Ayer, tras quince años de adhesión, de acompañarme a cada ciudad en la que he vivido y de viajar conmigo en cada mudanza que he hecho, de interrupciones y reanudaciones varias, terminé de leer En busca del tiempo perdido, el ciclo de novelas de Marcel Proust. Curiosamente cerré el último volumen en el mismo lugar donde abrí el primero: mi cuarto de adolescente. Fue mi padre el que me regaló la edición que tengo, de Alianza, cuando cumplí dieciocho años. Gran novela, imperfecta y sublime: "Me producía un sentimiento de fatiga y de miedo percibir que todo aquel tiempo tan largo no sólo había sido vivido, pensado, segregado por mí sin una sola interrupción, sentir que era mi vida, que era yo mismo, sino también que tenía que mantenerlo cada minuto amarrado a mí, que me sostenía, encaramado yo en su cima vertiginosa, que no podía moverme sin moverlo. (...) Me daba vértigo ver tantos años debajo de mí, aunque en mí, como si yo tuviera leguas de estatura. (...) Si me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra, lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días".
Por otra parte, hoy he terminado mi primer relato de "madurez" del que creo sentirme en gran parte satisfecho. No sé cómo será dentro de unos años, de unos meses, de unos días quizás. Pero hacía mucho tiempo que no terminaba algo que me gustase, que superase el elevado nivel de mi autoexigencia. Posiblemente no me ocurría algo parecido desde la época en que mi padre me regaló la obra de Proust que terminé ayer. A los dioses huidos lo he titulado.
Veía necesario anotar estas dos fechas.
viernes, junio 18, 2010
¿Y bien?
Leo a propósito del horrible crimen cometido por las hermanas Papin contra sus señoras en la década de 1930 (que luego sirvió de inspiración a Jean Genet para "Las criadas"):
"El juicio de las hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad. Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios. De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional europea. Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese "¿Y bien?" mortal".
"¿Y bien?" fue lo que añadió la señora al silencio de una de las chicas tras preguntarle que por qué no había limpiado la plata. Esa "pregunta" fue contestada con una saña y un furor diabólicos.
Cita extraída de El País, Ángel Fernández-Santos: "El furor mortal de las hermanas Papin".
"El juicio de las hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad. Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios. De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional europea. Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese "¿Y bien?" mortal".
"¿Y bien?" fue lo que añadió la señora al silencio de una de las chicas tras preguntarle que por qué no había limpiado la plata. Esa "pregunta" fue contestada con una saña y un furor diabólicos.
Cita extraída de El País, Ángel Fernández-Santos: "El furor mortal de las hermanas Papin".
miércoles, junio 16, 2010
Passacaglia
En mi calle
hay tal olor a mierda
que pareciera
que un caballo gigante,
venido directamente del Olimpo,
errase por ella de madrugada...
olisqueando las almas inquietas.
hay tal olor a mierda
que pareciera
que un caballo gigante,
venido directamente del Olimpo,
errase por ella de madrugada...
olisqueando las almas inquietas.
lunes, junio 14, 2010
Oigo el viento de otro planeta...
En El ruido eterno, dice Alex Ross a propósito del Trío para violín, trompa y piano de György Ligeti: "El Trío con trompa de Ligeti de 1982 comienza con una variación distorsionada del motivo de la "despedida" de la Sonata para piano op.81a de Beethoven. Concluye con un Lamento, un paisaje devastado de gritos agonizantes, en el que el compositor parece volver la vista sobre un siglo que acabó con la mayor parte de su familia y con su fe en la humanidad. Pero la armonía nunca se vuelve tan lúgubre como podría. Leves tríadas, extendidas sobre muchas octavas, proporcionan un temblor de esperanza. Al final, tres notas brillan en medio de la noche: un Sol, en el registro más grave de la trompa; un Do, en el más agudo del violín; y un La, que suena débilmente en el registro central del piano. Estas mismas notas aparecen en orden inverso al comienzo del último movimiento del último Cuarteto de cuerda de Beethoven, en Fa mayor: la música a la que el compositor añadió las palabras "Es muss sein!" ("¡Debe ser así!")".
Este Lamento, último movimiento del Trío para violín, trompa y piano de Ligeti, combinación de instrumentos cuyo único antecedente está escrito por Brahms, es ciertamente una de las músicas más bellas que he escuchado jamás. Como alguien dijo al referirse al cuarteto nº2 de Alnold Schöenberg, con el que queda inaugurada la atonalidad en la música contemporánea, en ella se oye el viento de otro planeta.
