Hoy te has levantado con ese tipo de pensamiento negativo que deberías sacudir de tu cabeza como se sacude un mantel. Estabas pensando en toda esa gente que en tu boda o no te regaló nada o no te regaló "en serio". ¿Hicieron lo mismo cuando los invitaron a cualquier boda heteruza "de ley"? Seguro que no...
Luego, todavía en la cama, te has puesto a pensar en toda esa gente que no te ha dejado pasar ni una... aunque enseguida, has pensado en todo lo contrario, en la gente que te ha dejado pasar una y otra vez, como tú a ellos, y en la gente que te ha ayudado, entendido, acogido, acompañado. Pensamiento negativo desintegrado.
Quizás la culpa de todo la tenga la televisión. El kitsch moral y estético que destila todos los días, cuya fetidez va a acabar con nuestro olfato; el que todo, en ella, se retrate como un suceso (hasta la política); el nuevo anuncio de Telefónica sobre la crisis (no se puede ser más cínico); y luego, fuera de la televisión, pero junto a ella, la especulación inmobiliaria, la desfachatez cultural, los niveles de baratura y chapuza a los que ha llegado este país.
Ayer, ante tanta miseria moral vista fuera y dentro de la tele, te dieron ganas de volver a leer ensayo. Ensayo radical. ¿Laclau, Zizek, Preciado?
Has dudado entre incluir o no esta entrada aquí, en el blog. "Hay demasiadas cosas negativas en mi vida como para incluir una más", has pensado. Sin embargo, hay que confesarse, desnudarse, publicarse.
Tienes muchas ganas de ver Un conte de noël, de Desplechin.
sábado, marzo 28, 2009
viernes, marzo 27, 2009
Un marido muy Bloomsbury
Los Diarios de Katherine Mansfield son los de una mujer abatida.
Una mujer a camino entre el siglo XIX y el XX. Entre Australia y Europa. Entre la niñez y la edad madura. Entre la vida y la muerte.
Tiene momentos preciosos, en especial cuando describe paisajes o se detiene en "tonterías". También me gustan sus comentarios sobre literatura: rusa e inglesa especialmente.
La mayor parte de las entradas están hechas desde la desesperación y el desánimo. Es como si fuera consciente de su prematura muerte y viviese la vida desde el apuro, en todas sus acepciones. Sin embargo no hay amargura. Sólo el desaliento propio del que corre porque algo mostruoso le persigue...
Su inteligencia, aguda, suave, es como un hermoso día de primavera amenazado a lo lejos por nubes de tormenta. El texto está plagado de esos adverbios encantadores a los que son tan aficionados los anglosajones: terribly, merely, etc.
Una de las cosas que más sorprende en ellos es la indiferencia hacia su marido, reseñado como J. Sobre todo porque, con el libro en las manos, sabemos del gran amor y respeto de J. hacia ella. John M. Murry, además de marido, fue su editor y una de las personas que más confió en su talento como escritora. Algunas de sus entradas más íntimas están primorosamente comentadas por él, sin ningún tipo de dobleces o rencores. No sé si esto es debido a su profesionalidad como editor que cuida a sus autores o al amor inmaculado que se profesa a los muertos...
Dejando a un lado a la propia autora, J. es un personaje fascinante, porque cuando aparece es aquel del que tenemos más información. Él fue el que rescató los papeles diseminados que dan forma al diario, el que lo comentó, el que se empeñó en publicarlo. Un gesto generoso, como el de aquel que comparte un hallazgo.
El marido es aquí como un ángel custodio. Una presencia débil pero fundamental.
Una mujer a camino entre el siglo XIX y el XX. Entre Australia y Europa. Entre la niñez y la edad madura. Entre la vida y la muerte.
Tiene momentos preciosos, en especial cuando describe paisajes o se detiene en "tonterías". También me gustan sus comentarios sobre literatura: rusa e inglesa especialmente.
La mayor parte de las entradas están hechas desde la desesperación y el desánimo. Es como si fuera consciente de su prematura muerte y viviese la vida desde el apuro, en todas sus acepciones. Sin embargo no hay amargura. Sólo el desaliento propio del que corre porque algo mostruoso le persigue...
Su inteligencia, aguda, suave, es como un hermoso día de primavera amenazado a lo lejos por nubes de tormenta. El texto está plagado de esos adverbios encantadores a los que son tan aficionados los anglosajones: terribly, merely, etc.
Una de las cosas que más sorprende en ellos es la indiferencia hacia su marido, reseñado como J. Sobre todo porque, con el libro en las manos, sabemos del gran amor y respeto de J. hacia ella. John M. Murry, además de marido, fue su editor y una de las personas que más confió en su talento como escritora. Algunas de sus entradas más íntimas están primorosamente comentadas por él, sin ningún tipo de dobleces o rencores. No sé si esto es debido a su profesionalidad como editor que cuida a sus autores o al amor inmaculado que se profesa a los muertos...
