En la nueva casa en la que estás, se ven muchísimos tejados. Los perfiles de muchos edificios del centro se levantan ante tus ojos como si fuesen un recortable de papel, como si tuvieses delante un enorme libro pop-up abierto. Apenas llega el ruido de las callejas de abajo, que ya imaginas en navidad animadas por gentes en abrigo, saliendo y entrando de las tiendas, con bolsas en las manos, buscando el último gadget de moda, apretadas ante los mostradores, humedeciendo de vaho los escaparates. De vez en cuando se escuchan las campanas de la torre del ayuntamiento, un sonido reconocible desde antaño, que jamás pensaste que llegase a estar tan presente en tu vida cotidiana. El silencio es tal que podrías pensar que has sumergido la cabeza en agua, que te encuentras en una pecera, en un lugar dentro de otro envasado al vacío. Ahora suena el Cuarteto en Do Mayor, op. 59 nº. 3 "Rasumovsky", de Beethoven. Llevas apenas dos días viviendo en esta casa, tras meses de negociaciones, gestiones, compras, mudanzas. Hoy tienes un leve dolor de garganta y cuando te metes en la cama, con la intención de leer "La casa. Historia de una idea", de Witold Rybczynski, el libro que te ha regalado A., la febrícula te sube hacia la cara, dejándote el rostro vuelto hacia el balcón, el edredón bajo las piernas y el humor vencido por el pasado...
"Ya tienes la casa; ahora te tienes que inventar una vida", te dices. Pero la vida se inventa sola y ahí están esos recuerdos banales de cuando volvías de El corte inglés de Arapiles (has tenido que pararte para recordar el nombre), con tus bolsas, con o sin el iPod, parando en el semáforo de la calle San Bernardo, bajando aceleradamente la calle Fuencarral, con ese sol tan denso y hermoso de los atardeceres de Madrid. Doblabas siempre las mismas esquinas y llegabas a casa con aquella compra para dos, que luego ordenabas automáticamente repartiéndola por el exiguo espacio de la cocina... mientras calentabas la "pava" para hacerte un té...
El atardecer de ahora se parece mucho al de los domingos de la infancia cuando volvías de haber pasado el día en el campo con tus padres y tenías las manos ásperas... tiene un colorido bronco, y es tristón como el objeto inútil y feo que alguien arrumba en un cajón.
Has dormido en tu cama de nuevo, respetando el espacio de la derecha, que no era el tuyo: y ahí te has quedado, acurrucado y febril bajo las sábanas, dándole vueltas al tiempo que se fue, a la persona que se fue (¿o fuiste tú quien se fue?); estás extrañado de tanto cambio, de tanta continuidad. Apropiarse de una casa, de unas costumbres lleva su tiempo. Hay rincones, como tu mesa de trabajo, que apenas han cambiado... ahí están tus fruslerías, sus postales escritas por el reverso, sus regalitos, tus libros de gramática para consultas... parece mentira que estemos tan lejos a día de hoy. Esta tarde asomaron los recuerdos por mis ojos vidriosos, aquella complicidad tan primigenia, aquella confianza de lo cotidiano, aquellas sonrisas, aquellas zonas de confort. Justo antes de levantarme de la cama y tratar de ordenar mi vida verticalmente, estábamos saliendo, una mañana de febrero, de la que fuera la residencia del embajador de Chipre en la ciudad; nos disponíamos, juntos, curiosos, felices, inconscientes, abrigados, eternos, a adentrarnos en el laberinto brumoso y a ratos soleado de las calles de una Venecia que parecía no formar parte de este mundo.