...Era una noche fría y ventosa: el viento acariciaba los altos edificios de La Castellana con torpeza, originando un chirrido similar al que produce un principiante cuando pasa el arco por el vientre de un violín. Acompañados de mis padres, con las manos en los bolsillos de nuestros abrigos, F. y yo buscábamos el restaurante Sacha, escondido bajo los soportales atoldados de una zona residencial ajardinada. Estas zonas residenciales siempre me recuerdan a Jerez, a una parte de Jerez: a la zona de Manuel de la Quintana, un complejo de pisos de lujo construido en los sesenta, amplios, con su clasista distribución de puertas para el servicio y mostrador a la entrada para el portero. En uno de sus parquecitos, sentados en un banco, ya de madrugaba, nos dimos un beso S. y yo. Fue mi primer beso. Sólo se oía el ruído de los aspersores girando sobre el césped.
Aquella noche en Madrid las calles estaban prácticamente vacías, y los coches llenos de almas solitarias que escuchaban la radio. La noche de un día invernal. De un año, al final de una década.
Siempre que ejerces de guía en una ciudad, la sientes más tuya. Así fue aquella noche.
Llevo días despidiéndome de Madrid, de la forma enfermiza en que tiendo a despedirme de las cosas, con la mirada vaga, con esa asfixiante sensación de apego material.
La melancolía es una enfermedad emparentada con la penuria y la carencia. A falta de tesoros, a falta de ilusiones, bulimia de recuerdos y déjà-vus, reelaborados hasta la extenuación.
Miedo a cambiar, a abandonarme, a perderme en la traducción.
Pero la vida está en otra parte. Y la resurrección, el resurgimiento, exige que hayamos muerto. Noli me tangere.