Los Diarios de Katherine Mansfield son los de una mujer abatida.
Una mujer a camino entre el siglo XIX y el XX. Entre Australia y Europa. Entre la niñez y la edad madura. Entre la vida y la muerte.
Tiene momentos preciosos, en especial cuando describe paisajes o se detiene en "tonterías". También me gustan sus comentarios sobre literatura: rusa e inglesa especialmente.
La mayor parte de las entradas están hechas desde la desesperación y el desánimo. Es como si fuera consciente de su prematura muerte y viviese la vida desde el apuro, en todas sus acepciones. Sin embargo no hay amargura. Sólo el desaliento propio del que corre porque algo mostruoso le persigue...
Su inteligencia, aguda, suave, es como un hermoso día de primavera amenazado a lo lejos por nubes de tormenta. El texto está plagado de esos adverbios encantadores a los que son tan aficionados los anglosajones: terribly, merely, etc.
Una de las cosas que más sorprende en ellos es la indiferencia hacia su marido, reseñado como J. Sobre todo porque, con el libro en las manos, sabemos del gran amor y respeto de J. hacia ella. John M. Murry, además de marido, fue su editor y una de las personas que más confió en su talento como escritora. Algunas de sus entradas más íntimas están primorosamente comentadas por él, sin ningún tipo de dobleces o rencores. No sé si esto es debido a su profesionalidad como editor que cuida a sus autores o al amor inmaculado que se profesa a los muertos...
Dejando a un lado a la propia autora, J. es un personaje fascinante, porque cuando aparece es aquel del que tenemos más información. Él fue el que rescató los papeles diseminados que dan forma al diario, el que lo comentó, el que se empeñó en publicarlo. Un gesto generoso, como el de aquel que comparte un hallazgo.
El marido es aquí como un ángel custodio. Una presencia débil pero fundamental.