jueves, febrero 24, 2011
Ida y vuelta
Así que allí estaba yo, bajo el refugio de los andenes de la estación, un destacable ejemplo de la arquitectura regionalista de principios del siglo pasado, la luz de este radiante día de sol colándose a borbotones por la hendidura central de la estructura metálica, observando a un chico que llevaba bajo el brazo el último número de la edición americana del Vogue, conjeturando a qué profesión se dedicaría; un personaje curioso en mitad de todo aquel desorden de estudiantes, con la chaqueta primorosamente sujeta junto a la revista y el pelo con la largura perfecta para manoseárselo con desenfado mientras hablaba por el móvil - la revista y la chaqueta ahora sujetas bajo la entrepierna a fuerza de apretar los muslos - un gesto, el de tocarse el flequillo, inconsciente y a la vez elegante, con apariencia de muy estudiado, por eso de que se lo hemos visto hacer a una decena o más de actores, de ahora y de siempre. Entonces llegó el tren y me dirigí al último de sus vagones, porque era allí donde tenía asignado mi asiento, junto al pasillo, un espacio relativamente exiguo, o al menos así lo veo yo ahora, que apenas me separaba de dos veinteañeros, vestidos con sendas camisetas blancas de manga corta, que hablaban entre ellos sin apartar la vista de sus respectivos gadgets. Yo iba con mi libro de Sebald, Austerlitz, ligeramente abultado por el lápiz que, junto con una postal de una exposición sobre laberintos que había visto meses atrás en Barcelona, postal que representaba un dibujo antiguo parecido sin embargo a un ornamento chino y cuya leyenda rezaba "Lelio Pittoni, Gli artificiosi, varii et intricati quatro libri di laberinti, Mantua 1611", hacía las veces de separador. El chico que estaba en la otra orilla del pasillo desprendía un delicioso olor a suavizante, elección indudablemente de su madre, y quizás embriagado por esa ternura, quizás sencillamente distraído por su belleza, comencé a apartar los ojos del libro, resguardado tras las lentes parduscas de mis gafas de sol, y a fijarme en cómo el vello le nacía (o le moría, según se mire; lo cierto es que ahí se acortaba respecto al resto del antebrazo) a la altura de la muñeca, que, por simpatía con la mano y su dedo gordo - elemento éste que, al modo de las alas de los insectos, parecía cercano y lejano, ajeno y propio - no paraba de moverse con excitación. Mientras, pensaba cómo era posible que una generación con tantas ocupaciones sedentarias como la de aquel chico, hubiese desarrollado, en un porcentaje tan elevado, esos cuerpos espigados, de músculos alargados y fuertes... y a mi mente acudían las partes "gen", "genet", "net", ya de por sí nombres independientes, en lenguas diferentes, como puedo apreciar ahora que las escribo, sin atreverme a configurar con su totalidad la palabra "genética". Entonces, a modo de disciplina para no abandonar la lectura con tales pensamientos infructuosos, eché mano del lápiz, un prisma hexagonal fácilmente semejable a otros artefactos que sirven para dar la pauta, caso de la batuta o el látigo, y empecé a colocarlo debajo de cada línea que debía leer, sin necesidad de levantarlo de la página a medida que terminaba la línea, puesto que podía arrastrarlo cómodamente, sin pasarme lo más mínimo, gracias a sus seis lados y a la estabilidad que encontraban estos con el plano de la página. Sin embargo, a pesar de tropezar con magníficos fragmentos del tipo "al extinguirse cada vida, cómo el mundo, por decirlo así, se (salto de línea) vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innmumera (guión; salto de línea) bles lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, (etc.)", mis pensamientos, animados quizás por el traqueteo del tren, viajaban de un lugar a otro, y lo mismo la inscripción grabada sobre el lápiz, Institut d'Estudis Nord-americans, me llevaba al delicioso croissant que desayuné en una pastelería cercana a la plaça Molina de Barcelona, uno de los mejores que he probado en mi vida, momentos antes de hacer el TOEFL, que lo mismo otra mirada furtiva a la barba escasa y rala de mi compañero de vagón, con su boca pequeña y fresca y sus pestañas como de camello, me hacía detenerme (veloz, como cuando nos cierran un museo y queremos ver aún un par de salas) en la época de S., mi primer amor, cuyo perfil y suavizante, ahora lo descubría, estaban tan emparentados con los que tenía delante, casi veinte años más tarde. Antes de apearme en la estación de San Bernardo, en parte excitado, en parte aturdido, mientras hacía la cola que se había formado ante una de las puertas de salida y miraba a mi alrededor, pensé en esa película, de título perfectamente gerundio y que aún no he visto: Juventud en marcha, de Pedro Costa; ya en la calle, hacía un tiempo espléndido y las nubes estaban altas, blancas como picos nevados, y acaso llevado por ese movimiento de la mirada, el movimiento que uno tiende a