Dejando a un lado a la propia autora, J. es un personaje fascinante, porque cuando aparece es aquel del que tenemos más información. Él fue el que rescató los papeles diseminados que dan forma al diario, el que lo comentó, el que se empeñó en publicarlo. Un gesto generoso, como el de aquel que comparte un hallazgo.
El marido es aquí como un ángel custodio. Una presencia débil pero fundamental.
jueves, marzo 26, 2009
Adonis vernalis
En la radio una pieza de piano de Chopin (luego descubro que se trata de su Barcarola). Varea mi memoria, como si se tratase de un peral en julio, y hace caer algunos recuerdos. Los recojo con cierta impostura y me echo hacia atrás en la silla. Estoy frente a la ventana de mi antiguo cuarto, el que compartía con mi hermano... el pasado y el futuro se pliegan sobre mí como las mangas de un jersey que tratamos de guardar en una maleta. Hay una sensación prístina en todo este deslizamiento. Es ajena a los espejos, a la realidad prohibitiva, a la caída del pelo y de los dientes... una brisa pequeña se enrosca en los árboles de enfrente. Yo estoy hinchado y mojado pero el ambiente se parece al de una habitación antigua en la que se acabase de bailar una chacona.
Última anotación
El día antes de ser arrestada por la Gestapo en la Francia ocupada, Irène Némirovsky, autora de David Golder, escribe en su diario la que sería su última anotación:
"Estoy rodeada de agujas de pino, sentada encima de mi cárdigan azul en medio de un océano de hojas... en el bolso llevo el segundo volumen de Ana Karenina, el Diario de Katherine Mansfield y una naranja".
Y una naranja...
"Estoy rodeada de agujas de pino, sentada encima de mi cárdigan azul en medio de un océano de hojas... en el bolso llevo el segundo volumen de Ana Karenina, el Diario de Katherine Mansfield y una naranja".
Y una naranja...
lunes, marzo 23, 2009
Hundimiento
Zambullirte una y otra vez en la lectura, en el sueño. Como un delfín exhausto después de una pirueta dramática.
De nuevo Cheever: "... de modo que no alcanzo a percibir una parte de la mañana, como si el momento tuviese un umbral o una serie de umbrales, y ya no pudiera franquearlos". Aquí, estos días, hay un olor perdido de flores abriéndose que anuncia la llegada de la semana santa. Forma parte de otra vida.
Desatendiendo a mis obligaciones de trabajo, me he hundido en el sofá y me he leído Reencuentro, de Fred Ulhman, de una sentada. Es un libro tan hermoso. En clase nos habían encargado un final, otro final. Supongo que en el mío habrá perdón.
Me siento como un animal con la cabeza gacha lamiéndose las heridas, sin otra actividad que esa.
Necesito dinero. Dinero y tiempo. En este sur de mis dolores, de la precariedad y el fracaso anunciado, del dios dirá... me atenaza el miedo al futuro, a la miseria moral y física, al hundimiento.
Las encias no paran de sangrarme. Siento el sabor metálico de la sangre entre los dientes.
Una tierra que en los días más hermosos del año llena sus calles de vírgenes llorosas y cristos sangrantes... eso es mala suerte.
De nuevo Cheever: "... de modo que no alcanzo a percibir una parte de la mañana, como si el momento tuviese un umbral o una serie de umbrales, y ya no pudiera franquearlos". Aquí, estos días, hay un olor perdido de flores abriéndose que anuncia la llegada de la semana santa. Forma parte de otra vida.
Desatendiendo a mis obligaciones de trabajo, me he hundido en el sofá y me he leído Reencuentro, de Fred Ulhman, de una sentada. Es un libro tan hermoso. En clase nos habían encargado un final, otro final. Supongo que en el mío habrá perdón.
Me siento como un animal con la cabeza gacha lamiéndose las heridas, sin otra actividad que esa.
Necesito dinero. Dinero y tiempo. En este sur de mis dolores, de la precariedad y el fracaso anunciado, del dios dirá... me atenaza el miedo al futuro, a la miseria moral y física, al hundimiento.
Las encias no paran de sangrarme. Siento el sabor metálico de la sangre entre los dientes.