Este Lamento, último movimiento del Trío para violín, trompa y piano de Ligeti, combinación de instrumentos cuyo único antecedente está escrito por Brahms, es ciertamente una de las músicas más bellas que he escuchado jamás. Como alguien dijo al referirse al cuarteto nº2 de Alnold Schöenberg, con el que queda inaugurada la atonalidad en la música contemporánea, en ella se oye el viento de otro planeta.
martes, junio 01, 2010
Vértigo, de W.G. Sebald
Hay una mujer, estadounidense y judía (aunque muy crítica con las políticas de EE.UU. y de Israel), lesbiana (aunque misteriosamente armarizada), y muy afín a cierta tradición intelectural europea (su cadáver yace en un cementerio de París), con la que tengo una gran deuda cultural pendiente. Su nombre resulta fácil de adivinar: es Susan Sontag, una mujer guapa y valiente, inteligente y de gustos inquebrantables, que algunos podrían tachar incluso de esnob. En la época en que Internet no existía para el gran público (y de esto tampoco hace tanto: sólo doce o trece años), su lectura era un hiperenlace perfecto a otras lecturas que de buena tinta sabías que te iban a gustar. No te hacía perder el tiempo. Era como una adolescente ansiosa de conocimientos: un alma inquieta, siempre dispuesta a jugar al bellísimo juego del "sorpréndeme". El día que Sontag se fue, después de luchar con fiereza contra un cáncer al que años antes creía haber ganado la batalla, sentí su muerte de la forma egoísta en que se siente la muerte de alguien familiar y cercano: ya nunca más me "sorprendería" de nuevo, no nos encontraríamos jamás sobre la faz de la tierra: sólo me quedaría releerla; con suerte, leer aquello que su editor publicase póstumamente (¿sus Diarios quizás?); visitar su tumba en el cementerio de Montparnasse (cosa que aún tengo pendiente). Ella ha sido una de mis grandes formadoras. Porque desde que en mis años universitarios cayó en mis manos su Contra la interpretación, han sido muchos los nombres que la lectura de este y otros de sus ensayos me han ido revelando. Se me ocurren Godard, Bresson y Resnais; Simone Weil, Michel Leiris y Nathalie Sarraute; Machado de Assis, Gombrowicz y Danilo Kiš, Joseph Brodksy y uno de los últimos: el escritor alemán, fallecido en accidente de tráfico hace unos años, W.G. Sebald. De él, estoy leyendo estos días su conjunto de relatos adyacentes titulado Vértigo.
Vértigo se compone de cuatro piezas cortas: "Beyle y el extraño hecho del amor", "All'estero", "Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva" e "Il ritorno in patria". El detonante de estos relatos, que ya está en otro libro suyo que leí, Los emigrados, y en el homenaje que hace a Robert Walser en su brevísimo ensayo El paseante solitario, que también leí, es siempre el mismo: un narrador, que a la sazón responde a las mismas iniciales que Sebald, decide emprender un viaje no muy programado (tampoco muy largo) con la intención de liberar el alma de algún bloqueo intelectual o de algún estado connivente con la melancolía. Cuando el narrador opta por abandonar la primera persona, como es el caso del primer y del tercer relato que forman Vértigo, se refugia en algún episodio menor de la vida de algún personaje histórico célebre, normalmente escritor: Stendhal y Kafka, en el caso de los relatos mencionados anteriormente.
