Hoy, camino de la biblioteca para devolver un libro, he pasado por mi antigua casa, la primera que tuve en Sevilla. Me he acercado sigiloso por la calle estrecha y peatonal, sombría a ratos, que tantas veces bajé y subí, y me he topado con la fachada del palacio que estaba justo al lado. En la época en que vivía allí el palacio estaba en un estado ruinoso y el escudo heráldico de la puerta ennegrecido como el culo de una sartén vieja. Ahora, junto al balcón principal, hay un cartel enorme con el nombre de la empresa a la que la Junta de Andalucía ha encargado la restauración, y otro de la propia Junta en que se anuncia que el nuevo edificio pasará a alojar oficionas adicionales de la Consejería de Cultura, el edificio contiguo.
La fachada de mi antigua casa estaba vallada y sólo se podía acceder al portón. Unos obreros, con sus monos y cascos, subidos a una escalera, colocaban un enorme cable eléctrico. Parecía como si estuviesen luchando con una anaconda gigante. Dada la situación de tremenda concentración y la incomodidad de todo el despliegue, no he podido sentarme un rato para obligarme a recordar mientras me fumaba un cigarrillo. Al pasar por la angostura que dejaban las vallas frente a la puerta de entrada, me he girado para ver el patio. Allí estaba, detrás del portón ochentero de cristal y metales dorado y negro. En el patio había un par de banquitos incómodos y muchas macetas de gran tamaño con arbustos más o menos ornamentales. Y algún que otro naranjo. Era un patio por el que nunca pasaba (no era necesario atravesarlo para acceder a mi escalera), aunque me gustaba que estuviese allí, de fondo, mientras recogía la correspondencia ante la fila de buzones.
Ha sido un momento, el tiempo que dura el reconocimiento de un objeto no muy grande mientras uno camina, o una mirada de deseo disimulado a alguien que no queremos que nos descubra... sin embargo, el pasado se ha colado en mí como esa lluvia de gota gorda, propia de las tormentas de verano, que se cuela inesperadamente en las habitaciones antes de que nos dé tiempo a cerrar los balcones. Eso sí, ningún recuerdo en específico, tan sólo un golpe, algo abstracto, sólo el sabor indescriptible del pasado inundándolo todo. He querido pensar en algo, en algo importante, pero sólo me ha venido a la cabeza: ¡cómo pasa el tiempo!, en la tonalidad con que lo diría mi madre.
Luego, a medida que me alejaba de aquella dirección que tan poco me costó dejar cuando me ví forzado a ello (dios, estaba tan enamorado y era tan joven en aquella época), recordé un detalle: su azotea. Una azotea hermosa, sin mucha perspectiva, como suele pasar en Sevilla, pero jalonada en su horizonte por las torres barrocas de las iglesias vecinas. En aquella época yo vivía solo y F. no me hacía la colada, como ocurre ahora. Así que tenía que subir, normalmente cada dos o tres tardes, a tender la ropa. A veces me asomaba al silencioso interior del palacio, que estaba pegado al muro de mi piso, y observaba con zozobra el esqueleto de aquella casa noble.
Otras, todavía con las manos húmedas y oliendo a suavizante, me encendía un cigarrillo y observaba el horizonte de la tarde, con sus tonos rojizos o dorados, sentado a solas sobre algún poyete. La ciudad estaba cargada de promesas y yo recién llegado. La belleza de la tarde, la soledad buscada y encontrada, la incógnita del futuro, me hacían sentir un cosquilleo placentero, una leve excitación en el bajo vientre, como cuando queremos ir al baño y éste nos queda cerca y está limpio.
No recuerdo casi nada más de aquella época, que fue ayer (como quien dice).
Podría describir la ubicación de mis muebles de entonces y contar a quién conocí, y a quién invité a cenar a aquella casa, pero tales recuerdos no tienen cuerpo, han perdido fuerza, como una botella de cava que lleva semanas abierta en el frigo.
Tan sólo recuerdo la azotea. Ah, y que paraba los taxis como si mi vida fuese un capítulo de Sexo en Nueva York.
Debo dejar de escribir... me he instalado en la melancolía.