Una tierra que en los días más hermosos del año llena sus calles de vírgenes llorosas y cristos sangrantes... eso es mala suerte.
domingo, marzo 15, 2009
Primer verano
Retrocedamos algunos meses, algunos años atrás. Estamos a finales de 2001, principios de 2002. Hacía poco que acababas de llegar a Sevilla, procedente de Barcelona. Las Torres Gemelas habían caído meses antes. Tú estabas en casa de tus padres, a punto de echarte una siesta; Pedro Almodóvar, como viste ayer en el archivo de RTVE, estaba rodando algunas escenas de Hable con ella en Lucena, con un constipado terrible. P., una amiga de la adolescencia, te había propuesto participar en su revista, El laberinto rojo, y aceptaste. Luego vinieron las colaboraciones con Clone. El laberinto rojo... hoy han aparecido los ejemplares que conservabas de los números en los que colaboraste. Han aparecido mustios como flores aplastadas; el papel también es un fiambre. Estabas buscando entre tus cajas repuestos de almohadillas para los auriculares del iPod, porque hoy, mientras ibas a saludar a F. a la estación de Atocha (estaba de paso hacia Barcelona, por fin vuelve mañana), has perdido el de la oreja izquierda sin darte cuenta... Charito Mucha Marcha, Mr. Glinz, Andrés de Gino. Estos eran tus psudónimos en aquella época. Has sentido una mezcla de vergüenza y ternura mientras te releías. ¿Dónde estabas instalado en aquella época? Ha sido incluso peor que cuando tu madre, la última vez que fuiste a Jerez, te dio a leer uno de los pocos escritos que conservas de tu adolescencia: un cuento que le regalaste una vez por su cumpleaños... en aquella época, al fin y al cabo, eras muy joven y querías imitiar rabiosamente a Oscar Wilde, pero hace siete años ya estabas crecidito y habías leído lo tuyo... Comparando una escritura (aquella) con la de ahora (esta), te has visto maduro, más sobrio... No es cuestión de escribir mejor o peor. Es cuestión de depuración, de ocupación, de asentamiento. Te ha pasado lo mismo en Atocha cuando observabas el comportamiento y las maneras de un conocido de FaceBook, un tal M., amigo de C. Al "enfrentarte" a él, que por supuesto no te ha visto (que ni siquiera te conoce) has notado, de repente, un excelente control sobre tu cuerpo, una dignidad física que sólo viene con los años. Esa ocupación decontractée que tienen los edificios antiguos respecto de los nuevos...
Has visto a F. y lo has visto bien. Lo has abrazado y has sentido esa cotidianidad tan ausente durante las últimas semanas. Luego has vuelto a casa, en camiseta de manga corta, con las gafas de sol, con las manos ocupadas por bolsas con el logo "Out of Africa". Antes de Atocha, habías estado al sol, leyendo a Cheever: "Parecía que sus diferentes y dolorosas desilusiones la habían apartado de la corriente de la vida, y ahora estaba sentada en la orilla, con su aire implacablemente lúgubre, mirando cómo el resto descendía deprisa hacia el mar". El mundo gira, Roma entra y sale de tu cabeza (pronto estarás allí con toda tu familia, dios mediante), será semana santa y a lo mejor disfrutas de las noches de Jerez en esa época, hay gente que se ha ido para siempre y otras que quizás estés a punto de conocer. Pedro vuelve a estar de promoción; queda una semana para el estreno de sus Abrazos rotos. Tú sigues sin dar ni golpe. Sin dar el golpe. Pero hay algo que no cambia y que te gusta: es esa sensación liviana de todas las primaveras, de ir desnudando la piel.
Hoy ha crepitado aquí en Madrid. La primavera, sí. Como un huevo fresco en una sartén llena de aceite caliente.
Has visto a F. y lo has visto bien. Lo has abrazado y has sentido esa cotidianidad tan ausente durante las últimas semanas. Luego has vuelto a casa, en camiseta de manga corta, con las gafas de sol, con las manos ocupadas por bolsas con el logo "Out of Africa". Antes de Atocha, habías estado al sol, leyendo a Cheever: "Parecía que sus diferentes y dolorosas desilusiones la habían apartado de la corriente de la vida, y ahora estaba sentada en la orilla, con su aire implacablemente lúgubre, mirando cómo el resto descendía deprisa hacia el mar". El mundo gira, Roma entra y sale de tu cabeza (pronto estarás allí con toda tu familia, dios mediante), será semana santa y a lo mejor disfrutas de las noches de Jerez en esa época, hay gente que se ha ido para siempre y otras que quizás estés a punto de conocer. Pedro vuelve a estar de promoción; queda una semana para el estreno de sus Abrazos rotos. Tú sigues sin dar ni golpe. Sin dar el golpe. Pero hay algo que no cambia y que te gusta: es esa sensación liviana de todas las primaveras, de ir desnudando la piel.
Hoy ha crepitado aquí en Madrid. La primavera, sí. Como un huevo fresco en una sartén llena de aceite caliente.
Recuerdos de Roma (III): todo gira
“Aquí está, caminante, la Roma entera, la graciosa, la santa, la putana. Tu laberinto de cada mañana, Roma que se venera y desvenera. Roma que te anonada y enaltece, que te pudre, te exalta, te enfurece. Un español te lleva de su mano y te repite, oh caminante, en vano: si entras en Roma no saldrás de Roma”.
