate, la torre Eiffel apagada, rarezas que lanzan la imaginación del narrador al pueblo costero de su adolescencia, Balbec, con el cielo estrellado y limpio, o al Bagdag de Las mil y una noches. Es una noche en la que hace calor y el narrador, que siente una terrible sed después de dejar a Charlus, sabiéndose lejos de casa, en unas calles "retiradas del centro", decide entrar en una pensión que llama poderosamente su atención por lo iluminada que está y por el trasiego de hombres, muchos de ellos de uniforme, que entran y salen de ella. Es el burdel de hombres que lleva Jupien, el factótum del barón, y donde el narrador, en uno de los pasajes más fisgones de toda la novela, descubre las prácticas sadomasoquistas del barón, del que se acaba de despedir hace poco en la calle. Una película de aproximadamente hora y media en que se cuente todo este paseo, lleno de digresiones, en el ambiente caluroso y enrarecido del París de la primera guerra mundial...
Esta semana no has tocado tu novela. Inventas mil excusas para no tocarla. El temor a volver sobre lo ya escrito, a no progresar, a sumergirme en retoques infinitos, te lleva a eso...
Te gustaría que la casa estuviese más limpia, tener planes realistas de viajes, ver a F., pasar unos días agradables en el campo, cambiar de trabajo, una sorpresa.
La primavera está de camino y te sientes apurado.
Piensas en esa extraña dolencia que a alguna gente (¿a ti también?) le hace sentir desinterés por el futuro y la refugia en las cosas pasadas. La melancolía. Si sólo estás predispuesto a volver a sentir aquello que ya sentiste y tu capacidad de sentir se obstruye en un determinado punto del presente, ¿no es fácil caer en el resentimiento?
Por las noches "atracas" los Diarios de John Cheever. Te sorprende su capacidad de descripción, sus visiones, su implacabilidad para consigo mismo. Lo achacas a su lectura de la biblia. A veces te deprime. Pasas dos, tres páginas, y han transcurrido meses, a veces casi un año. La vida pasa rápido, te dices. Te ves reflexionando sobre el tempo de los libros y sobre el tiempo que tardaron en escribirse. Los Diarios de Cheever no tienen indicaciones de fecha; sólo la anotación de un cumpleaños, del estreno de una película, de la aparición de una novela, te ayudan a contextualizar la época en que fue escrita cada línea...
Paran las lluvias y esa noche hace frío. Te metes bajo el edredón, tratas de ocupar toda la cama, cosa que casi nunca haces: bajo la oscuridad resonante, afuera el frío, te vienen a la cabeza los soportales de entrada del apartamento de verano de una amiga de la infancia, en la playa de Las Redes. El olor a mar, el césped al fondo y una pelota de tenis que rebota contra el suelo, produciendo un eco infinito. Luego recuerdas esos golpes en la cabeza de cuando eras pequeño: de repente caías al suelo y tu cabeza se estampaba contra el mármol. Más que dolor había una especie de silenciación absoluta, que derivaba en otro eco de timbre grave. A esos golpes no podrías sobrevivir hoy en día.
Teatro el miércoles: la versión flamenca del ballet Historia de un soldado, de Igor Stravinsky. Al volver a casa una llovizna finísima empapa las calles. Son unas gotas que de tan finas parecen haber transmutado al estado sólido. Tienen la consistencia del azúcar glasé. Te cruzas con dos hombres que comparten un mismo paraguas. Sus manos sostienen el mango muy juntas.
Semana absurda de trabajo. Una traducción que puedes hacer en dos días te lleva cinco. ¿Quién la ha redactado? ¿Un taiwanés con mínimos conocimientos de inglés? Te dicen que es la transcripción de una emisión web... estás cabreado, este mes no estás haciendo tus ingresos mínimos, pero la semana acaba con sol y escuchas el Bolero de Ravel durante toda la mañana, cosa que te pone contento.
