Intercambio con A., amiga de mi hermano, una serie de correos encantadores a propósito de este blog y del hecho de escribir: ¿cuándo deja la escritura de ser una terapia solitaria y se convierte en vanidosa literatura? ¿existe algo generoso en todo esto? ¿cuándo acaba el descontrol de las "ráfagas" y empieza la disciplina? ¿el "yo" que escribe es consciente de ese otro "yo", más social, que lee o, sobre todo, ha leído y leerá? ¿en el "yo" que escribe sabiéndose público, hasta dónde llega esa exigencia anónima y reverberada, salón de los espejos de nuestra noche oscura? Demasiados lugares comunes.
Últimamente son dos los que "sufro" de forma recurrente, relacionados en cierta forma: la imposibilidad de escribir en presente la alegría y el júbilo (que, aunque escasos, están ahí) y la predisposición al recuerdo (que, aun siendo alegre, no está fresco; su lejanía lo marchita).
La alegría tiene muy mala prensa, sólo el humor o su evocación parecen salvarla. Además, caduca en menos tiempo que una ostra... de ahí que la escritura, en tanto que acto de la memoria, sólo pueda rescatarla con ironía o en conserva, perdiendo parte de sus propiedades.
Lo del humor es harina de otro costal: lo tengo relegado a mi "yo" hablante. No es que no lo tenga, es que no sé cómo manipularlo, al menos de forma consciente. Supongo que dispara en mí toda una serie de recursos sociales cuya finalidad no veo muy clara desde esta posición en la que estoy ahora, frente al ordenador. Un artefacto complejo.
Sin embargo, la predisposición a la evocación, por ser quizás más obvia, la tengo más estudiada. Activar la memoria requiere pararse, estar casi físicamente quieto, a oscuras, haciendo esfuerzos por adaptar nuestros ojos a la falta de luz. Yo, que pensaba que era un desmemoriado, me veo literalmente asaltado por los recuerdos, algunos perdidos en el tiempo. El tiempo recobrado.
Cuando Proust nos demostró a todos que cualquier vida es susceptible de convertirse en literatura, en literatura de dimensiones enciclopédicas, había claudicado en gran parte de ella. Estaba rendido ante la enfermedad, tirado sobre una cama... aunque quizás todo esto sea demasiado injusto, porque fueron esos, sus últimos años, los de actividad más frenética, sus años más generosos, más fructíferos, los que lo salvaron del olvido.
¿Sólo se puede escribir desde la melancolía? ¿Todo ejercicio de memoria es melancólico? Evidentemente no. Sólo que algunos, además de egoistas, carecemos de imaginación...
En esa tradición introspectiva y carente, con matices, de imaginación (contrapuesta a El Quijote, por ejemplo) está toda esa literatura del espejo, del yo reescrito, explorado y escrutado, cuya andadura moderna quizás fuese iniciada por los Essaies de Michel de Montaigne. Y en esa senda está también Robert Burton, erudito inglés del siglo XVII y autor del libro que da nombre a esta entrada, Anatomía de la melancolía, tratado barroco donde los haya, uno de los libros favoritos de Djuna Barnes, que en palabras de Emil Cioran, es "sencillamente indigesto", aunque "poseedor del título más bello que se haya inventado jamás para un libro".
"Nos rascamos donde nos pica", afirma Burton en el prólogo de su descomunal trabajo.
Qué verdad. Y cuanto más nos rascamos más nos pica, añadiría yo.
Lo sé de buena tinta: "dermatitis atópica", me dijo en su día el especialista.