Rafael Alberti
En Roma, a pesar de las ruinas, hay algo que te quita años de encima. El ambiente que encuentras en algunas calles, la sensación con la que te levantas ante un abrumador plan turístico, se parecen a los de los tiempos del instituto. No sé si es o no una ciudad segura, pero te sientes valiente y vital caminando por sus calles. Por la tarde una gama de ocres, naranjas y rosas. Por la mañana el verde de los pinos y el gris de las fuentes y de las ruinas. De repente una plaza, o una callecita, y al final una iglesia y en la iglesia una escultura y sales de la iglesia y ves una terraza y comes por la calle y ves a los gatos urgar en la basura. Y el orín de los romanos bajo las fachadas de los jesuítas. Y el olor de la tarde, y el amor virginal de las colinas y de las estatuas parlantes. Y el jersey caído por los hombros, como si fuera semana santa...
Roma es una ciudad difícil de ordenar. Todo en ella gira, se retuerce, se tira por los suelos, se eleva, se excava y se descubre, se esconde. Como la mole del coliseo, como la capa abandonada que parece formar el teatro Marcello.
Luego, en la isla Tiberina, miras a un lado y al otro. Pasa alguna moto y alguien te dice algo, algo obsceno, y todo gira... y de noche de nuevo las terrazas... y todo el mundo parece estar estudiando algo, y la gente guapa desaparece tras las ventanas de los palacios y todo gira... y vuelven los pájaros, y los versos de Goethe o de Keats, y la muerte en verano.... y las cuestas inclinadas... y el calor de la vida y la resurrección. Es verano, siempre verano.
Rafael Alberti
En Roma, a pesar de las ruinas, hay algo que te quita años de encima. El ambiente que encuentras en algunas calles, la sensación con la que te levantas ante un abrumador plan turístico, se parecen a los de los tiempos del instituto. No sé si es o no una ciudad segura, pero te sientes valiente y vital caminando por sus calles. Por la tarde una gama de ocres, naranjas y rosas. Por la mañana el verde de los pinos y el gris de las fuentes y de las ruinas. De repente una plaza, o una callecita, y al final una iglesia y en la iglesia una escultura y sales de la iglesia y ves una terraza y comes por la calle y ves a los gatos urgar en la basura. Y el orín de los romanos bajo las fachadas de los jesuítas. Y el olor de la tarde, y el amor virginal de las colinas y de las estatuas parlantes. Y el jersey caído por los hombros, como si fuera semana santa...
Roma es una ciudad difícil de ordenar. Todo en ella gira, se retuerce, se tira por los suelos, se eleva, se excava y se descubre, se esconde. Como la mole del coliseo, como la capa abandonada que parece formar el teatro Marcello.
Luego, en la isla Tiberina, miras a un lado y al otro. Pasa alguna moto y alguien te dice algo, algo obsceno, y todo gira... y de noche de nuevo las terrazas... y todo el mundo parece estar estudiando algo, y la gente guapa desaparece tras las ventanas de los palacios y todo gira... y vuelven los pájaros, y los versos de Goethe o de Keats, y la muerte en verano.... y las cuestas inclinadas... y el calor de la vida y la resurrección. Es verano, siempre verano.
viernes, marzo 13, 2009
Fatiga geológica
"De pronto, desde una elevación, vio el lugar debajo. Había un pequeño lago, en realidad un estanque: uno de esos estanques redondos cuyas aguas color té y los bosquecillos de pinos originan en uno cierta impresión de cansancio geológico".
John Cheever, Una norteamericana culta
John Cheever, Una norteamericana culta
jueves, marzo 12, 2009
Ratonera
- Es como cuando a un ratón lo pones a hacer el mismo circuito una y otra vez. Al final, autogenera estrés... Pues eso.
sábado, marzo 07, 2009
Recuerdos de Roma (II): una casa para cada santo
"Every day is like Sunday"
Morrisey
En Roma está la iglesia más famosa y más grande del mundo, San Pedro, pero hay otras muchas cuyo enorme encanto hace que nos olvidemos pronto de aquella...
Mi afición por las iglesias viene desde pequeño, de aquellos paseos que daba con mi abuelo Salvador por el centro de Jerez. Era ver una y querer entrar en ella, haciendo siempre la misma pregunta: "abuelo, y ésta ¿cuál es?". A diferencia de los palacios, cuyo nombre evocaba el de sus dueños desde el posesivo (de Domecq, de Riquelme) aquellos edificios respondían directamente a un nombre propio (San Mateo, San Lucas, Santiago), algo absolutamente cautivador. En mi imaginación infantil, las iglesias eran como transmutaciones fantásticas de sus propias advocaciones, como brujas de cuento convertidas en dragón, como príncipes convertidos en sapo. En las características arquitectónicas de cada iglesia estaba la huella física del santo que les daba nombre y aquello había que estudiarlo, observarlo, aprenderlo de inmediato. Las iglesias tenían para mí el misterio que para otros niños tienen los dinosaurios.
