Vértigo.
A aproximadamente las cuatro de la tarde un hombre entra en la estación de Liverpool Street y se monta en uno de los trenes que circulan en dirección a los suburbios del noreste. Lleva consigo un ejemplar de viejo (Everyman's Library, 1913), en papel cebolla, del diario de Samuel Pepys. Como si se tratase de una baraja de cartas, obedeciendo únicamente al azar del lugar en que se posan sus dedos, y después su vista, va leyendo frases sueltas, pequeños fragmentos. Factores ambientales como la humedad han hecho que a veces no sea esa página la que se aparezca ante sus ojos sino la siguiente, a la que está pegada por algún extremo. A los cinco minutos tiene tanto sueño que empieza a no entender lo que lee y lucha una y otra vez frente a la primera frase completa de la página 315 hasta caer dormido. Como un eco casi perdido regresan entonces las palabras del diario sobre el gran incendio de Londres. No hay claridad sino un llamear espantoso y sangrientamente maligno que el viento empuja por toda la metrópoli. Cientos de palomas muertas sobre el pavimento con el plumaje chamuscado. Los árboles de los cementerios se prenden fuego unos a otros. Su crepitar es monstruoso, como si el mismísimo diablo anduviese rechinando los dientes a nuestro lado, en una habitación inundada de oscuridad. Mucha gente trata de huir hacia el agua del río. A nuestro alrededor el reflejo, y delante de la profunda oscuridad del cielo, en un arco, cuesta arriba, la pared de fuego, recortada en zigzag. Y al día siguiente una lluvia apacible de cenizas, hacia el oeste, hasta más allá del Windsor Park.
Rautaavara.
Fuera de los cristales, sucios de todo el otoño, el cielo que se rasga en su decrepitud. Una finísima línea purulenta separa unas nubes de otras, en un cúmulo de grises y rojizos que se asemeja al material olvidado tras intentar sanar una herida profunda e incurable. Es la hora de las unciones. Las manos frías y como ajenas recorren la barbilla, en un despistado gesto de repliegue físico sobre uno mismo, de recogimiento. El trémulo reflejo de la televisión, que ocupa el lugar que otrora ocuparía la lumbre, con su caprichoso bailoteo sobre objetos, paredes y cuadros, reconcentra el recuerdo de otras horas parecidas a esta, en otras ciudades que ya no existen, porque en estos instantes nos son ajenas. A ese recuerdo le acompaña el recuerdo de las salidas de casa envueltos en una bufanda, de las llegadas en taxi a fiestas de desconocidos, de apretar el botón del ascensor con un guante, de tender la mano y soltar en otra una botella de vino, de las reuniones en la cocina que anteceden a una cena, de esa curiosidad infantil que sentimos al entrar en las casas de los demás y observar su disposición y su reglamento. Y luego, de vuelta aquí, puede que suene el teléfono o que tratemos de discenir en un libro aquella frase que rodeamos de lápiz: "un éxtasis... de amor... a primera... vista". Entonces, tirados sobre la alfombra, miramos hacia el cielo, desconocido como siempre, y estiramos una mano hacia el invierno que todo lo rodea, y todo está tan lejos que parece mentira, y perdemos el norte, y seguimos sin vernos la cara, aunque sí el resto: esas manos que vuelven una y otra vez sobre nuestra cara que no vemos, como las manos de los ciegos, y es ya de noche, y el invierno, este invierno que nunca acaba.