jueves, noviembre 26, 2009

Una frase de Jean Cocteau

"Vivimos en un mundo vacío con el corazón lleno".

miércoles, noviembre 25, 2009

Después de ver Maurice

Acabo de volver a ver, después de muchos años, Maurice, esa hermosa película basada en la novela homónima de E. M. Forster. Es difícil resistirse a su encanto: un "cuento de hadas para gayers", como dice mi amigo P. Para mí, el primero (y quizás el único) que me han contado. Maurice transcurre en la Inglaterra de primeros de siglo (que nunca será este sino el anterior), en los años posteriores al "escándalo Wilde". Yo, acostumbrado como estaba a El retrato de Dorian Gray y a toda la literatura decadente que por entonces devoraba, la taché en su día de ñoña, aunque en el fondo deseaba que me sucediese algo así... y sucedió, aunque sólo la primera parte. La parte Scutter la tengo pendiente. Eso sólo ocurre en las novelas que, como fue el caso de esta, se publican póstumas por deseo expreso del autor.
Los tres actores protagonistas están tan guapos (James Wilby, Hugh Grant y Rupert Graves) que no me extraña que (como descubrí ayer en los extras del DVD) causasen furor entre las colegialas japonesas del año 87 en que se estrenó, envenenadas como estaban de Candy, Candy.
Esta noche he disfrutado mucho de la ambientación de la película: tan masculina (los revestimentos de madera de Cambridge, el smoking, el boxeo, los pijamas de una sola pieza, las botas de montar), tan húmeda (oh, la campiña inglesa y esa lluvia que mancha las moquetas de barro) y tan cálida (el té humeante, las cartas, las lámparas de gas, el estilo Reina Ana); y, por supuesto, del planteamiento tan genial que hace Forster del "conflicto homosexual" en su novela, que da para todo un ensayo.

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Contemplo desde la oscuridad del salón (mientras escucho repetitiva la música del menú de inicio del DVD, que es ahora el único foco de luz) una perspectiva extraña de la que fue por mucho tiempo mi única ciudad; en ella vi Maurice por primera vez, cuando apenas tenía 16 años. La vi casi a escondidas: aquello era el porno de mi juventud, un "cuento de hadas para gayers".
La literatura y el cine no sólo son una forma de soñar, de imaginar, de ampliar el campo de visión (incluso de sobrevivir); son también un método de redescubrimiento (y eso lo sé ahora): los límites venían dados, pero igual no enfocábamos esa zona en penumbra, no caíamos en ese detalle... "Le temps retrouvé". Ocurre lo mismo con la ciudad que ahora contemplo: existía, pero yo no había tenido la oportunidad de verla "desde aquí" (desde este lugar y en este tiempo). Más allá de las azoteas que discurren en paralelo a la mía, dos edificios emblemáticos del centro descuellan sobre el horizonte. Se asemejan a los cascos herrumbrosos de dos viejos buques mercantes varados en puerto. Al fondo la luz roja de lo que parece una antena. La bruma que hay instalada esta noche sobre el mundo me hace sentir como si estuviese alojado voluntariamente en una habitación de hotel en algún remoto lugar del Mar del Norte (por decir algún lugar que me sea verdaderamente extraño). "La vida va en serio", te dices, como dijo Gil de Biedma. Y sin embargo, no parece haber condena más placentera que tratar de escudriñarla, de vivirla, de recrearla. El futuro depende de que cuentes bien tu historia. Nadie la contará por ti. No sabes si podrás, pero tienes que intentarlo. Después de ver Maurice...

lunes, noviembre 23, 2009

Otra conjura

"La silla Wassily, al igual que todos los muebles domésticos modernos, no tiene ningún mecanismo que permita a quien se sienta en ella ajustarla conforme a sus propias necesidades. Además, lo agudo del ángulo del asiento hace que resulte imposible sentarse en ninguna postura salvo la repatingada; por ejemplo, si trata uno de adelantarse para alcanzar una taza de café, se encuentra desagradablemente apoyado en el borde rígido del asiento. Si se da uno la vuelta de lado, los brazos brindan escaso apoyo. Como el respaldo y el asiento son planos, desalientan los movimientos; uno se empieza a sentir inquieto en seguida. Si se doblan las rodillas, los muslos ya no están apoyados por el asiento tenso, que también le impide a uno estirar las piernas totalmente. Al cabo de poco rato, el borde de cuero rígido empieza a introducirse dolorosamente en la parte de abajo de los muslos y las puntadas gruesas de los brazos de la silla crean un roce desagradable en los codos. Es una butaca en la que no puede uno estar cómodamente más de treinta minutos seguidos".

Witold Rybczynski, La casa; historia de una idea.

Muchas de esas sillas de arquitecto, más que invitarnos al descanso parecen escupirnos hacia la actividad continua. Los arquitectos se han conjurado para hacernos la vida más frenética. Y más incómoda.

jueves, noviembre 19, 2009

A Day in Life (un estudio de luz)