Viniendo de una familia tan alejada de la religión como la mía, no deja de ser curiosa mi fascinación por las iglesias. Para mí una iglesia, que siempre debe ser antigua y silenciosa (no las soporto cuando están de oficios, ni cuando son nuevas), es el ejemplo vivo de lo inútil y trascendente, un intersticio perfecto para la ensoñación y el recuerdo. Me gustan por fuera y por dentro y hasta tal punto necesito sentirlas cerca que una de las cosas que más echo de menos en Madrid es no tener alguna en el vecindario. Las iglesias, su antigüedad, su historia, me hacen conectarme con un no-sé-qué muy mío, una especie de inclinación hacia la reverencia o la veneración, y hacia la ruina, o hacia eso que Djuna Barnes, refiriéndose al barón Felix, denomina "la sombra de uno mismo", que no es otra cosa que "su asombro postrado".
Las iglesias de París asombran por sus campanarios (oh campanas de París, que me aceleran los pulsos y el rumbo cual Cenicienta). Las de Roma, por sus fachadas. Fachadas teatrales, tentadoras como tartas de cumpleaños. Como la del Gesu, sede de los jesuitas, o la de Sant'Andrea al Quirinale, o la de San Carlo alle Quattro Fontane, de Borromini, o la cóncava de Santa Maria della Pace... Luego están aquellas que han ganado espacio a la ciudad, como si inseguras de su belleza hubiesen necesitado de un corrillo que las preceda y anuncie: Santa Maria sopra Minerva (en cuya plaza hay un hermoso obelisco sostenido sobre el lomo de un elefante) o Santa Maria del Popolo (con famosas obras de Caravaggio, Bernini, Carracci y Rafael) o Santa Maria en Aracoeli, con su gran escalinata de más de cien peldaños.
Entre las que guardan hermosos tesoros y a las que merece la pena desplazarse, aunque queden fuera de la ruta turística: Santa Maria della Vittoria, con el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, San Pietro in Vincoli, con el Moisés de Miguel Ángel, o San Pietro in Montorio, donde los Reyes Católicos encargaron construir a Bramante, sobre el lugar donde se creía que había sufrido martirio San Pedro, su famoso tempietto, para conmemorar la toma de Granada.
En Roma, cabeza de la Iglesia de Cristo, y ciudad de peregrinos, no podían faltar las iglesias mandadas a construir por estados y comunidades para acojer a sus compatriotas y conciudadanos: así Santa Maria in Monserrato degli Spagnoli, cuya advocación nos recuerda que antes de Felipe V la patrona de España no era la virgen del Pilar sino la de Monserrat, o Santo Stefano Rotondo, de los húngaros, o San Giovanni Battista dei Fiorentini, o San Atanasio dei Greci. Y por supuesto, San Luigi dei Francesi, en cuya capilla Contarelli están dos de las mejores pinturas del Caravaggio: La vocación de San Mateo y El martirio de San Mateo. Y las iglesias medievales, como Santa María in Cosmedin (con su torreón románico y su Boca della Verità), o Santa Maria in Trastevere (con sus mosaicos del siglo XIII). Y las que los cristianos reciclaron, en nombre de dios, a partir de edificios destinados en la antigüedad a otras funciones, como la Curia Julia, hoy Sant'Adriano, donde se reunía el senado romano. O el Panteón de Agripa, Santa María de los Mártires en su nomenclatua cristiana, uno de los vestigios mejor conservados de la antigüedad clásica, con su óculo en la cúpula, por donde entra la tromba de luz más sólida y divina de la tierra... y también la lluvia...
Desde el punto de vista de la especulación inmobiliaria, de lo productivo y beneficioso, Roma, escombrera de lujo de la historia, se me antoja como un gran queso gruyère sembrado de huecos. Huecos entre los que caben su multitud de iglesias, inútiles y bellas.
Quizás sea ése el sentido último de lo sagrado.
Morrisey
En Roma está la iglesia más famosa y más grande del mundo, San Pedro, pero hay otras muchas cuyo enorme encanto hace que nos olvidemos pronto de aquella...