Los viajes que inicia el narrador, o en los que se recrea cuando opta por la vida de los otros, son viajes a la antigua usanza, pero nunca travesías: abarcan varios países pero no varios continentes (van de Viena a Verona, de Viena a W., su pueblo natal, pasando por Innsbruck, de un condado de Inglaterra a otro, de Venecia a Riva). Son viajes en espiral: empiezan con la salida imperiosa de un sitio pero nunca se sabe dónde terminan; tampoco se sabe cuál será el próximo destino de la próxima jornada; es posible que un acontecimiento imprevisto lleve al narrador a desviarse hacia otro sitio que no tenía pensado visitar... son paseos solitarios al estilo del flâneur de Baudelaire. El narrador, normalmente solo, vagabundea por una ciudad, o de una ciudad a otra, en espirales nada programadas. El narrador, que suponemos que es escritor o profesor, toma apuntes, pierde el tiempo en el bar de una estación de trenes, se acuerda de que quiere visitar un convento perdido donde escuchó que hay unos frescos de Giotto interesantes, recala por casualidad en un jardín, descubre leyendo el periódico o una novela un lugar a escasos kilómetros de donde está por el que empieza a sentir una repentina curiosidad... desde este punto de vista, es la experiencia contraria al turismo. No existen hitos que visitar, no hay programa: los lugares que frecuenta suelen ser secundarios, más anecdóticos que históricos, marginales. El narrador los visita con un extraño entusiasmo; no son las guías las que nos despiertan el fetichismo por un determinado emplazamiento donde vivieron tales o cuales archiduques... es nuestro propio estado del alma el que nos hace gozar o ensombrecernos ante el membrete anticuado de un hotel o una noticia de 1913 descubierta en la hemeroteca desierta de una biblioteca olvidada. A diferencia de los relatos policíacos o de misterio, donde las casualidades surgen como por arte de magia, el narrador de Vértigo se esfuerza por hallar huellas paralelas a las suyas, hay un trabajo previo a tal o cual espejismo, a tal o cual duplicación, a tal o cual semejanza. La Italia de Vértigo, por ejemplo, dista mucho de la de las postales: es un lugar misterioso y a veces lúgubre, donde los locales son descorteses y ásperos y donde un paso en falso en la pronunciación de una dirección o un nombre del que pedimos indicaciones, nos puede costar un mal gesto, un vergonzante rechazo.
Los libros de Sebald van ilustrados con fotografías en blanco y negro de los lugares y pormenores que comenta en sus páginas. Producen un extraño escalofrío. A diferencia de las fotografías de Sophie Calle, que son las que desencadenan el recuerdo y el relato, las fotografías de Sebald, a veces difíciles de apreciar en sus detalles, sólo están ahí a modo de testimonio hiperrealista, de prenda, de garantía, como para confundirnos sobre la ficción de lo que estamos leyendo, como para vendernos como íntegra una experiencia que sólo es real en parte.
La escritura de Sebald es muy hermosa. Es acertada y sonora (incluso en sus traducciones). Es rica, descriptiva. Poética. Tiene la manera de Proust, es una escritura de la memoria. De ahí que muchos hayan querido ver en él a uno de esos hijos de la debacle germánica que expurgan inconscientemente su culpa tratando de reconstruir el escenario histórico de un extraño aunque real pasado. Yo no lo veo así exactamente. Sebald es simplemente, como Walser, un paseante solitario, que recoge con su mirada cansada y melancólica los estertores del tiempo. En él no hay ampulosidad, ni ajuste de cuentas con el pasado. Hay una mezcla de asombro y aburrimiento que está más a tono con el último Benjamin, el del Libro de los Pasajes. Claro que es un escritor culto, difícil, pero su erudición, a diferencia de ese cazador que era Borges, es una especie de hallazgo. Un hallazgo luctuoso. Sebald parece acordarse de esa cita bíblica de Isaías que tanto obsesionó al romanticismo alemán, desde Schiller a Bramhs: "Toda carne es hierba, y toda su hermosura como la flor del campo:...¡sécase la hierba, se marchita la flor, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre!".
Posiblemente, alguien pensará, que no sea Sebald la mejor de las lecturas para mi estado actual. Yo creo que es al contrario: después de ir probando remedios literarios que ni fú ni fá (Las teorías salvajes, el final de El tiempo recobrado), por fin he dado con la medicación perfecta. Ya lo decía Wilde: la literatura es buena o mala. A mí, la que peor resaca me deja es la mala. Me da igual que en ella haya felicidad, piscinas, polvos de vello de punta y champán francés.
Vértigo se compone de cuatro piezas cortas: "Beyle y el extraño hecho del amor", "All'estero", "Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva" e "Il ritorno in patria". El detonante de estos relatos, que ya está en otro libro suyo que leí, Los emigrados, y en el homenaje que hace a Robert Walser en su brevísimo ensayo El paseante solitario, que también leí, es siempre el mismo: un narrador, que a la sazón responde a las mismas iniciales que Sebald, decide emprender un viaje no muy programado (tampoco muy largo) con la intención de liberar el alma de algún bloqueo intelectual o de algún estado connivente con la melancolía. Cuando el narrador opta por abandonar la primera persona, como es el caso del primer y del tercer relato que forman Vértigo, se refugia en algún episodio menor de la vida de algún personaje histórico célebre, normalmente escritor: Stendhal y Kafka, en el caso de los relatos mencionados anteriormente.
