Estaba a punto de hundir mi conciencia en la incógnita futura del sueño, un sueño que quizás nunca recordase, cuando el fantasma del pasado me ha sacudido para devolverme de inmediato al estado de vigilia. El fantasma no era otro que una calle, una calle borrosa, como de atrezzo, de una ciudad real en la que vivía no hace mucho tiempo. Yo voy por esa calle... curiosamente, camino de casa; nunca saliendo de ella. En esta ciudad llevaba una existencia parecida a la que llevo ahora, aunque decididamente distinta, sobre todo en relación con el futuro. Lo que está en juego, l'enjeu, es siempre esa concomitancia que mantenemos con nuestro futuro. Un elemento arquitectónico, la perspectiva de una zona frondosa de árboles, el descanso vacío que procura a la vista el socavón de una gran plaza en el horizonte...
He achacado la aparición de ese fantasma a las reflexiones que leo en el libro Cinco caras de la modernidad, de Metei Calinescu, a propósito del concepto "moderno" y su vínculo con el tiempo lineal e irrepetible del Cristianismo. En el libro de Matei no paran de mal traducir el adjetivo inglés inconsistent por inconsistente, en lugar de por incoherente. A veces, la existencia de uno resulta absolutamente coherente (un relato bien hilado con retrato familiar de fondo) pero otras, su inconsistencia, producto de esa extraña intersección espacio-temporal que es un cuerpo y una vida, no deja de sorprenderme, deslizándome hacia lo que podría derivar en una ansiedad: un estado de vigilia permanente.
Mi memoria, muy selectiva y geográficamente diversa, borra de manera impía grandes lienzos de vida pasada. A veces me devuelve imágenes de una intimidad que, por envejecidas, o peor aún, por muertas, me resultan profundamente ajenas. Tiempos irrepetibles por los que no volveré a transitar jamás.
Sólo lo que todavía no ha pasado no envejece nunca.