sábado, mayo 29, 2010

Io sono l'amore (Luca Guadagnino)

Resulta curioso que una película tan llena de referencias cinemetográficas (a El gatopardo y Rocco y sus hermanos, de Visconti, a Fanny y Alexander de Bergman, a Los muertos de Huston, a Prima della revoluzione, de Bertolucci, a Vértigo de Hitchcock, a Teorema de Pasolini e incluso a Entre tinieblas de Almodóvar, por sólo citar unas cuantas), tome su nombre de una escena de Philadelphia, ese melodrama de segunda o tercera fila en el que Tom Hanks, abrazado a su gotero, ante su abogado aún homófobo pero a punto de dejar de serlo, traduce una frase del aria "La mamma morta", del Andrea Chénier de Giordano: "Io sono l'amore", "I'm love". Curioso que sea la única película literalmente citada en el film, y curioso que aparezca en la tele, empequeñecida, cuando los protagonistas están a punto de dormirse y cortada por un zapping que distraídamente hace uno de ellos con el mando a distancia.
El motivo o motor del relato no es otro que presentarnos a una familia de la rica y refinada burguesía milanesa que asiste al relevo de mandos de la empresa familiar, en un mundo -el del capitalismo global y especular de la actualidad - que cambia a un ritmo imprevisible. Al mismo tiempo, la aparición de un joven cocinero amigo del heredero de tercera generación del clan y el descubrimiento de la (homo)sexualidad disidente de su hija, harán que la madre (Tilda Swinton), Emma, de origen ruso (una clara referencia a las heroínas de la gran novela del XIX) comience a romper la crisálida en la que ha estado viviendo durante años. La unidad familiar, reflejo claro de una manera estabilizante de entender el mundo y sus relaciones, también su economía, filmada durante toda la primera parte de la película con mimo en sus lujosos interiores a través de encuadres preciosistas prestados de la tradición clásica, dará paso a una narrativa más exabrupta, y a una textura y una coloración más salvajes, inspiradas en las artes plásticas. Ya no estamos en el Milán estático y nevado de los primeros planos sino en plena naturaleza o en plena City de Londres. Es primavera, hay insectos o rascacielos por todas partes y el deseo, potencia del cambio, origen del capitalismo, mostruo descabezado, comienza a manifestarse sujetándose con fuerza, nunca mejor dicho, al pronombre Io, impersonal y múltiple, que da nombre a la película. Desde este momento, todo se precipita con fuerza.
Las narraciones potentes son aquellas que cuanto más intentas limitar más se desbordan. Es el caso de esta película. Su estilo barroco y su temática difusa hacen de ella un artefacto complejo, abierto a muchas lecturas y disfrutes. Me gustan sus créditos iniciales, a la vieja usanza, llenos de llaves con puntos suspensivos y nombres, el "regia" con el que el cine italiano presenta a sus directores, los dos o tres planos en los tejados del Duomo milanés, la presencia de Marisa Berengson (a pesar de lo operada que está), me gusta esa bomba de relojería rusa que es el personaje de Tilda, gélida y apasionada a la vez, me gusta la alusión a la alta cocina como sublimación de la necesidad y al deseo, en general, como fantasma cultural, la imbricación delicada entre naturaleza y cultura, la persecución en San Remo al estilo de Vértigo (¿qué clase de perfume irresistible desprende Vértigo? ¿era Hitchcock consciente del fetiche que estaba creando?), el atrevido final, a escasos milímetros de lo ridículo, el subrayado verdaderamente melodramático de la banda sonora de John Adams, el vestuario de Jil Sander que tan bien luce la Swinton, esa forma oblicua de filmar las ventanas y las cornisas de los edificios de Milán, los interiores, tipo Architectural Digest (a Tom Ford, ese chico de Texas, le queda mucho por aprender), ese magnífico exterior que es Italia, país bello entre los bellos, la escena de las palomas en la capilla, el "tú no existes" frente al asertivo "amo a Antonio", en fin... tantas cosas.
En su planteamiento, temática y estilo narrativo me ha recordado enormemente a Cuento de navidad, de Desplechin, película que vi hace unos meses y que también adoré. Cine que mira sin complejos a las otras artes, que mira de frente a los grandes clásicos del cine de autor, porque se sabe en esa tradición, cine formalista, que babea ante la Historia del gran cine (como lo hacen otros productos de género, caso del cine de terror) con la devoción con que el Renacimiento (¿il Rissorgimento?) estudiaba la Antigüedad Clásica. Qué duda cabe: nuestra modernidad es nuestra antigüedad.