En casa de tus padres, después del almuerzo, te echas sobre la cama y lees el famoso episodio de El tiempo recobrado en que el narrador pasea por el París de la Gran Guerra conversando con el barón de Charlus. Fantaseas con llevar al cine esa noche alucinante, ese paseo por las calles oscurecidas del París de hacia 1915, el cielo surcado de aviones de combate, la torre Eiffel apagada, rarezas que lanzan la imaginación del narrador al pueblo costero de su adolescencia, Balbec, con el cielo estrellado y limpio, o al Bagdag de Las mil y una noches. Es una noche en la que hace calor y el narrador, que siente una terrible sed después de dejar a Charlus, sabiéndose lejos de casa, en unas calles "retiradas del centro", decide entrar en una pensión que llama poderosamente su atención por lo iluminada que está y por el trasiego de hombres, muchos de ellos de uniforme, que entran y salen de ella. Es el burdel de hombres que lleva Jupien, el factótum del barón, y donde el narrador, en uno de los pasajes más fisgones de toda la novela, descubre las prácticas sadomasoquistas del barón, del que se acaba de despedir hace poco en la calle. Una película de aproximadamente hora y media en que se cuente todo este paseo, lleno de digresiones, en el ambiente caluroso y enrarecido del París de la primera guerra mundial...
Esta semana no has tocado tu novela. Inventas mil excusas para no tocarla. El temor a volver sobre lo ya escrito, a no progresar, a sumergirme en retoques infinitos, te lleva a eso...
Te gustaría que la casa estuviese más limpia, tener planes realistas de viajes, ver a F., pasar unos días agradables en el campo, cambiar de trabajo, una sorpresa.
La primavera está de camino y te sientes apurado.
jueves, marzo 04, 2010
Un amanecer más temprano
Llegó a Madrid muy joven, como en segundo o tercero de carrera. Era una chica alta y competente, participativa (sobre todo en las reuniones del bar de la facultad), y antes de licenciarse, a pesar de no descollar demasiado en clase, ya ensartaba un trabajo con el siguiente. Al principio en cortometrajes de colegas, como chica para todo, luego de meritoria, de runner, de realizadora en programas de televisión, hasta que se asoció con un amigo, pidió un crédito en el banco un día de abundante lluvia y montó su propia productora de cine. Pero eso fue luego...
En aquellos años de universitaria tenía una fuerza y una vitalidad extraordinarias, que te llevaban a emparentarla con esas primeras colonas del oeste americano, de manos grandes y ojos inquietos, que dando un golpe en la mesa, como movidas repentinamente por esa consigna de "primero la obligación y luego la devoción", detenían en seco las risotadas con que acompañaban una reunión distendida y se levantaban de la silla con un hambre voraz por comerse el mundo. El mundo era un Madrid provinciano y raquítico, que estaba por hacer...
Cuando estaba acompañada, tenía una risa retumbante, aunque a menudo se reía a solas de sus propias cosas, en silencio. Se hacía mucha gracia a sí misma. El éxito, como quien dice, no le vino solo: siempre llegaba tarde a casa, apenas iba al supermercado, escuchaba música sólo en el coche (cuando iba de un sitio a otro) y si acudía a algún estreno lo hacía por motivos profesionales. Conocía a muchísima gente aunque su grupo de íntimos se reducía a unos cuantos colegas "de curro". Sin ser muy consciente de ello, prefería la compañía de los hombres a la de las mujeres. En un universo sólo transversal en apariencia, donde todo tendía a la asfixia de los "bajos fondos", es decir, al sector menos intelectual y cultivado de la pirámide profesional, estar a la hora del almuerzo rodeada de hombres, o mejor, ser aceptada codo con codo, bandeja con bandeja, como casi la única mujer, era una forma de destacar. Como al final todo se pega, en los últimos años, no sin cierta mala conciencia atávica (una conciencia que florecía especialmente cuando se alejaba de Madrid), se había ido deslizando, por esa extraña pendiente del deseo, hacia las puertas de Gomorra. Aunque odiaba la palabra lesbiana, ahora le gustaban más las mujeres. Pero le atraían de una forma muy hetero, muy anclada en la dicotomía: al igual que entre sus compañeros masculinos de trabajo aprovechaba su diferencia, en sus nuevas relaciones sexuales trataba también, aunque sin darse del todo cuenta, de interponer esa diferencia, no considerándose, de algún modo, una de aquellas. En el liminar mundo de la entomología, ella quería ser ese escarabajo raro aún por catalogar.
