Cae la tarde y me asomo a la terraza. Me quedo en el dintel del gran ventanal de acceso observando la luna, todavía tenue, en el horizonte. En el equipo suena la Pasión según San Juan. El atardecer es, como siempre, una delicia. El sol se pone a mis espaldas, pintando de colores venecianos el cielo. Es ese canto del cisne de todos los días, tan hermoso. Pienso que me encantaría compartir este momento con alguien, compartirlo desde la emoción intelectual que me produce, como quien intenta compartir un libro que le gusta: el misterio del final de este sábado de primavera, el arrobo que me produce su desperezo, los colores conocidos de la tarde, la terraza que se abre a un mar de azoteas, la analogía que establezco entre ellas y las piscinas que aparecen en El nadador de Cheever, el gesto inspirado, veraniego y de epopeya contemporánea que hay al principio de ese cuento; de nuevo en casa, el dorado del parqué que como por arte de magia se va tiñendo de azules, la música de Bach, una manzana del frutero que parece pulida con cera, la alegría sosegada de un día de descanso sin altibajos, las campanas de las iglesias cercanas, la forma intrincada y anárquica en que los geranios se derraman por los maceteros que cuelgan de la verja que circunda el tragaluz, Bach otra vez, el plateado primitivo de esta nueva noche que ahora comienza...
Sin embargo, cayendo en la cuenta de esos libros que me gustaron y que traté de compartir con otros, mientras suena el coro "Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine" de la Pasión, descubro lo intransferible de ciertas emociones humanas. Al menos en su totalidad. Son como las ostras, que una vez fuera de sus valvas, pierden propiedades. Y por seguir con la conveniencia, se me ocurre que sólo algunas, con el transcurso del tiempo y la sedimentación, son capaces de producir perlas. Perlas como esas obras de arte en las que sólo algunas personas son capaces de crionizar emociones en gran medida intransferibles...
¿Es imposible la comunicación de eso que en filosofía se conoce como "lo sublime" sin que medie entre los interlocutores la obra de arte? ¿Estamos limitados a intercambios menos complejos como el placer sexual o la risa? ¿Por qué la fuerte emoción que nos causa un libro, una música o un paisaje es sólo comunicable a medias? Me viene a la cabeza ese pasaje de La divina comedia en que el poeta, de paseo por el infierno, se encuentra a Francesca da Rimini y a su amante Paolo Malatesta, hermano menor de su marido, que descubrieron su amor adúltero leyendo a cuatro ojos los amores de Lanzarote y Ginebra sobre un único libro. Los enamorados se leen uno a otro en voz alta; los matrimonios se enfrascan silenciosos en sendos libros ocupando cada uno su lado de la cama...
P.D. He intentado volcarme de nuevo en la novela pero el resultado sólo han sido un par de correcciones. Al salir a la terraza a fumar he pensado en este post. Me queda el consuelo de su utilización futura y parcial para algún pasaje de la novela. Hay días que me siento como Penélope, tejiendo y destejiendo por temor a un final. Necesito avanzar, aunque sea a trompicones. La música ya es otra, la Suite Lulu, de Alban Berg. Sí, lo pensaré mañana...