La lectura de Proust y su evocación de nombres de lugares y personas (los nombres de la aristocracia) me ha hecho recordar algunos de los grandes apellidos de la nobleza española. Nombres de ducados, marquesados, condados que nos traen a la memoria un retrato de Goya, una fortaleza castellana, un palacio madrileño de fachada sucia (ocupado hoy por oficinas), una nueva plaza andaluza ganada en la Reconquista. Nombres asociados con lugares del viejo reino de Castilla o Aragón, alejados de la costa y su ladrillo visto de ahora, nombres como "marquesado del Carpio", "ducado de Alba de Tormes", "ducado de Medinaceli", "ducado de Medina-Sidonia", "ducado de Lerma", "ducado del Infantado", "ducado de Segorbe"... apellidos de relumbrón, aisladamente comunes pero cuya combinación resulta histórica: "Álvarez de Toledo", "Solís-Beaumont", "Navia Osorio y Vigil", "Quiñones y la Rúa", "Fernández de Córdova", "Colón de Carvajal", "Téllez-Girón", "Fitz-James Stuart y Silva", "Falcó y Medina", "Bertrán de Lis", "Arteaga y Martín", "Pérez de Guzmán ", etc. Las personas que actualmente ostentan estos nombres suelen ser de una vulgaridad espantosa, ¡nobleza española rústica y reaccionaria!, en nada diferentes al resto. De hecho, su particular entrecruzamiento animalado (su pedigrí) los han vuelto feos como apariciones.
A pesar de su arribismo y snobismo burgués, ansioso de vieja nobleza, Proust se sorprende de que esos vestigios históricos aprendidos en el colegio (una batalla, un retrato antiquísimo de gran valía artística, un castillo de bóvedas antiguas) no hagan demasiada mella en los herederos actuales y de carne y hueso de esos nombres evocadores.
En la apreciación de la aristocracia hay una especie de nominalismo enfermizo, de perversión necrófila por tocar el pasado, por rozarse con esa reducida progenie documentada de la historia humana, por asir el momento en que el asesino, el derramador de sangre, el guerrero tribal se trastocó en noble a base de privilegios como el ocio, en que el caníbal se depuró a través de la endogamia, de saltarse la imposición divina de sudar la frente trabajando, convirtiendo este hecho en prerrogativa de los de su clase, clase apartada por sí misma - en nombre de dios - del resto de los hombres.
Oh, exquise décadence qui me bouleverse!
Prefiero quedarme con los nombres, de abadías y castillos, visitados ahora, cola y entrada en mano, una tarde de picnic y recuerdos históricos.