Con su vida sentimental le pasaba como con las películas que trataba de ver en casa: se entregaba con enorme ímpetu pero llegaba un punto en que el cansancio (más aún que el aburrimiento, que en realidad era un sentimiento desconocido para ella) la tumbaba y hacía que se perdiese el final. Por otra parte, su vida sexual era muy de "aquí te pillo, aquí te mato". De generación espontánea y volátil. No sufría por ello y, aunque sólo a los más íntimos, le encantaba contarla. Porque con los años había llegado a darse mucha importancia a sí misma, aunque era una importancia ajena a la presunción, como la de los idiotas o los locos. Contaba su vida a base de interrogaciones ("¿y sabes con quién me encontré?"), como tratando de crear grandes expectativas en su interlocutor...
Tenía un gusto vulgar. A falta de mundo interior, había ido cogiendo prestado. Como sus fuentes estaban tan limitadas y eran tan obvias, tan de su sector, el tono final era de un gris deprimente. Pero esto sólo lo apreciaba el ojo delicado; el común de los mortales no sólo aceptaba el resultado sino que solía alabarlo. Había sabido colocarse en una posición correcta y ciertos estereotipos de corrección estética tenían, incluso desde un punto de vista moral, el éxito garantizado. Le gustaba agradar, porque era la forma más rápida de sentirse querida, y qué mejor que olvidarse de una misma para conseguirlo. Al final había naturalizado esta estrategia: era su mayor desconocida. Su ego estaba muy marcado, pero era como el de esos héroes de novela de aventuras; era narrativo, anterior a la psicología. A la gente le caía bien; aunque su mérito no consistía en caer bien sino en no caer mal.
Jamás habría querido para sí la fama, ella estaba en otra vía, pero le gustaba sentirla próxima. Se daba cuenta de que esa segunda línea, esa retaguardia de los amigos o conocidos de famosos, donde ella estaba, tendría más oportunidades de sobrevivir a los vaivenes de la popularidad y, por tanto, ocuparía siempre un lugar en aquella "guerra". La vecindad de estos resplandores urbanos daba a su vida un brillo luminoso pero, a pesar del cambio de los tiempos, su historia no distaba tanto de la de sus abuelos, que volvieron ya jubilados al pueblo después de haber hecho "los madriles", trabajando como mulas, en ese ámbito putativo y engañoso, siempre contiguo, del "servicio doméstico".
Hace poco, estando yo de paso por Madrid, me la encontré en un restaurante. Estaba a un extremo de la mesa más larga del comedor, ruidosa y vocinglera. Me pareció ver por allí, sentados, a algunos rostros conocidos. Intercambiamos algunas frases de compromiso. Estuvo amable, como de costumbre. No había perdido el atractivo... me contó que su empresa estaba atravesando algunos problemas. "La crisis, ya sabes". Nos despedimos. Luego estuve un rato bailando con mis amigos y volví sola en taxi al hotel, ya amaneciendo. Entonces, mientras miraba por una de las ventanillas traseras aquel espectáculo de azules, rosas y dorados diáfanos, de calles recién regadas, de cornisas monumentales, entre recuerdos de mis años mozos en aquella ciudad, la imaginé en ese momento del día, quizás el más íntimo de todos los suyos, al volante de su coche, empezando la jornada, con apenas un café en el estómago, dispuesta a comerse el mundo... ese Madrid que ya estaba hecho, aunque de aquella manera.
En aquellos años de universitaria tenía una fuerza y una vitalidad extraordinarias, que te llevaban a emparentarla con esas primeras colonas del oeste americano, de manos grandes y ojos inquietos, que dando un golpe en la mesa, como movidas repentinamente por esa consigna de "primero la obligación y luego la devoción", detenían en seco las risotadas con que acompañaban una reunión distendida y se levantaban de la silla con un hambre voraz por comerse el mundo. El mundo era un Madrid provinciano y raquítico, que estaba por hacer...
