Al final estaban allí, frente a la casa de la bruja, tocando al timbre. Ante tanta desgracia incomprensible, Claudia se había visto abocada a la más racional de las explicaciones, que era a su vez la más irracional: el mal de ojo. Máximo había accedido a acompañarla al chalé de El Viso donde vivía la bruja, entre malhumorado e incrédulo. Se sentía cómplice involuntario de la locura de su mujer.
Tras identificarse y empujar la cancela observaron, mientras atravesaban el jardín, cómo una señora de mediana edad, el pelo recogido en un moño perfecto que no dejaba ni un cabo suelto, abría la puerta de entrada a la vivienda y los esperaba ahí quieta, sin soltar el pomo exterior de la puerta, la boca dibujando una media sonrisa. Claudia sintió un pequeño escalofrío de resignación. Estaba contrariada, como cuando uno sabe que debe ir al médico pero siente un enorme terror.
Les dio la mano a ambos y les pidió que la acompañasen. Sin maquillaje, como recién lavada, con las arrugas propias de una persona que ha sido feliz, su cara rezumaba elegancia, lo que produjo en ambos una buena impresión... un salto cualitativo hacia la confianza.
Máximo percibió que a pesar de la penumbra reinante (caía la tarde y apenas había luces encendidas), la decoración denotaba un enorme buen gusto, que al ponerse de manifiesto también en las ropas de la señora, hacía deducir que se debía a la misma persona: la propia bruja.
Cuando llegaron a una salita, en la que sí había un par de lámparas de mesa encendidas, les rogó que tomasen asiento en el sofá y les ofreció una taza de té. "Estaba preparándolo", dijo. Ambos aceptaron y se quedaron esperando sin mediar palabra. Claudia observó los cuadros (en su mayoría paisajes, aunque de diversos estilos y escuelas). Máximo hizo un repaso a los lomos de los libros que había en un enorme mueble-librería, a su izquierda; parecían buenos, nada que ver con el tipo de libros baratos que se venden en las tiendas de esoterismo.
Marta, que así se llamaba la señora, volvió con el servicio de té en una preciosa bandeja y fue entonces cuando a Claudia le extrañó que una mujer de su posición económica no tuviese una asistenta que la ayudase. El típico pensamiento rápido que no llega a cuajar.
Una vez sentados intercambiaron algunas frases de cortesía, probaron el té y Marta, tras quedarse durante un minúsculo lapso de tiempo observándoles con una mirada entre profunda y risueña, se llevó ambas manos unidas a las rodillas y, como valiéndose de ese gesto para levantarse, les espetó a ambos (a pesar de utilizar gramaticalmente el singular): "¿estás preparada?".
Sin esperar respuesta, que no la hubo, le pidió a Claudia que intercambiase con Máximo el sitio que ocupaban respectivamente en el sofá (para así estar junto al que ocuparía aquella) y volvió de una esquina de la habitación con una hermosa tabla de madera tafileteada. En la otra mano, como por arte de magia, había aparecido una baraja del tarot de Marsella... ¿la llevaría en el bolsillo de la falda?
Primero pidió a Claudia que barajase las cartas. Claudia le preguntó si tenía que pensar en algo, a lo que respondió que no... "eso es cosa de brujas inexpertas", añadió entre risas. Luego se colocó la tabla sobre el regazo y procedió a colocar sobre ella, una a una, el montón de cartas que le acababa de pasar Claudia, en un orden incomprensible, boca abajo. El conjunto formaba un círculo con una línea atravesada en diagonal, como una señal de prohibido aparcar.
Comenzó a darle la vuelta a las cartas. Claudia posaba su mirada sobre ellas como si sus ojos fuesen una mosca moribunda con apenas fuerza para alzar el vuelo...
Marta estuvo como media hora hablando. Claudia apenas la interrumpió. Máximo estaba perplejo.
Cuando salieron de la casa y volvieron a atravesar el jardín, ya cubierto de sombras, Máximo recordó una frase de la bruja y trató inútilmente de alcanzar el hombro de Claudia con la mano, que andaba a grandes zancadas, despavorida. La frase era algo así como que Claudia era como un pájaro, de esos que a veces abandonan el nido para volver con más comida, y que Máximo ("tú", en boca de la bruja) le había cortado las alas, el único instrumento con el que contaba Claudia para volver con la comida.
"Aquel que me dé la libertad me hará su prisionera", recordó que le había dicho Claudia una vez.
La cancela se cerró con un eco violento tras ellos.
Máximo, "tú" en la voz de la bruja, consiguió alcanzar a Claudia, la hizo girar sobre sus pasos y la obligó a fundirse con él en un gran abrazo. Entonces ella, aplastada sobre el hombro de Máximo, comenzó a emitir un sonido gutural y espeluznante (¿eran sollozos o carcajadas?), con tales espasmos que, perdiendo la fuerza que la sostenía sobre sus piernas arrastró a Máximo hasta que ambos quedaron desplomados sobre el suelo.