Mi afición por las iglesias viene desde pequeño, de aquellos paseos que daba con mi abuelo Salvador por el centro de Jerez. Era ver una y querer entrar en ella, haciendo siempre la misma pregunta: "abuelo, y ésta ¿cuál es?". A diferencia de los palacios, cuyo nombre evocaba el de sus dueños desde el posesivo (de Domecq, de Riquelme) aquellos edificios respondían directamente a un nombre propio (San Mateo, San Lucas, Santiago), algo absolutamente cautivador. En mi imaginación infantil, las iglesias eran como transmutaciones fantásticas de sus propias advocaciones, como brujas de cuento convertidas en dragón, como príncipes convertidos en sapo. En las características arquitectónicas de cada iglesia estaba la huella física del santo que les daba nombre y aquello había que estudiarlo, observarlo, aprenderlo de inmediato. Las iglesias tenían para mí el misterio que para otros niños tienen los dinosaurios.
Viniendo de una familia tan alejada de la religión como la mía, no deja de ser curiosa mi fascinación por las iglesias. Para mí una iglesia, que siempre debe ser antigua y silenciosa (no las soporto cuando están de oficios, ni cuando son nuevas), es el ejemplo vivo de lo inútil y trascendente, un intersticio perfecto para la ensoñación y el recuerdo. Me gustan por fuera y por dentro y hasta tal punto necesito sentirlas cerca que una de las cosas que más echo de menos en Madrid es no tener alguna en el vecindario. Las iglesias, su antigüedad, su historia, me hacen conectarme con un no-sé-qué muy mío, una especie de inclinación hacia la reverencia o la veneración, y hacia la ruina, o hacia eso que Djuna Barnes, refiriéndose al barón Felix, denomina "la sombra de uno mismo", que no es otra cosa que "su asombro postrado".
Las iglesias de París asombran por sus campanarios (oh campanas de París, que me aceleran los pulsos y el rumbo cual Cenicienta). Las de Roma, por sus fachadas. Fachadas teatrales, tentadoras como tartas de cumpleaños. Como la del Gesu, sede de los jesuitas, o la de Sant'Andrea al Quirinale, o la de San Carlo alle Quattro Fontane, de Borromini, o la cóncava de Santa Maria della Pace... Luego están aquellas que han ganado espacio a la ciudad, como si inseguras de su belleza hubiesen necesitado de un corrillo que las preceda y anuncie: Santa Maria sopra Minerva (en cuya plaza hay un hermoso obelisco sostenido sobre el lomo de un elefante) o Santa Maria del Popolo (con famosas obras de Caravaggio, Bernini, Carracci y Rafael) o Santa Maria en Aracoeli, con su gran escalinata de más de cien peldaños.
Entre las que guardan hermosos tesoros y a las que merece la pena desplazarse, aunque queden fuera de la ruta turística: Santa Maria della Vittoria, con el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, San Pietro in Vincoli, con el Moisés de Miguel Ángel, o San Pietro in Montorio, donde los Reyes Católicos encargaron construir a Bramante, sobre el lugar donde se creía que había sufrido martirio San Pedro, su famoso tempietto, para conmemorar la toma de Granada.
En Roma, cabeza de la Iglesia de Cristo, y ciudad de peregrinos, no podían faltar las iglesias mandadas a construir por estados y comunidades para acojer a sus compatriotas y conciudadanos: así Santa Maria in Monserrato degli Spagnoli, cuya advocación nos recuerda que antes de Felipe V la patrona de España no era la virgen del Pilar sino la de Monserrat, o Santo Stefano Rotondo, de los húngaros, o San Giovanni Battista dei Fiorentini, o San Atanasio dei Greci. Y por supuesto, San Luigi dei Francesi, en cuya capilla Contarelli están dos de las mejores pinturas del Caravaggio: La vocación de San Mateo y El martirio de San Mateo. Y las iglesias medievales, como Santa María in Cosmedin (con su torreón románico y su Boca della Verità), o Santa Maria in Trastevere (con sus mosaicos del siglo XIII). Y las que los cristianos reciclaron, en nombre de dios, a partir de edificios destinados en la antigüedad a otras funciones, como la Curia Julia, hoy Sant'Adriano, donde se reunía el senado romano. O el Panteón de Agripa, Santa María de los Mártires en su nomenclatua cristiana, uno de los vestigios mejor conservados de la antigüedad clásica, con su óculo en la cúpula, por donde entra la tromba de luz más sólida y divina de la tierra... y también la lluvia...
Desde el punto de vista de la especulación inmobiliaria, de lo productivo y beneficioso, Roma, escombrera de lujo de la historia, se me antoja como un gran queso gruyère sembrado de huecos. Huecos entre los que caben su multitud de iglesias, inútiles y bellas.
Quizás sea ése el sentido último de lo sagrado.
martes, marzo 03, 2009
Lares Domestici
Complacencia de las cosas del hogar.
Lo piensas mientras le robas un cigarrillo a tu trabajo, fumándotelo bajo el dintel que separa el salón de la cocina.
En el escurridor del fregadero, brilla el amarillo de una taza de desayuno. La luz artificial de la campana se reverbera sobre el negro bruñido de la vitrocerámica.
