El día había empezado y terminaba con muertes.
Por la mañana, al entrar en el estanco, había oído cómo el dueño respondía con consternación a un cliente: "Ha muerto. Esta noche. De pronto". Antes de decir esa frase, había pronunciado el nombre de una mujer, que ahora no podía recordar. Reconstruyó el diálogo mentalmente:
Cliente: "¿Qué tal...?
Dueño: "... ha muerto. Esta noche. De pronto".
Hacía días que no veía a la chica que normalmente le atendía. No sabía su nombre. Ella tampoco el suyo. Él pedía sus Gauloises y ella solía preguntarle: "¿uno o dos paquetes?".
La chica, en realidad, ya no lo era tanto. Estaba delgada y parecía sufrir mucho con la meteorología. Exageraba el gesto al hablar de estas cosas. Él suponía que simplemente se trataba de una forma de interactuar con el cliente, casi de entretenerse tras el mostrador.
Cuando le despacharon, permaneció un segundo frente al dueño y junto al otro cliente. Estuvo a punto de preguntar por ella pero no le pareció oportuno. Se fue de ahí con la duda, que lo acompañó todo el día. "Qué alegría me da verte", pensó que le diría la próxima vez que se encontrase con ella tras el mostrador. Ella no lo entendería del todo y haría algún comentario ampuloso sobre el tiempo...
Hacía calor. La gente caminaba más despacio que de costumbre y el asfalto había cobrado el aspecto gelatinoso de un reptil prehistórico.
Después de hacer unas compras en el mercado y de recoger unas chaquetas de la tintorería, pasó el día encerrado en casa. De alguna forma, estaba triste e impaciente. Asaltó varias veces el frigorífico e interrumpió compulsiva y repetidamente la marcha de su trabajo. Estuvo navegando por Internet sin tón ni són. Cambió varias veces su estado en FaceBook. Ponía discos que, apenas llegados a la mitad, cambiaba por otros. Fumó mucho.
Se tumbó sobre la cama para echar una siesta. No pudo. Las sábanas olían levemente a sudor y a saliva seca y un pensamiento denso le cubría el espíritu, aunque no acertaba a determinar cuál era. Los primeros días de calor son terribles: peor que un jetlag transatlántico.
La tarde pasó, como siempre. Ahora ya era de noche y seguía allí, frente al ordenador, contemplando un vídeo del 62 en que Céleste Albaret, el ama de llaves de Proust, narraba los últimos momentos de vida de "monsieur". Hablaba con emoción, sobre jeringuillas y médicos, sin haber perdido ese acento de montesa llegada a París antes de la Gran Guerra, con una dulzura anticuada, extraña. Se puso a hacer cuentas: "Si Proust murió en el 22, ¿qué edad tenía Céleste entonces para no resultar tan mayor en este vídeo?". Las imágenes de Proust recién difunto le impresionaron. Una barba espesa pero esmerada le cubría la mitad del rostro. Los párpados de los ojos, macizos, le recordaron esos de plástico de las muñecas antiguas, que se cerraban al ponerlas en horizontal. Con el ratón, deslizó rápidamente el control de reproducción hacia adelante y sintió como si un insecto con muchas patas cruzase a toda velocidad por su espalda. Pensó en la mujer del estanco.
Una espesa oscuridad se apoderó intensamente de la casa. Inevitable como el olor a gasolina. Bajo el balcón del dormitorio se escuchaban las voces de los grupos de chavales que se reunían allí antes o después de entrar en los bares de la zona. Sintió ganas de ponerle rostro a cada voz, pero estaba acostado, con los ojos apretados y los dedos de los pies bien abiertos. Desde el balcón llegaban las primeras brisas de aquella larga jornada y, con ellas, la promesa de cierta paz, de cierto reposo.