Los viajes que inicia el narrador, o en los que se recrea cuando opta por la vida de los otros, son viajes a la antigua usanza, pero nunca travesías: abarcan varios países pero no varios continentes (van de Viena a Verona, de Viena a W., su pueblo natal, pasando por Innsbruck, de un condado de Inglaterra a otro, de Venecia a Riva). Son viajes en espiral: empiezan con la salida imperiosa de un sitio pero nunca se sabe dónde terminan; tampoco se sabe cuál será el próximo destino de la próxima jornada; es posible que un acontecimiento imprevisto lleve al narrador a desviarse hacia otro sitio que no tenía pensado visitar... son paseos solitarios al estilo del flâneur de Baudelaire. El narrador, normalmente solo, vagabundea por una ciudad, o de una ciudad a otra, en espirales nada programadas. El narrador, que suponemos que es escritor o profesor, toma apuntes, pierde el tiempo en el bar de una estación de trenes, se acuerda de que quiere visitar un convento perdido donde escuchó que hay unos frescos de Giotto interesantes, recala por casualidad en un jardín, descubre leyendo el periódico o una novela un lugar a escasos kilómetros de donde está por el que empieza a sentir una repentina curiosidad... desde este punto de vista, es la experiencia contraria al turismo. No existen hitos que visitar, no hay programa: los lugares que frecuenta suelen ser secundarios, más anecdóticos que históricos, marginales. El narrador los visita con un extraño entusiasmo; no son las guías las que nos despiertan el fetichismo por un determinado emplazamiento donde vivieron tales o cuales archiduques... es nuestro propio estado del alma el que nos hace gozar o ensombrecernos ante el membrete anticuado de un hotel o una noticia de 1913 descubierta en la hemeroteca desierta de una biblioteca olvidada. A diferencia de los relatos policíacos o de misterio, donde las casualidades surgen como por arte de magia, el narrador de Vértigo se esfuerza por hallar huellas paralelas a las suyas, hay un trabajo previo a tal o cual espejismo, a tal o cual duplicación, a tal o cual semejanza. La Italia de Vértigo, por ejemplo, dista mucho de la de las postales: es un lugar misterioso y a veces lúgubre, donde los locales son descorteses y ásperos y donde un paso en falso en la pronunciación de una dirección o un nombre del que pedimos indicaciones, nos puede costar un mal gesto, un vergonzante rechazo.
Los libros de Sebald van ilustrados con fotografías en blanco y negro de los lugares y pormenores que comenta en sus páginas. Producen un extraño escalofrío. A diferencia de las fotografías de Sophie Calle, que son las que desencadenan el recuerdo y el relato, las fotografías de Sebald, a veces difíciles de apreciar en sus detalles, sólo están ahí a modo de testimonio hiperrealista, de prenda, de garantía, como para confundirnos sobre la ficción de lo que estamos leyendo, como para vendernos como íntegra una experiencia que sólo es real en parte.
La escritura de Sebald es muy hermosa. Es acertada y sonora (incluso en sus traducciones). Es rica, descriptiva. Poética. Tiene la manera de Proust, es una escritura de la memoria. De ahí que muchos hayan querido ver en él a uno de esos hijos de la debacle germánica que expurgan inconscientemente su culpa tratando de reconstruir el escenario histórico de un extraño aunque real pasado. Yo no lo veo así exactamente. Sebald es simplemente, como Walser, un paseante solitario, que recoge con su mirada cansada y melancólica los estertores del tiempo. En él no hay ampulosidad, ni ajuste de cuentas con el pasado. Hay una mezcla de asombro y aburrimiento que está más a tono con el último Benjamin, el del Libro de los Pasajes. Claro que es un escritor culto, difícil, pero su erudición, a diferencia de ese cazador que era Borges, es una especie de hallazgo. Un hallazgo luctuoso. Sebald parece acordarse de esa cita bíblica de Isaías que tanto obsesionó al romanticismo alemán, desde Schiller a Bramhs: "Toda carne es hierba, y toda su hermosura como la flor del campo:...¡sécase la hierba, se marchita la flor, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre!".
Posiblemente, alguien pensará, que no sea Sebald la mejor de las lecturas para mi estado actual. Yo creo que es al contrario: después de ir probando remedios literarios que ni fú ni fá (Las teorías salvajes, el final de El tiempo recobrado), por fin he dado con la medicación perfecta. Ya lo decía Wilde: la literatura es buena o mala. A mí, la que peor resaca me deja es la mala. Me da igual que en ella haya felicidad, piscinas, polvos de vello de punta y champán francés.
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