Cuando estaba acompañada, tenía una risa retumbante, aunque a menudo se reía a solas de sus propias cosas, en silencio. Se hacía mucha gracia a sí misma. El éxito, como quien dice, no le vino solo: siempre llegaba tarde a casa, apenas iba al supermercado, escuchaba música sólo en el coche (cuando iba de un sitio a otro) y si acudía a algún estreno lo hacía por motivos profesionales. Conocía a muchísima gente aunque su grupo de íntimos se reducía a unos cuantos colegas "de curro". Sin ser muy consciente de ello, prefería la compañía de los hombres a la de las mujeres. En un universo sólo transversal en apariencia, donde todo tendía a la asfixia de los "bajos fondos", es decir, al sector menos intelectual y cultivado de la pirámide profesional, estar a la hora del almuerzo rodeada de hombres, o mejor, ser aceptada codo con codo, bandeja con bandeja, como casi la única mujer, era una forma de destacar. Como al final todo se pega, en los últimos años, no sin cierta mala conciencia atávica (una conciencia que florecía especialmente cuando se alejaba de Madrid), se había ido deslizando, por esa extraña pendiente del deseo, hacia las puertas de Gomorra. Aunque odiaba la palabra lesbiana, ahora le gustaban más las mujeres. Pero le atraían de una forma muy hetero, muy anclada en la dicotomía: al igual que entre sus compañeros masculinos de trabajo aprovechaba su diferencia, en sus nuevas relaciones sexuales trataba también, aunque sin darse del todo cuenta, de interponer esa diferencia, no considerándose, de algún modo, una de aquellas. En el liminar mundo de la entomología, ella quería ser ese escarabajo raro aún por catalogar.
Con su vida sentimental le pasaba como con las películas que trataba de ver en casa: se entregaba con enorme ímpetu pero llegaba un punto en que el cansancio (más aún que el aburrimiento, que en realidad era un sentimiento desconocido para ella) la tumbaba y hacía que se perdiese el final. Por otra parte, su vida sexual era muy de "aquí te pillo, aquí te mato". De generación espontánea y volátil. No sufría por ello y, aunque sólo a los más íntimos, le encantaba contarla. Porque con los años había llegado a darse mucha importancia a sí misma, aunque era una importancia ajena a la presunción, como la de los idiotas o los locos. Contaba su vida a base de interrogaciones ("¿y sabes con quién me encontré?"), como tratando de crear grandes expectativas en su interlocutor...
Tenía un gusto vulgar. A falta de mundo interior, había ido cogiendo prestado. Como sus fuentes estaban tan limitadas y eran tan obvias, tan de su sector, el tono final era de un gris deprimente. Pero esto sólo lo apreciaba el ojo delicado; el común de los mortales no sólo aceptaba el resultado sino que solía alabarlo. Había sabido colocarse en una posición correcta y ciertos estereotipos de corrección estética tenían, incluso desde un punto de vista moral, el éxito garantizado. Le gustaba agradar, porque era la forma más rápida de sentirse querida, y qué mejor que olvidarse de una misma para conseguirlo. Al final había naturalizado esta estrategia: era su mayor desconocida. Su ego estaba muy marcado, pero era como el de esos héroes de novela de aventuras; era narrativo, anterior a la psicología. A la gente le caía bien; aunque su mérito no consistía en caer bien sino en no caer mal.
Jamás habría querido para sí la fama, ella estaba en otra vía, pero le gustaba sentirla próxima. Se daba cuenta de que esa segunda línea, esa retaguardia de los amigos o conocidos de famosos, donde ella estaba, tendría más oportunidades de sobrevivir a los vaivenes de la popularidad y, por tanto, ocuparía siempre un lugar en aquella "guerra". La vecindad de estos resplandores urbanos daba a su vida un brillo luminoso pero, a pesar del cambio de los tiempos, su historia no distaba tanto de la de sus abuelos, que volvieron ya jubilados al pueblo después de haber hecho "los madriles", trabajando como mulas, en ese ámbito putativo y engañoso, siempre contiguo, del "servicio doméstico".
Hace poco, estando yo de paso por Madrid, me la encontré en un restaurante. Estaba a un extremo de la mesa más larga del comedor, ruidosa y vocinglera. Me pareció ver por allí, sentados, a algunos rostros conocidos. Intercambiamos algunas frases de compromiso. Estuvo amable, como de costumbre. No había perdido el atractivo... me contó que su empresa estaba atravesando algunos problemas. "La crisis, ya sabes". Nos despedimos. Luego estuve un rato bailando con mis amigos y volví sola en taxi al hotel, ya amaneciendo. Entonces, mientras miraba por una de las ventanillas traseras aquel espectáculo de azules, rosas y dorados diáfanos, de calles recién regadas, de cornisas monumentales, entre recuerdos de mis años mozos en aquella ciudad, la imaginé en ese momento del día, quizás el más íntimo de todos los suyos, al volante de su coche, empezando la jornada, con apenas un café en el estómago, dispuesta a comerse el mundo... ese Madrid que ya estaba hecho, aunque de aquella manera.
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