Cuando llegó a la estación apenas eran las once de la mañana. El cielo estaba encapotado y algunas gotas de lluvia, gruesas, salpicaban las estrechas callejas del centro. No conseguía ver el mar, pero su presencia, tan próxima, se reverberaba en el cielo, que tenía el desorden y la densidad de un conjunto de materiales de derribo. Durante el trayecto en tren había estado leyendo sobre el desarrollo histórico del concepto de intimidad en Europa; el autor se deleitaba en la descripción de un fantástico interior holandés de De Witte, del siglo XVII, y como la ilustración quedaba al principio del capítulo había tenido que interrumpir en numerosas ocasiones la lectura y volver algunas páginas atrás para confrontar la descripción con su referente...
Aunque se dirigía a un sitio en concreto, el hecho de no conocer excesivamente bien la ciudad daba a su caminar (la vista posada a ratos sobre los balcones) un despreocupado ritmo de paseo. No llevaba paraguas ni capucha; sin embargo, el goteo de la lluvia no era molesto: alguien había colocado la pesa del metrónomo lo más alejada posible de su base. Su destino natural, más que una mañana de gestiones en interiores con teléfonos móviles, persinas verticales unidas por cadenitas de pequeñas cuentas metálicas, y corbatas, parecía ser una clase de piano en una casa con olor a apio y muebles rechinantes vestidos de croché. Se cruzó con muchos hombres de mediana edad, con gafas de culo de botella. Aquello le llamó la atención. La luz iba disminuyendo por segundos... cuando llegó a una calle más principal, la hora del día parecía haber cambiado con brusquedad: una luz amarillenta y escasa manchaba las fachadas de los edificios, los escaparates de los comercios, los portones de las casas. Todo parecía estar más junto. El cielo tronó y la lluvia comenzó a arreciar. La gente corría de un sitio a otro, exclamaba en voz alta, parecía perdida de repente. Se metió en un bar-cafetería, aunque no pasó de la entrada. Era el típico local con gente apostada en la barra y veladores con sillas de estilo vienés.... Había un delicioso olor a café allí dentro. La tromba de agua chocaba ruidosa sobre el toldo de la pequeña terraza que estaba ante él y caía desflecada sobre las mesas de metal vacías... a su lado había un chico con rastas, muy guapo, que mientras se ajustaba los aurículares del iPod sostenía un libro indescifrable a la altura de los ojos. Su pose resultaba totalmente forzada, pero él parecía sentirse cómodo...
Observó al chico con un suspiro soñador y miró la calle vacía y anegada. Estaba "solo" pero todo aquello tenía un aire de renovada intimidad que resultaba verdaderamente extraordinario.

lunes, noviembre 16, 2009

Un tiempo irrecobrado

En la nueva casa en la que estás, se ven muchísimos tejados. Los perfiles de muchos edificios del centro se levantan ante tus ojos como si fuesen un recortable de papel, como si tuvieses delante un enorme libro pop-up abierto. Apenas llega el ruido de las callejas de abajo, que ya imaginas en navidad animadas por gentes en abrigo, saliendo y entrando de las tiendas, con bolsas en las manos, buscando el último gadget de moda, apretadas ante los mostradores, humedeciendo de vaho los escaparates. De vez en cuando se escuchan las campanas de la torre del ayuntamiento, un sonido reconocible desde antaño, que jamás pensaste que llegase a estar tan presente en tu vida cotidiana. El silencio es tal que podrías pensar que has sumergido la cabeza en agua, que te encuentras en una pecera, en un lugar dentro de otro envasado al vacío. Ahora suena el Cuarteto en Do Mayor, op. 59 nº. 3 "Rasumovsky", de Beethoven. Llevas apenas dos días viviendo en esta casa, tras meses de negociaciones, gestiones, compras, mudanzas. Hoy tienes un leve dolor de garganta y cuando te metes en la cama, con la intención de leer "La casa. Historia de una idea", de Witold Rybczynski, el libro que te ha regalado A., la febrícula te sube hacia la cara, dejándote el rostro vuelto hacia el balcón, el edredón bajo las piernas y el humor vencido por el pasado...
"Ya tienes la casa; ahora te tienes que inventar una vida", te dices. Pero la vida se inventa sola y ahí están esos recuerdos banales de cuando volvías de El corte inglés de Arapiles (has tenido que pararte para recordar el nombre), con tus bolsas, con o sin el iPod, parando en el semáforo de la calle San Bernardo, bajando aceleradamente la calle Fuencarral, con ese sol tan denso y hermoso de los atardeceres de Madrid. Doblabas siempre las mismas esquinas y llegabas a casa con aquella compra para dos, que luego ordenabas automáticamente repartiéndola por el exiguo espacio de la cocina... mientras calentabas la "pava" para hacerte un té...
El atardecer de ahora se parece mucho al de los domingos de la infancia cuando volvías de haber pasado el día en el campo con tus padres y tenías las manos ásperas... tiene un colorido bronco, y es tristón como el objeto inútil y feo que alguien arrumba en un cajón.
Has dormido en tu cama de nuevo, respetando el espacio de la derecha, que no era el tuyo: y ahí te has quedado, acurrucado y febril bajo las sábanas, dándole vueltas al tiempo que se fue, a la persona que se fue (¿o fuiste tú quien se fue?); estás extrañado de tanto cambio, de tanta continuidad. Apropiarse de una casa, de unas costumbres lleva su tiempo. Hay rincones, como tu mesa de trabajo, que apenas han cambiado... ahí están tus fruslerías, sus postales escritas por el reverso, sus regalitos, tus libros de gramática para consultas... parece mentira que estemos tan lejos a día de hoy. Esta tarde asomaron los recuerdos por mis ojos vidriosos, aquella complicidad tan primigenia, aquella confianza de lo cotidiano, aquellas sonrisas, aquellas zonas de confort. Justo antes de levantarme de la cama y tratar de ordenar mi vida verticalmente, estábamos saliendo, una mañana de febrero, de la que fuera la residencia del embajador de Chipre en la ciudad; nos disponíamos, juntos, curiosos, felices, inconscientes, abrigados, eternos, a adentrarnos en el laberinto brumoso y a ratos soleado de las calles de una Venecia que parecía no formar parte de este mundo.