martes, junio 01, 2010

Vértigo, de W.G. Sebald

Hay una mujer, estadounidense y judía (aunque muy crítica con las políticas de EE.UU. y de Israel), lesbiana (aunque misteriosamente armarizada), y muy afín a cierta tradición intelectural europea (su cadáver yace en un cementerio de París), con la que tengo una gran deuda cultural pendiente. Su nombre resulta fácil de adivinar: es Susan Sontag, una mujer guapa y valiente, inteligente y de gustos inquebrantables, que algunos podrían tachar incluso de esnob. En la época en que Internet no existía para el gran público (y de esto tampoco hace tanto: sólo doce o trece años), su lectura era un hiperenlace perfecto a otras lecturas que de buena tinta sabías que te iban a gustar. No te hacía perder el tiempo. Era como una adolescente ansiosa de conocimientos: un alma inquieta, siempre dispuesta a jugar al bellísimo juego del "sorpréndeme". El día que Sontag se fue, después de luchar con fiereza contra un cáncer al que años antes creía haber ganado la batalla, sentí su muerte de la forma egoísta en que se siente la muerte de alguien familiar y cercano: ya nunca más me "sorprendería" de nuevo, no nos encontraríamos jamás sobre la faz de la tierra: sólo me quedaría releerla; con suerte, leer aquello que su editor publicase póstumamente (¿sus Diarios quizás?); visitar su tumba en el cementerio de Montparnasse (cosa que aún tengo pendiente). Ella ha sido una de mis grandes formadoras. Porque desde que en mis años universitarios cayó en mis manos su Contra la interpretación, han sido muchos los nombres que la lectura de este y otros de sus ensayos me han ido revelando. Se me ocurren Godard, Bresson y Resnais; Simone Weil, Michel Leiris y Nathalie Sarraute; Machado de Assis, Gombrowicz y Danilo Kiš, Joseph Brodksy y uno de los últimos: el escritor alemán, fallecido en accidente de tráfico hace unos años, W.G. Sebald. De él, estoy leyendo estos días su conjunto de relatos adyacentes titulado Vértigo.
Vértigo se compone de cuatro piezas cortas: "Beyle y el extraño hecho del amor", "All'estero", "Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva" e "Il ritorno in patria". El detonante de estos relatos, que ya está en otro libro suyo que leí, Los emigrados, y en el homenaje que hace a Robert Walser en su brevísimo ensayo El paseante solitario, que también leí, es siempre el mismo: un narrador, que a la sazón responde a las mismas iniciales que Sebald, decide emprender un viaje no muy programado (tampoco muy largo) con la intención de liberar el alma de algún bloqueo intelectual o de algún estado connivente con la melancolía. Cuando el narrador opta por abandonar la primera persona, como es el caso del primer y del tercer relato que forman Vértigo, se refugia en algún episodio menor de la vida de algún personaje histórico célebre, normalmente escritor: Stendhal y Kafka, en el caso de los relatos mencionados anteriormente.
Los viajes que inicia el narrador, o en los que se recrea cuando opta por la vida de los otros, son viajes a la antigua usanza, pero nunca travesías: abarcan varios países pero no varios continentes (van de Viena a Verona, de Viena a W., su pueblo natal, pasando por Innsbruck, de un condado de Inglaterra a otro, de Venecia a Riva). Son viajes en espiral: empiezan con la salida imperiosa de un sitio pero nunca se sabe dónde terminan; tampoco se sabe cuál será el próximo destino de la próxima jornada; es posible que un acontecimiento imprevisto lleve al narrador a desviarse hacia otro sitio que no tenía pensado visitar... son paseos solitarios al estilo del flâneur de Baudelaire. El narrador, normalmente solo, vagabundea por una ciudad, o de una ciudad a otra, en espirales nada programadas. El narrador, que suponemos que es escritor o profesor, toma apuntes, pierde el tiempo en el bar de una estación de trenes, se acuerda de que quiere visitar un convento perdido donde escuchó que hay unos frescos de Giotto interesantes, recala por casualidad en un jardín, descubre leyendo el periódico o una novela un lugar a escasos kilómetros de donde está por el que empieza a sentir una repentina curiosidad... desde este punto de vista, es la experiencia contraria al turismo. No existen hitos que visitar, no hay programa: los lugares que frecuenta suelen ser secundarios, más anecdóticos que históricos, marginales. El narrador los visita con un extraño entusiasmo; no son las guías las que nos despiertan el fetichismo por un determinado emplazamiento donde vivieron tales o cuales archiduques... es nuestro propio estado del alma el que nos hace gozar o ensombrecernos ante el membrete anticuado de un hotel o una noticia de 1913 descubierta en la hemeroteca desierta de una biblioteca olvidada. A diferencia de los relatos policíacos o de misterio, donde las casualidades surgen como por arte de magia, el narrador de Vértigo se esfuerza por hallar huellas paralelas a las suyas, hay un trabajo previo a tal o cual espejismo, a tal o cual duplicación, a tal o cual semejanza. La Italia de Vértigo, por ejemplo, dista mucho de la de las postales: es un lugar misterioso y a veces lúgubre, donde los locales son descorteses y ásperos y donde un paso en falso en la pronunciación de una dirección o un nombre del que pedimos indicaciones, nos puede costar un mal gesto, un vergonzante rechazo.
Los libros de Sebald van ilustrados con fotografías en blanco y negro de los lugares y pormenores que comenta en sus páginas. Producen un extraño escalofrío. A diferencia de las fotografías de Sophie Calle, que son las que desencadenan el recuerdo y el relato, las fotografías de Sebald, a veces difíciles de apreciar en sus detalles, sólo están ahí a modo de testimonio hiperrealista, de prenda, de garantía, como para confundirnos sobre la ficción de lo que estamos leyendo, como para vendernos como íntegra una experiencia que sólo es real en parte.
La escritura de Sebald es muy hermosa. Es acertada y sonora (incluso en sus traducciones). Es rica, descriptiva. Poética. Tiene la manera de Proust, es una escritura de la memoria. De ahí que muchos hayan querido ver en él a uno de esos hijos de la debacle germánica que expurgan inconscientemente su culpa tratando de reconstruir el escenario histórico de un extraño aunque real pasado. Yo no lo veo así exactamente. Sebald es simplemente, como Walser, un paseante solitario, que recoge con su mirada cansada y melancólica los estertores del tiempo. En él no hay ampulosidad, ni ajuste de cuentas con el pasado. Hay una mezcla de asombro y aburrimiento que está más a tono con el último Benjamin, el del Libro de los Pasajes. Claro que es un escritor culto, difícil, pero su erudición, a diferencia de ese cazador que era Borges, es una especie de hallazgo. Un hallazgo luctuoso. Sebald parece acordarse de esa cita bíblica de Isaías que tanto obsesionó al romanticismo alemán, desde Schiller a Bramhs: "Toda carne es hierba, y toda su hermosura como la flor del campo:...¡sécase la hierba, se marchita la flor, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre!".
Posiblemente, alguien pensará, que no sea Sebald la mejor de las lecturas para mi estado actual. Yo creo que es al contrario: después de ir probando remedios literarios que ni fú ni fá (Las teorías salvajes, el final de El tiempo recobrado), por fin he dado con la medicación perfecta. Ya lo decía Wilde: la literatura es buena o mala. A mí, la que peor resaca me deja es la mala. Me da igual que en ella haya felicidad, piscinas, polvos de vello de punta y champán francés.