Todo parece estar en su sitio.
En el equipo, Un barque sur l'ocean de Ravel.
La tormenta parece haber amainado...
Lo piensas mientras le robas un cigarrillo a tu trabajo, fumándotelo bajo el dintel que separa el salón de la cocina.
En el escurridor del fregadero, brilla el amarillo de una taza de desayuno. La luz artificial de la campana se reverbera sobre el negro bruñido de la vitrocerámica.
Todo parece estar en su sitio.
En el equipo, Un barque sur l'ocean de Ravel.
La tormenta parece haber amainado...
domingo, marzo 01, 2009
Recuerdos de Roma (I): via Giulia
"¡Tantas Romas, en realidad!
Tiempo para recordar, cuando el tiempo mismo ya esté muerto".
Terenci Moix, Crónicas italianas
Descubrí via Giulia en mi primer viaje a Roma. Posiblemente viniese caminando de la turba y el revuelo de Campo dei Fiori (lugar en el que la inquisición quemó a Giordano Bruno y cuyo fantasma encapuchado parece haber hecho todo tipo de alquimia hasta transmutar la zona en un alegre mercado diurno y animado punto de encuentro nocturno). O de observar admirado el famoso trampantojo de Borromini en uno de los patios de la Galleria Spada.
Me encontré con su arranque de golpe, tras recorrer algunas callejuelas ensombrecidas que desembocaban en uno de los puentes que cruzan el Tíber, el ponte Sisto. La experiencia de descubrir via Giulia, estando solo bajo el sol de mayo y con la única compañía de una arrugada guía de viajes en la mano derecha, fue parecida a experimentar un milagro. Aquella calle, larga y recta, flanqueada por edificios renacentistas y barrocos, estaba casi vacía, sin apenas turistas y, a pesar de no ser peatonal, apenas pasaban coches...
Via Giulia debe su nombre al papa Julio II, que la mandó construir a principios del siglo XVI como parte de su proyecto urbanístico de convertir Roma en una ciudad moderna. Lo moderno era entonces volver a la época clásica, con sus perspectivas teatrales y sus despejados y geométricos trazados. De ahí que via Giulia sea, quizás, el primer intento, desde la antigüedad, de renovación urbanística, de ensanche. En su origen, comunicaba el centro de Roma con San Pedro, algo que agradecerían enormemente las hordas de peregrinos que llegaban exhaustos de todos los rincones del orbe cristiano, acostumbrados como estaban a perderse en el laberinto de callejones de la ciudad medieval. Claro que el objetivo primordial de abrir esta arteria de casi un kilómetro de largo, que discurre en transversal a una de las ceñidas curvas del río, no era otro que concentrar en un solo espacio las principales instituciones económicas y gubermentales de la ciudad, así como facilitar el transporte seguro de mercancías procedentes del puerto fluvial de la Ripa Grande (en el Trastevere, hoy desaparecido) hasta el corazón financiero y comercial de la ciudad o el Vaticano.
En esta calle proyectó Bramante el que sería el proyecto estrella de Julio II, el Palazzo dei Tribunali, abandonado tras la muerte del papa y del que hoy sólo quedan algunos bloques de travertino. Porque el éxito de via Giulia fue relativamente fugaz. Si bien durante el papado de Julio II algunas de las familias más acaudaladas y poderosas de Roma compraron terrenos en la nueva calle de moda, convirtiéndola en objetivo de codiciosos y especuladores, tras la muerte del papa y el abandono de algunos de sus proyectos, como el mencionado palacio de justicia, la calle perdió parte de su atractivo y familias tan poderosas como los Spada y los Farnese construyeron las fachadas principales de sus nuevos palacios de espaldas a via Giulia. Uno de los encantos actuales de la calle es precisamente éste, observar los traseros ajardinados de los grandes palacios. De uno de ellos, del Farnese (actual embajada de Francia), sale el puente, también inacabado, con el que Miguel Ángel pretendía unir la sede romana de los Farnesio con villa Farnesina, residencia de recreo de la misma familia situada en la otra orilla del río, en el Trastevere (expresión latina que significa "detrás del Tíber"). Hoy está cubierto por una gran cortina de yedra...
En poco tiempo, via Giulia se convirtió en zona de burgueses y confraternidades mercantiles, que rompieron las imponentes líneas de los palazzi construyendo casonas más modestas, encantadoras para nuestros ojos de ahora, en su mayoría con pequeños jardines privados, y algunas de ellas con salida al Tíber. También se convirtió en el foco de la comunidad florentina en Roma, algo de lo que deja constancia la hermosa fachada barroca de la iglesia de San Giovanni dei Fiorentini, al final de la calle, no muy lejos del Castel Sant'Angelo.
