“Aquí está, caminante, la Roma entera, la graciosa, la santa, la putana. Tu laberinto de cada mañana, Roma que se venera y desvenera. Roma que te anonada y enaltece, que te pudre, te exalta, te enfurece. Un español te lleva de su mano y te repite, oh caminante, en vano: si entras en Roma no saldrás de Roma”.
Rafael Alberti
En Roma, a pesar de las ruinas, hay algo que te quita años de encima. El ambiente que encuentras en algunas calles, la sensación con la que te levantas ante un abrumador plan turístico, se parecen a los de los tiempos del instituto. No sé si es o no una ciudad segura, pero te sientes valiente y vital caminando por sus calles. Por la tarde una gama de ocres, naranjas y rosas. Por la mañana el verde de los pinos y el gris de las fuentes y de las ruinas. De repente una plaza, o una callecita, y al final una iglesia y en la iglesia una escultura y sales de la iglesia y ves una terraza y comes por la calle y ves a los gatos urgar en la basura. Y el orín de los romanos bajo las fachadas de los jesuítas. Y el olor de la tarde, y el amor virginal de las colinas y de las estatuas parlantes. Y el jersey caído por los hombros, como si fuera semana santa...
Roma es una ciudad difícil de ordenar. Todo en ella gira, se retuerce, se tira por los suelos, se eleva, se excava y se descubre, se esconde. Como la mole del coliseo, como la capa abandonada que parece formar el teatro Marcello.
Luego, en la isla Tiberina, miras a un lado y al otro. Pasa alguna moto y alguien te dice algo, algo obsceno, y todo gira... y de noche de nuevo las terrazas... y todo el mundo parece estar estudiando algo, y la gente guapa desaparece tras las ventanas de los palacios y todo gira... y vuelven los pájaros, y los versos de Goethe o de Keats, y la muerte en verano.... y las cuestas inclinadas... y el calor de la vida y la resurrección. Es verano, siempre verano.