ejecutar cuando está "au beau milieu" de un valle rodeado de montañas, recordé un día de invierno, inmediatamente anterior o posterior al día de navidad, en que paseé con F., su hermana y su sobrino por Zurich, una ciudad que en aquel día gélido pero resplandeciente parecía estar emplazada en mitad de una mesa de gala, con su cubertería y su vajilla y su cristalería, tocadas por el centelleante haz de reflejos de una gigantesca lámpara de araña, todo en orden pero vulnerable como un serpentín de piezas de dominó. Y luego, cuando me encontré con C., mi director de tesina, para almorzar, estuvimos hablando de Ginebra, porque él se desplaza ahora allí una vez por quincena para dar unos cursos en su universidad; una ciudad de la que sólo recuerdo la recepción del hotel en que pernoctamos F. y yo, también la disposición de la habitación, y me viene el fuerte olor a amoníaco del producto con que limpiaban la moqueta, y veo las hojas lanceoladas de los árboles perennes que ligeramente vibran al otro lado de las ventanas, cerradas a cal y canto para que no se escape el aire acondicionado, porque esta vez en Suiza hace calor. También recuerdo el largo paseo, melancólico, tan propio de los finales de verano (y ahora me viene tontamente a la mente Borges) que, ya por la tarde, hicimos hasta llegar a un restaurante carísimo y, desde el punto de vista gastronómico, olvidable, regentado por una reinona, en una edad más que madura, que parecía haberse quedado atrapado en algún año de los que van de 1975 a 1980, la ropa muy pegada al cuerpo, que estableció con nosotros una complicidad exacerbada, como si hubiésemos elegido su local para pedirnos matrimonio o para celebrar algún acontecimiento importante. Y vuelvo al almuerzo de hoy, que me ha llenado de esperanza, porque me encantan las buenas conversaciones, la comida rica, los sitios desenfadados, la gente guapa y pensar que ayer era como hoy y hoy será como mañana: en definitiva, el trasiego de un jueves luminoso, la cara caldeada por el vino, en un restaurante situado en una calle apartada de una ciudad verdadera, con su acontecer, el de la ciudad, digo, formado a partes iguales de designios y de azares, como la compra que he hecho momentos antes en la FNAC, Visions de l'amen, de Olivier Messiaen, un disco que en absoluto barajaba, pero que me bastó ver, solitario, con su portada naranja, el título discretamente colocado en la esquina superior izquierda, para saber que quería llevármelo conmigo a casa. Y mientras estaba en otra casa, la de J., que me ha ofrecido un café, he pensado si alguna vez me sabré desenvolver por la mía con tanta soltura, sin ese nerviosismo controlado que me caracteriza cuando tengo visita, y he decidido, una idea que no llevaré a cabo por el momento, pero impregnada por la determinación de las decisiones, qué duda cabe, que necesito un buen sofá que actúe como verdadero punto de fuga de todas mis ansiedades, porque un sofá es el centro de una casa, la auténtica piedra angular de un hogar confortable. Y luego he hecho algunas compras en El Corte Inglés (tabaco y perfume) y he cogido un taxi y he llegado corriendo, más por dentro que por fuera, a la estación de Santa Justa y he confirmado de nuevo lo triste que resulta una estación cuando uno está en proceso de vuelta, que es como una resaca, un mal menor, sí, pero mal al fin y al cabo. Y dentro del tren me he agarrado al libro como a un clavo ardiendo, pero esta vez no era yo el que estaba distraído sino que eran los demás los que me distraían, con sus tonos mayores y sus conversaciones "privadas" radiadas a todo el vagón a través del móvil, y he sentido el arrebato de leer algunas frases de Sebald en voz alta, para que toda esa vulgaridad circundante saltase por los aires, esperando a lo mejor un pasmo entre el gentío como el que causó la contemplación del retrato de Inocencio X al ser mostrado por Velázquez en los aposentos papales, troppo vero, pero al final desistí y me puse a examinar las fotografías del libro y caí en una que hay casi al final, la estación de Austerlitz en París, y ya en Jerez, en el camino de vuelta a casa, recordé que allí, con dieciocho años recién cumplidos, en compañía de un amigo de entonces, ya desaparecido de mi mundo, perdí un tren, una noche espléndida de verano con las terrazas del boulevard Saint Germain en plena efervescencia, y que en el tiempo que transcurrió entre la visión desconsolada de aquella máquina que se alejaba inexorablemente en dirección sur y el gesto dichoso de empuñar el nuevo billete que nos llevaría a España al día siguiente, todavía ahogado por la carrera y confuso porque ahora no sabía decir si la dicha residía, más bien, en ver cómo el tren se separaba de nosotros y el desconsuelo, por el contrario, en el billete recién impreso que sujetaba en la mano, sentí de lleno, aunque sea hoy cuando por fin lo elaboro, el vértigo que discurre parejo a nuestra extraña existencia.