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En fuga continua de mi propia prisión.

martes, septiembre 23, 2008

Mediodía

La pared del fondo estaba completamente ocupada por una librería compuesta por piezas irregulares en ébano de Macasar, llena de primeras ediciones procedentes de París, Londres, Venecia o Buenos Aires. Aquí y allá, delante de los libros, se habían colocado distintas piezas de cristal de Murano y de cerámica del sur de Francia y de Manises. A una distancia prudencial de la librería (la justa para permitir el paso de una persona), sobre una alfombra de pelo de cabra, estilo afgano, había una consola art deco fabricada en caoba y pergamino, que vista frontalmente simulaba un anillo cuyo engarce hubiese sido cortado horizontalmente por una piedra lisa y amarillenta: la tabla. Sobre ésta, delante de un jarrón lleno de hortensias frescas - una combinación desenfadada de rojos y violetas - descansaba un enorme table book: "Piero della Francesca - A Mathematician's Art".
El resto de las paredes estaban pintadas de color leche manchada. A la izquierda, dos grandes ventalanes holandeses (entre los cuales se había situado un antiguo bargüeño que había sido propiedad de los duques de Medina-Sidonia), dejaban pasar la luz. Debido al día lluvioso, el interior estaba salpicado de manchas grisáceas y volátiles... En el rincón derecho situado junto a la puerta de entrada, de madera oscura bruñida, había una espineta italiana del siglo XVII, un juangris en el que destacaba una guitarra, un kandinsky de la etapa figurativa, una copia neoclásica de una copia romana de un original griego (que representaba a Mercurio) y una lámpara Empire, de la casa Foscarini. Al otro lado, delante de un biombo japonés de hacia 1900, formado por cuatro paneles que representaban el monte Fuji, mantenían un íntimo diálogo dos butacas descalzadoras estilo Luis XV, diferentes la una de la otra (y tapizadas en seda beige con dibujos multicolores en forma de flores-pelusa o de lámparas Sputnik). A la altura del tronco humano, en cada lienzo de pared situado junto a la puerta de entrada, se habían colgado sendos espejos barrocos, lacados en negro.
Del plafón central, con estucos, colgaba un gran móvil de Calder. Se había prescindido de la luz cenital y, aparte de la lámpara de pie antes mencionada, sólo había dos lámparas de mesa -iguales y modestas- a cada lado del sofá, en mesitas auxiliares Chippendale. El tresillo, situado frente a los ventanales, estaba formado por piezas distintas: un gran sofá capìtoné de cuero negro estilo Chesterfield y dos sillones, uno de Alvar Aalto y otro de Jean Prouvé. Una mesita de café (años veinte) arbitraba el conjunto, perimetrado por una alfombra rectangular de pelo corto en color azul pacífico. Este lado de pared estaba plantado de decenas de pequeños grabados, en su mayoría antiguos, enmarcados de forma caprichosa.
A pesar de la disparidad de estilos, la estancia resultaba armoniosa.
La lluvia fue amainando y un rayo de luz cargado de partículas de polvo tropezó de golpe con una de las escasas lozas que dejaban ver las alfombras. El agua se escurría con lentitud por los cristales. Los pájaros retomaban su piar... La sonería Segundo Imperio de un reloj (¿de sobremesa?) que no consiguió ubicar le hizo recordar que habían dado las doce del mediodía.