Acabo de volver a ver, después de muchos años, Maurice, esa hermosa película basada en la novela homónima de E. M. Forster. Es difícil resistirse a su encanto: un "cuento de hadas para gayers", como dice mi amigo P. Para mí, el primero (y quizás el único) que me han contado. Maurice transcurre en la Inglaterra de primeros de siglo (que nunca será este sino el anterior), en los años posteriores al "escándalo Wilde". Yo, acostumbrado como estaba a El retrato de Dorian Gray y a toda la literatura decadente que por entonces devoraba, la taché en su día de ñoña, aunque en el fondo deseaba que me sucediese algo así... y sucedió, aunque sólo la primera parte. La parte Scutter la tengo pendiente. Eso sólo ocurre en las novelas que, como fue el caso de esta, se publican póstumas por deseo expreso del autor.
Los tres actores protagonistas están tan guapos (James Wilby, Hugh Grant y Rupert Graves) que no me extraña que (como descubrí ayer en los extras del DVD) causasen furor entre las colegialas japonesas del año 87 en que se estrenó, envenenadas como estaban de Candy, Candy.
Esta noche he disfrutado mucho de la ambientación de la película: tan masculina (los revestimentos de madera de Cambridge, el smoking, el boxeo, los pijamas de una sola pieza, las botas de montar), tan húmeda (oh, la campiña inglesa y esa lluvia que mancha las moquetas de barro) y tan cálida (el té humeante, las cartas, las lámparas de gas, el estilo Reina Ana); y, por supuesto, del planteamiento tan genial que hace Forster del "conflicto homosexual" en su novela, que da para todo un ensayo.
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Contemplo desde la oscuridad del salón (mientras escucho repetitiva la música del menú de inicio del DVD, que es ahora el único foco de luz) una perspectiva extraña de la que fue por mucho tiempo mi única ciudad; en ella vi Maurice por primera vez, cuando apenas tenía 16 años. La vi casi a escondidas: aquello era el porno de mi juventud, un "cuento de hadas para gayers".
La literatura y el cine no sólo son una forma de soñar, de imaginar, de ampliar el campo de visión (incluso de sobrevivir); son también un método de redescubrimiento (y eso lo sé ahora): los límites venían dados, pero igual no enfocábamos esa zona en penumbra, no caíamos en ese detalle... "Le temps retrouvé". Ocurre lo mismo con la ciudad que ahora contemplo: existía, pero yo no había tenido la oportunidad de verla "desde aquí" (desde este lugar y en este tiempo). Más allá de las azoteas que discurren en paralelo a la mía, dos edificios emblemáticos del centro descuellan sobre el horizonte. Se asemejan a los cascos herrumbrosos de dos viejos buques mercantes varados en puerto. Al fondo la luz roja de lo que parece una antena. La bruma que hay instalada esta noche sobre el mundo me hace sentir como si estuviese alojado voluntariamente en una habitación de hotel en algún remoto lugar del Mar del Norte (por decir algún lugar que me sea verdaderamente extraño). "La vida va en serio", te dices, como dijo Gil de Biedma. Y sin embargo, no parece haber condena más placentera que tratar de escudriñarla, de vivirla, de recrearla. El futuro depende de que cuentes bien tu historia. Nadie la contará por ti. No sabes si podrás, pero tienes que intentarlo. Después de ver Maurice...