Hacerse via Giulia de cabo a rabo, un día soleado, sentándose de cuando en cuando en las escalinatas de alguna de sus iglesias, degustando la sospechada quietud que emana de las altas tapias de sus jardines traseros, sintiendo el río no muy lejos, observando cómo algún pájaro se posa cantarín en el poyete de algún balcón renacentista, es una de las experiencias más hermosas que uno puede tener en la tierra.
Tiempo para recordar, cuando el tiempo mismo ya esté muerto".
Terenci Moix, Crónicas italianas
Descubrí via Giulia en mi primer viaje a Roma. Posiblemente viniese caminando de la turba y el revuelo de Campo dei Fiori (lugar en el que la inquisición quemó a Giordano Bruno y cuyo fantasma encapuchado parece haber hecho todo tipo de alquimia hasta transmutar la zona en un alegre mercado diurno y animado punto de encuentro nocturno). O de observar admirado el famoso trampantojo de Borromini en uno de los patios de la Galleria Spada.
Me encontré con su arranque de golpe, tras recorrer algunas callejuelas ensombrecidas que desembocaban en uno de los puentes que cruzan el Tíber, el ponte Sisto. La experiencia de descubrir via Giulia, estando solo bajo el sol de mayo y con la única compañía de una arrugada guía de viajes en la mano derecha, fue parecida a experimentar un milagro. Aquella calle, larga y recta, flanqueada por edificios renacentistas y barrocos, estaba casi vacía, sin apenas turistas y, a pesar de no ser peatonal, apenas pasaban coches...
Via Giulia debe su nombre al papa Julio II, que la mandó construir a principios del siglo XVI como parte de su proyecto urbanístico de convertir Roma en una ciudad moderna. Lo moderno era entonces volver a la época clásica, con sus perspectivas teatrales y sus despejados y geométricos trazados. De ahí que via Giulia sea, quizás, el primer intento, desde la antigüedad, de renovación urbanística, de ensanche. En su origen, comunicaba el centro de Roma con San Pedro, algo que agradecerían enormemente las hordas de peregrinos que llegaban exhaustos de todos los rincones del orbe cristiano, acostumbrados como estaban a perderse en el laberinto de callejones de la ciudad medieval. Claro que el objetivo primordial de abrir esta arteria de casi un kilómetro de largo, que discurre en transversal a una de las ceñidas curvas del río, no era otro que concentrar en un solo espacio las principales instituciones económicas y gubermentales de la ciudad, así como facilitar el transporte seguro de mercancías procedentes del puerto fluvial de la Ripa Grande (en el Trastevere, hoy desaparecido) hasta el corazón financiero y comercial de la ciudad o el Vaticano.
En esta calle proyectó Bramante el que sería el proyecto estrella de Julio II, el Palazzo dei Tribunali, abandonado tras la muerte del papa y del que hoy sólo quedan algunos bloques de travertino. Porque el éxito de via Giulia fue relativamente fugaz. Si bien durante el papado de Julio II algunas de las familias más acaudaladas y poderosas de Roma compraron terrenos en la nueva calle de moda, convirtiéndola en objetivo de codiciosos y especuladores, tras la muerte del papa y el abandono de algunos de sus proyectos, como el mencionado palacio de justicia, la calle perdió parte de su atractivo y familias tan poderosas como los Spada y los Farnese construyeron las fachadas principales de sus nuevos palacios de espaldas a via Giulia. Uno de los encantos actuales de la calle es precisamente éste, observar los traseros ajardinados de los grandes palacios. De uno de ellos, del Farnese (actual embajada de Francia), sale el puente, también inacabado, con el que Miguel Ángel pretendía unir la sede romana de los Farnesio con villa Farnesina, residencia de recreo de la misma familia situada en la otra orilla del río, en el Trastevere (expresión latina que significa "detrás del Tíber"). Hoy está cubierto por una gran cortina de yedra...
En poco tiempo, via Giulia se convirtió en zona de burgueses y confraternidades mercantiles, que rompieron las imponentes líneas de los palazzi construyendo casonas más modestas, encantadoras para nuestros ojos de ahora, en su mayoría con pequeños jardines privados, y algunas de ellas con salida al Tíber. También se convirtió en el foco de la comunidad florentina en Roma, algo de lo que deja constancia la hermosa fachada barroca de la iglesia de San Giovanni dei Fiorentini, al final de la calle, no muy lejos del Castel Sant'Angelo.
Hacerse via Giulia de cabo a rabo, un día soleado, sentándose de cuando en cuando en las escalinatas de alguna de sus iglesias, degustando la sospechada quietud que emana de las altas tapias de sus jardines traseros, sintiendo el río no muy lejos, observando cómo algún pájaro se posa cantarín en el poyete de algún balcón renacentista, es una de las experiencias más hermosas que uno puede tener en la tierra.